¡Chof!

Ahora la señal de la Hachejota estaba más próxima en el radar, acercándose implacable. Lanzada a toda potencia con mar llana, la planeadora resultaba inalcanzable; pero con marejada sufría demasiado, y la ventaja era de los perseguidores. Teresa miró atrás y al través de estribor haciendo visera con la mano bajo la luz, esperando verla aparecer de un momento a otro. Agarrada lo mejor que podía, agachando la cabeza cada vez que un roción de espuma saltaba sobre la proa, sentía doloridos los riñones de los continuos pantocazos. A ratos observaba el perfil testarudo de Santiago, sus rasgos tensos goteando agua salada, los ojos deslumbrados atentos a la noche. Las manos crispadas sobre el timón de la Phantom, dirigiéndola con pequeñas y hábiles sacudidas, sacando el máximo partido de las quinientas vueltas extra del motor trucado, del grado de inclinación de la cola, y de la quilla plana que en algunos prolongados saltos parecía volar, como si la hélice sólo tocara el agua de vez en cuando, y otras veces golpeaba con estrépito, crujiendo de manera que el casco parecía a punto de desarmarse en pedazos.

–¡Ahí está!

Y ahí estaba: una fantasmal sombra por momentos gris, por momentos azul y blanca, que se iba adentrando en el campo de luz proyectada por el helicóptero con grandes ráfagas de agua, su casco peligrosamente cerca. Entraba y salía de la luz como un muro enorme o un cetáceo monstruoso que corriera sobre el mar, y el foco que ahora también los iluminaba desde la turbolancha, coronado por un destello azul intermitente, parecía un ojo maligno. Sorda por el rugido de los motores, agarrada donde podía, empapada por los rociones, sin osar frotarse los ojos, que le escocían de sal, por miedo a verse lanzada fuera, Teresa observó que Santiago abría la boca para gritar algo que no llegó a sus oídos, y después lo vio llevar la mano derecha a la palanca de trimado de la cola, levantar el pie del acelerador para reducir gas bruscamente mientras metía el timón a babor, y pisar de nuevo, proa al faro de Punta Carnero. El tijeretazo les hizo esquivar el foco del helicóptero y la proximidad de la Hachejota; pero el alivio de Teresa duró el tiempo brevísimo que tardó en darse cuenta de que corrían directos a tierra casi por el límite entre los sectores rojo y blanco del faro, hacia los cuatrocientos metros de piedras y arrecifes de La Cabrita. No requetechingues, murmuró. El foco de la turbolancha los perseguía ahora desde atrás, a popa, ayudado por el helicóptero que otra vez volaba junto a ellos. Y entonces, cuando Teresa, crispadas las manos en los agarres, todavía intentaba calcular los pros y los contras, vio el faro delante y arriba, demasiado cerca, pasar del rojo al blanco. No necesitaba el radar para saber que estaban a menos de cien metros de las piedras, y que la sonda disminuía rápidamente. Todo bien requetegacho. O afloja o nos estrellamos, se dijo. Y a esta pinche velocidad ni siquiera puedo arrojarme al mar. Al mirar atrás vio el foco de la Hachejota abrirse poco a poco, cada vez más lejos, a medida que sus tripulantes tomaban resguardo para evitar la restinga. Santiago mantuvo el rumbo un poco más, echó un vistazo sobre el hombro hacia la Hachejota, miró la sonda y luego al frente, donde la claridad lejana de Gibraltar silueteaba en oscuro La Cabrita. Espero que no, pensó asustada Teresa. Espero que no se le ocurra meterse por mitad del caño que hay entre las piedras: ya lo hizo una vez, pero era de día y no corríamos tanto como hoy. En ese momento Santiago redujo gas de nuevo, metió el timón a estribor, y pasando bajo la panza del helicóptero, cuyo piloto lo hizo ascender bruscamente para evitar la antena de radar de la Phantom, cruzó no por el caño sino sobre la punta exterior de la restinga, con la masa negra de La Cabrita tan cerca que Teresa pudo oler sus algas y oír el eco del motor en las paredes rocosas del acantilado. Y de pronto, todavía con la boca abierta y los ojos desorbitados, se vio al otro lado de Punta Carnero: la mar mucho más tranquila que afuera, y la Hachejota otra vez a un par de cables a causa del arco que había descrito para abrirse del rumbo. El helicóptero volvía a pegárseles a popa, pero ya no era más que una compañía incómoda, sin consecuencias, mientras Santiago subía el motor al máximo, 6.300 revoluciones, y la Phantom cruzaba la bahía de Algeciras a cincuenta y cinco nudos, planeando sobre la mar llana hacia la embocadura del puerto de Gibraltar. Padrísimo. Cuatro millas en cinco minutos, con una leve maniobra para eludir un petrolero fondeado a medio camino. Y cuando la Hachejota abandonó la persecución y el helicóptero empezó a distanciarse y ganar altura, Teresa se incorporó a medias en la planeadora y, todavía iluminada por el foco, le hizo al piloto un elocuente corte de mangas. Adiós, cabrooooón. Tres veces te engañé, y ahí nos vemos, zopilote. En la tasca de Kuki.

