El comandante Benamú, del servicio guardacostas de la Gendarmería Real de Marruecos, no tuvo inconveniente en contarme su participación en el episodio de Cala Tramontana. Lo hizo en la terraza del café Hafa, en Tánger, después de que un amigo común, el inspector de policía José Bedmar –veterano de la Brigada Central y ex agente de Información de los tiempos de Céspedes–, se encargara de localizarlo y concertar una cita tras recomendarme mucho por fax y por teléfono. Benamú era un hombre simpático, elegante, con un bigotillo recortado que le daba aspecto de galán latino de los años cincuenta. Vestía de paisano, con chaqueta y camisa blanca sin corbata, y me estuvo hablando media hora en francés, sin pestañear, hasta que, ya con más confianza, pasó a un español casi perfecto. Contaba bien las cosas, con cierto sentido del humor negro, y de vez en cuando señalaba hacia el mar que se extendía ante nuestros ojos bajo el acantilado como si todo hubiera ocurrido allí mismo, frente a la terraza donde él bebía su café y yo mi té con yerbabuena. Cuando ocurrieron los hechos era capitán, puntualizó. Patrulla de rutina con lancha armada –eso de la rutina lo dijo mirando un punto indefinido del horizonte–, contacto radar a poniente de Tres Forcas, procedimiento habitual. Por pura casualidad había otra patrulla en tierra, enlazada por radio –seguía mirando el horizonte cuando pronunció la palabra casualidad–; y entre una y otra, dentro de Cala Tramontana e igual que un pajarito en su nido, una planeadora intrusa en aguas marroquíes, muy pegada a la costa, metiendo a bordo una carga de hachís con una patera abarloada. Voz de alto, foco, bengala iluminante con paracaídas recortando las piedras de isla Charranes sobre el agua lechosa, voces reglamentarias y un par de tiros al aire en plan disuasorio. Por lo visto, la planeadora –baja, larga, fina como una aguja, pintada de negro, motor fueraborda– tenía problemas de arranque, porque tardó en moverse. A la luz del foco y la bengala, Benamú vio dos siluetas a bordo: una en el sitio del piloto, y otra corriendo a popa para soltar el cabo de la patera, donde había otros dos hombres que en ese momento tiraban por la borda los fardos de droga que no había embarcado la planeadora. Rateaba el motor sin llegar a ponerse en marcha; y Benamú –ateniéndose al reglamento, fue el matiz entre dos sorbos de café– ordenó a su marinero de proa que soltara una ráfaga con la 12.7, tirando a dar. Sonó como suenan esas cosas, tacatacatá. Ruidoso, claro. Según Benamú, impresionaba. Otra bengala. Los de la patera alzaron las manos, y en ese momento la lancha se encabritó, levantando espuma con la hélice, y el hombre que estaba de pie a popa cayó al agua. La ametralladora de la patrullera seguía tirando, taca, taca, taca, y los gendarmes de tierra la secundaron tímidamente al principio, pan, pan, y luego con más entusiasmo. Parecía la guerra. La última bengala y el foco alumbraban los rebotes y piques de las balas en el agua, y de pronto la planeadora soltó un rugido más fuerte y salió de estampida en línea recta; de manera que cuando miraron hacia el norte ya se había perdido en la oscuridad. Así que se acercaron a la patera, detuvieron a los ocupantes –dos marroquíes– y pescaron del agua tres fardos de hachís y a un español que tenía una bala del 12.7 en un muslo –Benamú señaló la circunferencia de su taza de café–. Un boquete así. Interrogado mientras se le prestaba la debida atención médica, el español dijo llamarse Veiga y ser marinero de una planeadora contrabandista que patroneaba un tal Santiago Fisterra; y que era ese Fisterra quien se les había escurrido entre las manos en Cala Tramontana. Dejándome tirado, recordaba Benamú oír lamentarse al preso. El comandante también creía recordar que al tal Veiga, juzgado dos años más tarde en Alhucemas, le cayeron quince años en la prisión de Kenitra –al mencionarla me miró como recomendándome que nunca incluyera ese lugar entre mis residencias de verano–, y que había cumplido la mitad. ¿Delación? Benamú repitió esa palabra un par de veces, cual si le resultara completamente ajena; y, mirando de nuevo la extensión azul cobalto que nos separaba de las costas españolas, movió la cabeza. No recordaba nada al respecto. Tampoco había oído hablar nunca de ningún Dris Larbi. La Gendarmería Real tenía un competente servicio de información propio, y su vigilancia costera resultaba altamente eficaz. Como la Guardia Civil de ustedes, apuntó. O más. La de Cala Tramontana había sido una actuación rutinaria, un brillante servicio como tantos otros. La lucha contra el crimen, y todo eso.
