–Fueron amantes?

Cerró los cuadernos dirigiéndome una mirada larga, evaluativa. Sin duda consideraba si aquella pregunta respondía a curiosidad malsana o a interés profesional.

–No lo sé –respondió al fin–. Entre las chicas se rumoreaba, dato. Pero esas cosas se rumorean siempre. O'Farrell era bisexual. Eso como mínimo, ¿no?... Y la verdad es que había mantenido relaciones con algunas reclusas antes de la llegada de Mendoza; pero respecto a ellas dos, nada puedo decirle con seguridad.

Después de mordisquearme los cordones de los zapatos, el gato gordo y gris se frotaba contra mis pantalones, llenándolos de pelos felinos. Mordí el extremo del bolígrafo, estoico.

–¿Cuánto tiempo pasaron juntas?

–Un año como compañeras de celda, y luego salieron con diferencia de pocos meses... Tuve ocasión de tratar a las dos: callada y casi tímida Mendoza, muy observadora, muy prudente, con aquel acento mejicano que; la hacía parecer tan mansa y correcta... Quién lo hubiera dicho luego, ¿no?... O'Farrell era el polo opuesto: amoral, desinhibida, siempre con una actitud entre superior y frívola. De mucho mundo. Una aristócrata golfa que condescendiera a tratar con el pueblo. Sabía utilizar el dinero, que en la cárcel pesaba mucho. Comportamiento irreprochable, el suyo. Ni una sanción en los tres años y medio que pasó dentro, fíjese, a pesar de que adquiría y consumía estupefacientes... Ya le digo que era demasiado lista para buscarse problemas. Parecía considerar su estancia en prisión como unas vacaciones inevitables, y esperaba a que pasaran sin hacerse mala sangre.

El gato que se frotaba contra mis pantalones enganchó las uñas en un calcetín, así que lo alejé con un puntapié discreto que me valió un breve silencio censor de mi interlocutora. De cualquier modo –prosiguió tras la incómoda pausa, llamando al gato sobre sus rodillas, ven aquí, Anubis, precioso–, O'Farrell era una mujer hecha, con personalidad; y la recién llegada resultó muy influenciada por ella: buena familia, dinero, apellido, una cultura... Gracias a su compañera de celda, Mendoza descubrió la utilidad de la instrucción. Ésa fue la parte positiva del influjo; le inspiró deseos de superarse, de cambiar. Leyó, estudió. Descubrió que no hace falta depender de un hombre. Tenía facilidad para las matemáticas y el cálculo, y encontró oportunidad para desarrollarlas en los programas de educación para reclusas, que entonces permitían redimir día por día de condena. En sólo un año se graduó en un curso de matemáticas elementales, en otro de lengua y ortografía, y mejoró mucho en inglés. Se convirtió en lectora voraz, y al final lo mismo la encontrabas con una novela de Agatha Christie que con un libro de viajes o de divulgación científica. Y fue O'Farrell quien la animó a todo eso. El abogado de Mendoza era un gibraltareño que la dejó tirada a poco de ingresar en prisión; y por lo visto también se quedó con el dinero, que no sé si era mucho o poco. En El Puerto de Santa María no tuvo ningún vis a vis –algunas reclusas conseguían falsos certificados de convivencia para ser visitadas por hombres–, ni nadie fue a verla. Estaba completamente sola. Así que O'Farrell le hizo todos los recursos y papeleo para que consiguiera la libertad condicional y el tercer grado. Tratándose de otra persona, todo eso habría facilitado quizás una reinserción. Al salir en libertad, Mendoza pudo haber encontrado un trabajo decente: aprendía rápido, tenía instinto, una cabeza serena y un coeficiente de inteligencia alto –la asistente social había vuelto a consultar sus cuadernos–, que rebasaba con creces el 130. Lamentablemente, su amiga O'Farrell estaba demasiado encanallada. Ciertos gustos, ciertas amistades. Ya sabe –me miraba como si dudara que yo lo supiera–. Ciertos vicios. Entre mujeres, prosiguió, determinadas influencias o relaciones son más fuertes que entre los hombres. Y luego estaba aquello que se dijo: la historia de la cocaína perdida y lo demás. Aunque en la cárcel –el tal Anubis ronroneaba mientras su dueña le pasaba la mano por el lomo– siempre corren historias de ésas a cientos. Así que nadie creyó que fuera verdad. Absolutamente nadie, insistió tras un silencio pensativo, sin dejar de acariciar al gato. Aun ahora, transcurridos nueve años y pese a cuanto se había publicado al respecto, la asistente social seguía convencida de que lo de la cocaína se trataba de una leyenda.

–Pero ya ve lo que son las cosas. Primero fue O'Farrell quien cambió a la Mejicana; y luego, según dicen, ésta se adueñó por completo de la vida de la otra. ¿No?... Como para fiarse de las mosquitas muertas.

