En la esquina de la paletería La Michoacana, Teresa dejó atrás el mercado, las zapaterías y tiendas de ropa, y se internó calle abajo. El piso franco del Güero, su refugio para un caso de emergencia, estaba a pocos metros, en la segunda planta de un discreto edificio de apartamentos, con el portal frente a un carrito que vendía mariscos durante el día y tacos de carne asada por la noche. En principio, nadie salvo ellos dos conocía la existencia de aquel lugar: Teresa había estado sólo una vez, y el propio Güero lo frecuentaba poco, para no quemarlo. Subió la escalera procurando no hacer ruido, metió la llave en la cerradura y la hizo girar con cuidado. Sabía que allí no podía haber nadie; pero aun así revisó inquieta el apartamento, atenta a que algo no estuviera bien. Ni siquiera ese cantón es del todo seguro, había dicho el Güero. Tal vez alguien me haya visto, o sepa algo, o vete a suponer, en esta tierra culichi donde se conoce todo Dios. Y aunque no fuera eso, si es que me agarran, en caso de que caiga vivo podré callarme sólo un rato, antes de que me saquen la sopa a madrazos y empiece a cantarles rancheras y toda esa mala onda. Así que procura no dormirte en el palo como las gallinas, mi chula. Espero aguantar el tiempo necesario para que te fajes la lana y desaparezcas, antes de que ellos se dejen caer por allí. Pero no te prometo nada, prietita –seguía sonriendo al decir eso, el cabrón–. No te prometo nada.
El cantoncíto tenía las paredes desnudas, sin más decoración ni muebles que una mesa, cuatro sillas y un sofá, y una cama grande en el dormitorio con una mesilla y un teléfono. La ventana del dormitorio daba atrás, a un solar con árboles y arbustos que se utilizaba como estacionamiento, al extremo del cual se distinguían las cúpulas amarillas de la iglesia del Santuario. Un armario empotrado tenía doble fondo, y al desmontarlo Teresa encontró dos paquetes gruesos con fajos de cien dólares. Unos veinte mil, calculó su antigua experiencia de cambiadora de la calle Juárez. También estaba la agenda del Güero: un cuaderno grande con tapas de cuero marrón –ni lo abras, recordó–, un clavo de polvo como de trescientos gramos, y una enorme Colt Doble Águila de metal cromado y cachas de nácar. Al Güero no le gustaban las armas y nunca cargaba encima escuadra ni revólver –me vale madres, decía, cuando te buscan te encuentran–, pero guardaba aquélla como precaución para emergencias. Pa' qué te digo que no, si sí. Tampoco a Teresa le gustaban; pero como casi todo hombre, mujer o niño sinaloense sabía manejarlas. Y puestos a imaginar emergencias, el caso era exactamente aquél. De modo que comprobó que la Doble Águila tenía el cargador lleno, echó atrás el carro, y al soltarlo una bala del calibre 45 se introdujo en la recámara con chasquido sonoro y siniestro. Le temblaban las manos de ansiedad cuando lo metió todo en la bolsa que había traído consigo. A mitad de la operación la sobresaltó el tubo de escape de un coche que resonó abajo, en la calle. Estuvo muy quieta un rato, escuchando, antes de continuar. Junto a los dólares había dos pasaportes: el suyo y el del Güero. Los dos tenían visas norteamericanas vigentes. Contempló un momento la foto del Güero: el pelo al rape, los ojos de gringo mirando serenos al fotógrafo, el apunte de la eterna sonrisa a un lado de la boca. Tras dudar un instante metió sólo el suyo en la bolsa, y al inclinar el rostro y sentir lágrimas por la barbilla goteándole en las manos, cayó en la cuenta de que hacía un rato largo que lloraba.
Miró en torno con los ojos empañados, intentando pensar si olvidaba algo. Su corazón latía tan fuerte que parecía a punto de salírsele por la boca. Fue a la ventana, miró la calle que empezaba a oscurecerse con las sombras de la anochecida, el puesto de tacos iluminado por una bombilla y las brasas del fogón. Luego encendió un farito y anduvo unos pasos indecisos por el apartamento, dándole nerviosas chupadas. Tenía que irse de allí, pero no sabía adónde. Lo único claro era que tenía que irse. Estaba en la puerta del dormitorio cuando reparó en el teléfono, y un pensamiento le cruzó por la cabeza: don Epifanio Vargas. Era un lindo tipo, don Epifanio. Había trabajado con Amado Carrillo en los años dorados de puentes aéreos entre Colombia, Sinaloa y la Unión Americana, y siempre fue buen padrino para el Güero, muy cabal y cumplidor, hasta que invirtió en otros negocios y entró en política, dejó de necesitar avionetas y el piloto cambió de patrones. Le había ofrecido quedarse con él, pero al Güero le gustaba volar, aunque fuera para otros. Allá arriba uno es alguien, decía, y acá abajo simple burrero. Don Epifanio no se lo tomó a mal, e incluso le prestó una lana para la nueva Cessna, después de que la otra quedara arruinada tras un aterrizaje violento en una pista de la sierra, con trescientos kilos de doña Blanca dentro, bien empacados con su masking–tape, y dos aviones federales revoloteando fuera, las carreteras verdeando de guachos y los Errequince echando bala entre sirenazos y megafonía, un desmadre como para no acabárselo. De ésa el Güero había escapado por los pelos, con un brazo roto, primero de la ley y luego de los dueños de la carga, a quienes tuvo que probar con recortes de periódico que toda quedó decomisada por el Gobierno, que tres de los ocho compás del equipo de recepción habían muerto defendiendo la pista, y que el pitazo lo dio uno de Badiraguato que hacía de madrina para los federales. El bocón había terminado con las manos atadas a la espalda y asfixiado con una bolsa de plástico en la cabeza como su padre, su madre y su hermana –la mafia solía mochar parejo–, y el Güero, exonerado de sospechas, pudo comprarse una Cessna nueva gracias al préstamo de don Epifanio Vargas.