Tardó casi un mes en regresar, y lo cierto es que ella no esperaba verlo nunca más. Su fatalismo sinaloense llegó a creerlo ausente para siempre –es de los que no se quedan, había dicho Dris Larbí–, y ella aceptó esa ausencia del mismo modo que ahora aceptaba su reaparición. En los últimos tiempos, Teresa comprendía que el mundo giraba según reglas propias e impenetrables; reglas hechas de albures –en el sentido bromista que en México daban a esa palabra– y azares que incluían apariciones y desapariciones, presencias y ausencias, vidas y muertes. Y lo más que ella podía hacer era asumir esas reglas como suyas, flotar sintiéndose parte de una descomunal broma cósmica mientras era arrastrada por la corriente, braceando para seguir a flote, en vez de agotarse pretendiendo remontarla, o entenderla. De ese modo había llegado a la convicción de que era inútil desesperarse o luchar por nada que no fuese el momento concreto, el acto de inspiración y espiración, los sesenta y cinco latidos por minuto –el ritmo de su corazón siempre había sido lento y regular– que la mantenían viva. Era absurdo gastar energías en disparos contra las sombras, escupiendo al cielo, incomodando a un Dios ocupado en tareas más importantes. En cuanto a sus creencias religiosas –las que había traído consigo desde su tierra y sobrevivían a la rutina de aquella nueva vida–, Teresa seguía yendo a misa los domingos, rezaba mecánicamente sus oraciones antes de dormir, padrenuestro, avemaría, y a veces se sorprendía a sí misma pidiéndole a Cristo o a la Virgencita –un par de veces invocó también al santo Malverde– tal o cual cosa. Por ejemplo, que el Güero Dávila esté en la gloria, amén. Aunque sabía muy bien que, pese a sus buenos deseos, era improbable que el Güero estuviera en la pinche gloria. De fijo ardía en los infiernos, el muy perro, lo mismo que en las canciones de Paquita la del Barrio –¿estás ardiendo, inútil?–. Como el resto de sus oraciones, aquélla la encaraba sin convicción, más por protocolo que por otra cosa. Por costumbre. Aunque tal vez en lo del Güero la palabra era lealtad. En todo caso, lo hacía a la manera de quien eleva una instancia a un ministro poderoso, con pocas esperanzas de ver cumplido su ruego.
No rezaba por Santiago Fisterra. Ni una sola vez. Ni por su bienestar ni por su regreso. Lo mantenía al margen de forma deliberada, negándose a vincularlo de modo oficial a la médula del problema. Nada de repeticiones o dependencias, se había jurado a sí misma. Nunca más. Y sin embargo, la noche en que regresó a su casa y lo encontró sentado en los escalones igual que si se hubieran despedido unas horas antes, sintió un alivio extremo, y una alegría fuerte que la sacudió entre los muslos, en el vientre y en los ojos, y la necesidad de abrir la boca para respirar bien hondo. Fue un momento cortito, y luego se encontró calculando los días exactos que habían transcurrido desde la última vez, echando la cuenta de lo que se empleaba en ir de acá para allá y el regreso, kilómetros y horas de viaje, horarios adecuados para llamadas telefónicas, tiempo que tarda una carta o una tarjeta postal en ir del punto A al punto B. Pensaba en todo eso, aunque no hizo ningún reproche, mientras él la besaba, y entraban en la casa sin pronunciar palabra, e iban al dormitorio. Y seguía pensando en lo mismo cuando él se quedó quieto, tranquilo al fin, aliviado, de bruces sobre ella, y su respiración entrecortada fue apaciguándose contra su cuello.