Llegó Tony. Todavía joven, barbudo, un aro en una oreja, la piel bronceada por muchos veranos marbellíes. Una camiseta estampada con el toro de Osborne. Un profesional de la costa, hecho a vivir de los turistas, sin complejos. Sin sentimientos aparentes. En el tiempo que llevaba allí, Teresa no lo había visto nunca enojado ni de buen humor, ilusionado por algo o decepcionado por nada. Dirigía el chiringuito con desapasionada eficacia, ganaba su buen dinero, era cortés con los clientes e inflexible con los pelmazos y los buscapleitos. Guardaba bajo el mostrador un bate de béisbol para las emergencias y servía gratis carajillos de coñac por la mañana y gintonics fuera de horas de servicio a los guardias municipales que patrullaban las playas. Cuando Teresa fue a buscarlo, a poco de salir de El Puerto, Tony la miró bien mirada y luego dijo que unos amigos de una amiga habían pedido que le diera trabajo, y que por eso se lo daba. Nada de drogas aquí, nada de alcohol delante de los clientes, nada de ligar con ellos, nada de meter mano en la caja o te pongo en la puta calle; y si se trata de la caja, además, te rompo la cara. La jornada son doce horas, más el tiempo que tardes en recoger cuando cerramos, y empiezas a las ocho de la mañana. Lo tomas o lo dejas. Teresa lo había tomado. Necesitaba una chamba legal para mantener vigente la libertad vigilada, para comer, para dormir bajo un techo. Y Tony y su chiringuito eran tan buenos o tan malos como cualquier otra cosa.
Acabó el carrujito de hachís con la brasa quemándole las uñas, y liquidó el resto de tequila y naranja de un último trago. Los primeros bañistas empezaban a llegar con sus toallas y sus cremas bronceadoras. El pescador de la caña seguía en la orilla y el sol estaba cada vez más alto en el cielo, entibiando la arena. Un hombre de buen aspecto hacía ejercicio más allá de las tumbonas, reluciente de sudor igual que un caballo después de una carrera larga. Casi podía olérsele la piel. Teresa lo estuvo mirando un rato, el vientre plano, los músculos de la espalda tensos a cada flexión y cada giro del torso. De vez en cuando se detenía a recobrar aliento, las manos en las caderas y la cabeza baja, mirando el suelo como si pensara, y ella lo observaba con sus propias cosas rondándole la cabeza. Vientres planos, músculos dorsales. Hombres con pieles curtidas oliendo a sudor, encelados bajo el pantalón. Chale. Tan fácil que era hacerse con ellos, y sin embargo qué difícil, a pesar de todo y de lo previsibles que eran. Y qué simple podía llegar a ser una morra cuando pensaba con la panochita, o simplemente cuando pensaba tanto que al final terminaba igual, pensando con aquello mismo, apendejada nomás de puro lista. Desde que estaba en libertad, Teresa había tenido un único encuentro sexual: camarero joven de chiringuito al otro extremo de la playa, sábado por la noche en que, en vez de irse a la pensión, ella permaneció por allí, tomándose unos tragos y fumando un poco sentada en la arena mientras miraba las luces de los pesqueros a lo lejos y se desafiaba a sí misma a no recordar. El camarero se le acercó en el momento justo, bien lanza y simpático hasta el punto de hacerla reír, y terminaron un par de horas más tarde en el coche de él, en un solar abandonado cerca de la plaza de toros. Fue un encuentro improvisado, al que Teresa asistió con más curiosidad que deseo real, atenta a sí misma, absorta en sus propias reacciones y sentimientos. El primer hombre en año y medio: algo por lo que muchas compañeras de talego habrían dado meses de libertad. Pero eligió mal el momento y la compañía, tan inadecuada como su estado de ánimo. Aquellas luces en el mar negro, decidió luego, tuvieron la culpa. El camarero, un chavo parecido al que hacía ejercicio en la playa junto a las tumbonas –ahí nomás saltaba ahora el recuerdo–, resultó egoísta y torpe; y el auto, y el preservativo que ella le hizo ponerse después de buscar mucho rato una farmacia de guardia, no mejoraron las cosas. Fue un encuentro decepcionante; incómodo hasta para que ella se bajara el zíper de los liváis en tan reducido espacio. Al acabar, el otro tenía visibles ganas de irse a dormir, y Teresa estaba insatisfecha y furiosa consigo misma, y más todavía con la mujer callada que la miraba tras el reflejo de la brasa del cigarrillo en el cristal: un puntito luminoso igual que el de aquellos pesqueros que faenaban en la noche y en sus recuerdos. Así que se puso de nuevo los tejanos, bajó del auto, los dos se dijeron ahí nos vemos, y al separarse ninguno había llegado a saber el nombre del otro, y que chingara a su madre aquel a quien le importase. Esa misma noche, al llegar a la pensión, Teresa tomó una ducha larga y caliente, y luego se emborrachó desnuda en la cama, boca abajo, hasta vomitar mucho rato entre arcadas de bilis y quedarse dormida al fin con una mano entre los muslos, los dedos dentro del sexo. Oía rumor de Cessnas y motores de planeadoras, y también la voz de Luis Miguel cantando en el casete sobre la mesilla, si nos dejan / si nos dejan / nos vamos a querer toda la vida.