6. Me estoy jugando la vida, me estoy jugando la suerte

Localicé a Óscar Lobato con una llamada telefónica al Diario de Cádiz. Teresa Mendoza, dije. Escribo un libro. Quedamos en comer al día siguiente en la Venta del Chato, un antiguo restaurante junto a la playa de Cortadura. Acababa de aparcar en la puerta, frente al mar, con la ciudad a lo lejos, soleada y blanca al extremo de su península de arena, cuando Lobato bajó de un baqueteado Ford lleno de periódicos viejos y con el cartel de Prensa escondido detrás del parabrisas. Antes de venir a mi encuentro estuvo charlando con el guardacoches y le dio una palmada en la espalda, que el otro agradeció como una propina. Lobato era simpático, hablador, inagotable en anécdotas e informaciones. Quince minutos más tarde ya éramos íntimos, y yo había ampliado mis conocimientos sobre la venta –una auténtica venta de contrabandistas, con dos siglos de historia–, sobre la composición de la salsa que nos sirvieron con el venado, sobre el nombre y la utilidad de todos y cada uno de los centenarios enseres que decoraban las paredes del restaurante, y sobre el garum, la salsa de pescado favorita de los romanos cuando aquella ciudad se llamaba Gades y los turistas viajaban en trirreme. Antes del segundo plato supe también que estábamos cerca del Observatorio de Marina de San Fernando, por donde pasa el meridiano de Cádiz, y que en 1812 las tropas de Napoleón que asediaban la ciudad –no llegaron a la puerta de Tierra, precisó Lobato– tenían allí uno de sus campamentos.

–¿Viste la película Lola la Piconera?

Nos tuteábamos desde hacía rato. Le dije que no; que no la había visto; y entonces me la contó de cabo a rabo. Juanita Reina, Virgilio Teixeira y Manuel Luna. Dirigida por Luis Lucia en 1951. Y según la leyenda, falsa por, supuesto, a la Piconera la fusilaron los gabachos exactamente aquí. Heroína nacional, etcétera. Y esa copla. Que viva la alegría y la pena que se muera, Lola, Lolita la Piconera. Se me quedó mirando mientras yo ponía cara de estar interesadísimo en todo aquello, guiñó un ojo, le dio un tiento a su copa de Yllera –acabábamos de descorchar la segunda botella– y se puso a hablar de Teresa Mendoza sin transición alguna. Por las buenas.

–Esa mejicana. Ese gallego. Ese hachís arriba y abajo, con todo cristo jugando a las cuatro esquinas... Tiempos épicos –suspiró, con su gotita de nostalgia en mi honor–. Tenían su peligro, claro. Gente dura. Pero no había la mala leche que hay ahora.

Seguía siendo reportero, acotó. Como entonces. Un puto reportero de infantería, valga la expresión. Y a mucha honra. Al fin y al cabo no sabía hacer otra cosa.

Le gustaba su oficio, aunque siguieran pagando la misma mierda que diez años atrás. Después de todo, su mujer llevaba un segundo sueldo a casa. Sin hijos que dijeran tenemos hambre, papi.

–Eso –concluyó– te da más liberté, egalité y fraternité.

Hizo una pausa para corresponder al saludo de unos políticos locales trajeados de oscuro que ocuparon una mesa próxima –un concejal de cultura y otro de urbanismo, susurró a media voz. No tienen ni el bachillerato–, y luego siguió con Teresa Mendoza y el gallego. Se los encontraba de vez en cuando por La Línea y por Algeciras, con su cara de india medio guapita ella, muy morena y aquellos ojazos grandes, de venganza, que tenía en la cara. No era gran cosa, más bien menudilla, pero cuando se arreglaba quedaba aparente. Con bonitas tetas, por cierto. No muy grandes, pero así –Lobato acercaba las manos y apuntaba los índices hacia fuera, como los pitones de un toro–. Un poco hortera de indumento, al estilo de las chavalas de los del hachís y el tabaco, aunque menos aparatosa: pantalones muy ceñidos, camisetas, tacones altos y todo eso. Arregla pero informal. No se mezclaba mucho con las otras. Tenía dentro su puntito de clase, aunque no se pudiera precisar en qué afloraba eso. Quizás hablando, porque lo hacía suave, con su acento tan cariñoso y educado. Con esos hermosos arcaísmos que utilizan los mejicanos. A veces, cuando se peinaba con moño, la raya al medio y el pelo muy tirante para atrás, lo de la clase se le notaba más. Como Sara Montiel en Veracruz. Veintialguno, debía de tener. Años. A Lobato le llamaba la atención que nunca usara oro, sino plata. Pendientes, pulseras. Todo plata, y escasa. Algunas veces se ponía siete aros juntos en una muñeca, semanario le parecía que se llamaban. Cling, cling. Lo recordaba por el tintineo.


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