Después todo fue normal hasta la costa. Iban con retraso y el Estrecho estaba como un plato de sopa, así que Santiago subió el trim de la cola del cabezón y puso la Phantom a correr hacia el norte. Teresa lo sentía incómodo, forzando el motor con brusquedad y con prisas, como si aquella noche deseara especialmente acabar de una vez. No pasa nada, respondió evasivo cuando ella preguntó si algo no iba bien. No pasa nada de nada. Estaba lejos de ser un tipo hablador, pero Teresa intuyó que su silencio era más preocupado que otras veces. Las luces de La Línea clareaban a poniente, por el través de babor, cuando los dos resplandores gemelos de Estepona y Marbella aparecieron en la proa, más visibles entre pantocazo y pantocazo, la luz del faro de la primera bien clara a la izquierda: un destello seguido de otros dos, cada quince segundos. Teresa acercó la cara al cono de goma del radar para ver si podía calcular la distancia a tierra, y entonces, sobresaltada, vio un eco en la pantalla, inmóvil una milla a levante. Observó con los prismáticos en esa dirección; y al no ver luces rojas ni verdes temió que se tratara de una Hachejota apagada y al acecho. Pero el eco desapareció al segundo o tercer barrido de la pantalla, y eso la hizo sentirse más tranquila. Tal vez la cresta de una ola, concluyó. O quizás otra planeadora que esperaba su momento de acercarse a la costa.

Quince minutos después, en la playa, el viaje se torció bien gacho. Focos por todas partes, cegándolos, y gritos, alto a la Guardia Civil, alto, alto, decían, y luces azules que destellaban en la rotonda de la carretera, y los hombres que descargaban, el agua por la cintura, inmóviles con los fardos en alto o dejándolos caer o corriendo inútilmente entre chapoteos. Santiago bien iluminado a contraluz, agachándose sin decir palabra, ni una queja, ni una blasfemia, nada en absoluto, resignado y profesional, para darle atrás a la Phantom, y después, apenas el casco dejó de rozar la arena, todo el volante a babor y el pedal pisado a fondo, roooaaaar, corriendo a lo largo de la orilla en apenas tres palmos de agua, la lancha primero encabritada como si fuera a levantar la proa hasta el cielo y luego dando breves pantocazos a todo planeo en el agua mansa, zuaaaas, zuaaaas, alejándose en diagonal de la playa y de las luces en busca de la oscuridad protectora del mar y de la claridad lejana de Gibraltar, veinte millas al sudoeste, mientras Teresa agarraba por las asas, uno tras otro, los cuatro fardos de veinte kilos que habían quedado a bordo, levantándolos para arrojarlos fuera, con el rugido del cabezón ahogando cada zambullida mientras se hundían en la estela.

Fue entonces cuando cayó sobre ellos el pájaro: Oyó el rumor de sus palas arriba y atrás, levantó la vista; y tuvo que cerrar los ojos y apartar la cara porque en ese momento la deslumbró un foco desde lo alto, y el extremo de un patín iluminado por aquella luz osciló a un lado y a otro muy cerca de su cabeza, obligándola a agacharse mientras apoyaba las manos en los hombros de Santiago; sintió bajo la ropa de éste sus músculos tensos, encorvado como estaba sobre el volante, y vio su rostro iluminado a ráfagas por el foco de arriba, toda la espuma que saltaba en salpicaduras mojándole la cara y el pelo, más chilo que nunca; ni cuando cogían y ella lo miraba de cerca y se lo habría comido todo después de lamerlo y morderlo y arrancarle la piel a tiras estaba de guapo como en ese momento, tan obstinado y seguro, atento al volante y a la mar y al gas de la Phantom, haciendo lo que mejor sabía hacer en el mundo, peleando a su manera contra la vida y contra el destino y contra aquella luz criminal que los perseguía como el ojo de un gigante malvado. Los hombres se dividen en dos grupos, pensó ella de pronto. Los que pelean y los que no. Los que aceptan la vida como viene y dicen chale, ni modo, y cuando se encienden los focos levantan los brazos en la playa, y los otros. Los que hacen que a veces, en mitad de un mar oscuro, una mujer los mire como ahora yo lo miro a él.