Apagó el cigarrillo, dejó la bolsa abierta en el suelo, junto a la cabecera de la cama, y sacó la agenda. La estuvo contemplando un rato sobre la colcha. Ni la mires, recordaba. Allí estaba la pinche agenda del gallo cabrón que a esas horas bailaba con la Pelona, y ella obediente y sin abrirla, figúrense lo pendeja. Ni le haga, decía adentro como una voz. Píquele nomas, acuciaba otra. Si esto vale tu vida, averigua lo que vale. Para darse coraje sacó el paquete de polvo, le clavó una uña al plástico y se llevó un pericazo a la nariz,–aspirando hondo. Un instante después, con una lucidez distinta y los sentidos afinados, miró de nuevo la agenda y la abrió, al fin. El nombre de don Epifanio estaba allí, con otros que le dieron escalofríos de ojearlos por encima: el Chapo Guzmán, César Batman Güemes, Héctor Palma... Había teléfonos, puntos de contacto, intermediarios, cifras y claves cuyo sentido se le escapaba. Siguió leyendo, y poco a poco se le hizo más lento el pulso hasta quedarse helada. Ni la mires, recordó estremeciéndose. Híjole. Ahora comprendía por qué. Todo era mucho peor de lo que había creído que era.
Entonces oyó abrirse la puerta.
–Mira a quién tenemos aquí, mi Pote. Qué onda. La sonrisa del Gato Fierros relucía como la hoja de un cuchillo mojado, porque era una sonrisa húmeda y peligrosa, propia de sicario de película gringa, de ésas donde los narcos siempre son morenos, latinos y malvados en plan Pedro Navaja y Juanito Alimaña. El Gato Fierros era moreno, latino y malvado como si acabara de salir de una canción de Rubén Blades o Willy Colón; y sólo no estaba claro si cultivaba con deliberación el estereotipo, o si Rubén Blades, Willy Colón y las películas gringas solían inspirarse en gente como él.
–La morrita del Güero.
El gatillero estaba de pie, apoyado en el marco de la puerta y con las manos en los bolsillos. Los ojos felinos, a los que debía su apodo, no se apartaban de Teresa mientras le hablaba a su compañero torciendo la boca a un lado, con maligna chulería.
–Yo no sé nada –dijo Teresa.
Estaba tan aterrorizada que apenas reconoció su propia voz. El Gato Fierros movió comprensivo la cabeza, dos veces.
–Claro –dijo.
Se le ensanchaba la sonrisa. Había perdido la cuenta de los hombres y mujeres que aseguraron no saber nada antes de que los matara rápido o despacio, según las circunstancias, en una tierra donde morir con violencia era morir de muerte natural –veinte mil pesos un muerto común, cien mil un policía o un juez, gratis si se trataba de ayudar a un compadre–. Y Teresa estaba al corriente de los detalles: conocía al Gato Fierros, y también a su compañero Potemkin Gálvez, al que llamaban Pote Gálvez, o el Pinto. Los dos vestían chamarras, camisas Versace de seda, pantalones de mezclilla y botas de iguana casi idénticas, como si se equiparan en la misma tienda. Eran sicarios de César Batman Güemes, y habían frecuentado mucho al Güero Dávila: compañeros de trabajo, escoltas de cargamentos aerotransportados a la sierra, y también de copas y fiestas de las que empezaban en el Don Quijote a media tarde, con dinero fresco que olía a lo que olía, y seguían a las tantas, en los téibol–dance de la ciudad, el Lord Black y el Osíris, con mujeres bailando desnudas a cien pesos los cinco minutos, doscientos treinta si la cosa transcurría en los reservados, antes de amanecer con whisky Buchanan's y música norteña, templando la cruda a puros pericazos, mientras los Huracanes, los Pumas, los Broncos o cualquier otro grupo, pagados con billetes de a cien dólares, los acompañaban cantando corridos Narices de u,'gramo, El puñado de polvo, La muerte de un federal–sobre hombres muertos o sobre hombres que iban a morir.