Despertó esa misma noche, estremecida en la oscuridad, porque acababa de averiguar al fin, en sueños, lo que pasaba en la novelita mejicana de Juan Rulfo que ella nunca conseguía comprender del todo por más que la agarraba. Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre. Híjole. Los personajes de aquella historia estaban todos muertos, y no lo sabían.
–Tienes una llamada –dijo Tony.
Teresa dejó los vasos sucios en el fregadero, puso la bandeja sobre el mostrador y fue al extremo de la barra. Agonizaba un día duro, calor, batos sedientos y rucas con gafas oscuras y las chichotas al sol –ni vergüenza tenían algunas–, pidiendo todo el rato chelas y refrescos; y a ella le ardían la cabeza y los pies de cruzar como entre llamaradas hacia las tumbonas, de atender mesa tras mesa y sudar a chorros en aquel microondas de arena cegadora. Era media tarde y algunos bañistas empezaban a marcharse, pero todavía quedaban por delante un par de horas de trabajo. Secándose las manos en el delantal, sostuvo el teléfono. El respiro momentáneo y la sombra no la aliviaron gran cosa. Nadie la había llamado desde su salida de El Puerto, ni allí ni a ninguna otra parte, y tampoco podía imaginar motivos para que alguien lo hiciese ahora. Tony debía de pensar lo mismo, porque la miraba de reojo, secando vasos que alineaba encima de la barra. Aquello, concluyó Teresa, no podían ser buenas noticias.
–Bueno –dijo, suspicaz.
Reconoció la voz con la primera palabra, sin necesidad de que la otra dijera soy yo. Año y medio oyéndola día y noche era tiempo de sobra. Por eso sonrió y luego rió en voz alta, con franca alegría. Órale, mi Teniente. Qué padre oírte otra vez, carnalita. Cómo te trata la vida, etcétera. Reía feliz de veras al reencontrar al otro lado de la línea el tono seguro, aplomado, de quien sabía tomar las cosas como siempre fueron. De quien se conocía a sí misma y a los demás porque sabía mirarlos, y porque lo tenía aprendido de los libros y de la educación y de la vida, y hasta incluso más en los silencios que en las palabras de la gente. Y al mismo tiempo pensaba en un rincón de su cabeza, chale, no mames, ojalá yo pudiera hablar así de lindo a la primera, marcar un número de teléfono después de todo este tiempo y decir con tanta naturalidad cómo lo llevas, Mejicana, cacho perra, espero que me hayas echado de menos mientras te tirabas a media Marbella ahora que no te vigila nadie. Nos vemos o pasas de mí. Entonces Teresa había preguntado si de veras estaba fuera, y Pati O'Farrell respondió entre carcajadas claro que estoy fuera, gilipollas, fuera desde hace tres días y dándome homenaje tras homenaje para recobrar el tiempo perdido, homenajes por arriba y por abajo y por todas las partes que puedes imaginar, que ni duermo ni me dejan dormir, la verdad, y no me quejo lo más mínimo. Y entre una cosa y otra, cada vez que recupero el aliento o la conciencia me pongo a averiguar tu teléfono y por fin te encuentro, que ya era hora, para contarte que esas guarras de boquis funcionarias de mierda no pudieron con el viejo abate, que al castillo de If le pueden ir dando mucho por donde sabes, y que va siendo hora de que Edmundo Dantés y el amigo Faria tengan una conversación larga y civilizada, en algún sitio donde el sol no entre a través de una reja como si fuéramos catchers de ese béisbol gringo que jugáis en tu puto México. Así que he pensado que cojas un autobús, o un taxi si tienes dinero, o lo que quieras, y te vengas a Jerez porque justo mañana me hacen una pequeña fiesta, y –lo cortés no quita lo Moctezuma– reconozco que sin ti las fiestas se me hacen raras. Ya ves, chochito. Hábitos talegueros. Cosas de la costumbre.