Y en cuanto a las mujeres, pensó. Las mujeres se dividen, empezó a decirse, y no terminó de decirse nada porque dejó de pensar cuando el patín del pinche pájaro, a menos de un metro sobre sus cabezas, vino a oscilar ; cada vez más cerca. Teresa golpeó el hombro izquierdo de Santiago para advertirle, y éste se limitó a asentir una vez, concentrado en gobernar la lancha. Sabía que por mucho que se acercara el helicóptero nunca llegaría a golpearlos, salvo por accidente. Su piloto era demasiado hábil para permitir que eso ocurriera; porque, en tal caso, perseguidores y perseguidos se irían juntos abajo. Aquélla era una maniobra de acoso, para desconcertarlos y hacerles cambiar el rumbo, o cometer errores, o acelerar hasta que el motor, llevado al límite, se fuera a la chingada. Ya había ocurrido otras veces. Santiago sabía –y Teresa también, aunque ese patín tan próximo la asustara– que el helicóptero no podía hacer mucho más, y que el objeto de su maniobra era obligarlos a pegarse a la costa, para que la línea recta que la planeadora debía seguir hasta Punta Europa y Gibraltar se convirtiera en una larga curva que prolongase la caza y diera tiempo a que los de la planeadora perdieran los nervios y varasen en una playa, o a que la Hachejota de Aduanas llegase a tiempo para abordarlos.

La Hachejota. Santiago indicó el radar con un gesto, y Teresa se movió de rodillas por el fondo de la bañera, notando los golpes del agua bajo el pantoque, para pegar la cara al cono de goma del Furuno. Agarrada a la banda y al asiento de Santiago, con la intensa vibración que el motor transmitía al casco entumeciéndole las manos, observó la línea oscura que cada barrido les dibujaba a estribor, cerquísima, y la extensión clara al otro lado. En media milla estaba todo limpio; pero al duplicar el alcance en la pantalla encontró la esperada mancha negra moviéndose con rapidez a ocho cables, resuelta a cortarles el paso. Pegó la boca a la oreja de Santiago para gritárselo por encima del rugir del motor, y lo vio asentir de nuevo, fijos los ojos en el rumbo y sin decir palabra. El pájaro bajó un poco más, el patín casi tocando la banda de babor, y volvió a elevarse sin lograr que Santiago desviase un grado la ruta: seguía encorvado sobre el volante, concentrado en la oscuridad a proa, mientras las luces de la costa corrían a lo largo de la banda de estribor: primero Estepona con la iluminación de su larga avenida y el faro extremo, luego Manilva y el puerto de la Duquesa, con planeadora a cuarenta y cinco nudos ganando poco a poco mar abierto. Y fue entonces, al comprobar por segunda vez el radar, cuando Teresa vio el eco negro de la Hachejota demasiado cerca, más rápido de lo que pensaba –, a punto de entrarles por la izquierda; y al mirar en esa dirección distinguió entre la neblina del aguaje, pese al resplandor blanco del foco del helicóptero, el centelleo azul de su señal luminosa cerrándoles cada vez más. Eso planteaba la alternativa de costumbre: varar en la playa o tentar la suerte mientras el flanco amenazador que se iba perfilando en la noche se acercaba dando bandazos, golpes con la amura procurando romperles el casco, parar el motor, tirarlos al agua. El radar ya estaba de más, así que moviéndose de rodillas –sentía los violentos pantocazos de la lancha en los riñones– Teresa se situó otra vez detrás de Santiago, las manos en sus hombros para prevenirlo sobre los movimientos del helicóptero y la turbolancha; derecha e izquierda, cerca y lejos; y cuando le sacudió cuatro veces el hombro izquierdo porque la pinche Hachejota era ya un muro siniestro que se abalanzaba sobre ellos, Santiago levantó el pie del pedal para quitarle de golpe cuatrocientas vueltas al motor, bajó el power trim con la mano derecha, metió todo el volante a la banda de babor, y la Phantom, entre la nube de su propio aguaje, describió una curva cerrada, padrísima, que cortó la estela de la turbolancha aduanera, dejándola un poco atrás en la maniobra.


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