En cuanto a mi, siempre tendré presente al joven soldado de pálida tez y brillantes ojos, y cuando el ángel de la muerte descienda, estoy seguro de reconocer en él a Selim...

El día que cumplió veinticinco años –le habían quitado la última escayola del brazo una semana atrás–, Teresa puso una marca en la página 579 de aquel libro que la tenía fascinada; nunca antes pensó que una misma pudiera proyectarse con tal intensidad en lo que leía, de forma que lector y protagonista fuesen uno solo. Y Pati O'Farrell tenía razón: más que el cine o la tele, las novelas permitían vivir cosas para las que no bastaba una sola vida. Ésa era la extraña magia que la mantenía atada a aquel volumen cuyas páginas empezaban a descoserse de puro viejas, y que Pati hizo arreglar tras cinco días de impaciente espera por parte de Teresa, interrumpida la lectura en el capítulo XXVII –Las catacumbas de San Sebastián– porque, según dijo Pati, no se trata sólo de leer libros, Mejicana, sino del placer físico y el consuelo interior que da tenerlos en las manos. Así que para intensificar ese placer y ese consuelo, Pati fue con el libro al taller de encuadernación para internas, y allí encargó que descosieran los cuadernillos de papel para volver a coserlos con cuidado, y luego encuadernarlos de nuevo con cartón, engrudo y papel decorado para las guardas interiores, y una linda cubierta de piel marrón con letras doradas en el lomo donde podía leerse: Alejandro Dumas; y debajo: El conde de Montecristo. Y abajo del todo, con letritas también doradas y más pequeñas, las iniciales T. M. C. del nombre y apellidos de Teresa.

–Es mi regalo de cumpleaños.

Eso dijo Pati O'Farrell devolviéndoselo a la hora del desayuno, después del primer recuento del día. El libro venía muy bien envuelto, y Teresa sintió ese placer especial del que su compañera había hablado cuando volvió a tenerlo consigo, pesado y suave con las nuevas cubiertas y aquellas letras doradas. Y Pati la miraba de codos sobre la mesa, taza de achicoria en una mano y cigarrillo encendido en la otra, observando su alegría. Y repitió feliz cumpleaños, y las otras compañeras también festejaron a Teresa, el próximo en la calle, dijo una, con un buen semental cantándote las mañanitas mientras te despiertas, y yo que lo vea. Y luego, por la noche, después del quinto recuento, en vez de bajar al comedor para la cena –el asqueroso fletán empanado y la fruta demasiado madura de costumbre–, Pati se arregló con las boquis para una pequeña fiesta privada en el chabolo, y pusieron casetes con rolas de Vicente Fernández, Chavela Vargas y Paquita la del Barrio, todas de aquel rumbo y bien chingonas, y después de entornar la puerta Pati sacó una botella de tequila que había conseguido quién sabe cómo, una auténtica Don Julio que alguna funcionaria había metido de fayuca, previo pago de la lana quintuplicada de su importe, y se la pistearon a escondidas, disfrutando de lo criminal que estaba, en compañía de algunas colegas que se sumaron al desmadre sentadas en los catres y en la silla y hasta en el tigre, como Carmela, una gitana grandota y mayor, mechera de oficio, que le hacía trabajos de limpieza a Pati y lavaba sus sábanas –también la ropa de Teresa mientras tuvo enyesado el brazo– a cambio de que la Teniente O'Farrell ingresara pequeñas cantidades mensuales'en su peculio. Las acompañaban Conejo, la bibliotecaria envenenadora, la piquera Charito, que estaba allí por tomadora del dos en la feria del Rocío y en la de Abril y en la que hiciera falta, y Pepa Trueno, alias Patanegra, que se había cargado a su marido con un cuchillo de cortar jamón del bar que ambos regentaban en la N–IV, y contaba muy orgullosa que a ella el divorcio le había costado veinte años y un día, pero ni un duro. Teresa se puso el semanario de plata en la mano derecha, para estrenar muñeca nueva, y los aros le tintineaban alegres a cada trago. El fandango duró hasta el recuento de las once. Hubo parchís, que era el juego taleguero por excelencia, y latas de conservas, y pastillas para animarse el chocho –que decía muy gráficamente Carmela entre risas de faraona maruja–, y canutos de una china bastante gruesa convertida en humo, chistes y risas, mientras Teresa pensaba hay que ver con la España y la Europa de la chingada, con sus reglamentos y sus historias y su mirarnos por encima del hombro a los corruptos mejicanos, imposible conseguir aquí unas chelas –garimbas, llamaban sus compañeras a las cervezas–, y ya ves. De pastillas y chocolate y una botella de vez en cuando, de eso no se privan algunas si tratan con la boqui adecuada y tienen con qué pagarlo.


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