–En cuanto a vestirte de verdad –salían del probador, después de que Teresa se viera en el espejo con un suéter de cachemira de cuello vuelto– nadie dice que vistas aburrido. Lo que pasa es que para llevar ciertas cosas hay que saber moverse. Y estar. No vale todo para todas. Esto, por ejemplo. Versace ni se te ocurra. Con ropa de Versace, parecerías una puta.
–Pues bien que tú la usas, a veces.
Pati se rió. Tenía entre los dedos un Marlboro pese al cartel de prohibido fumar y a las miradas censoras de la dependienta. Una mano en un bolsillo de la chaqueta de punto, sobre la falda gris oscura. El cigarrillo en la otra. En seguida lo apago, querida, había dicho al encender el primero. Era el tercero que fumaba allí.
–Yo tuve otro adiestramiento, Mejicana. Sé cuándo debo parecer una puta y cuándo no. En cuanto a ti, recuerda que a la gente con la que tratamos les impresionan las damas con clase. Las señoras.
–No mames. Yo no soy una señora.
–Qué sabrás tú. Lo de ser, y lo de parecer, y lo de llegar a ser o no ser nunca nada, todo eso tiene matices muy delicados. Mira, echa un vistazo... Una señora, te digo. Yves Saint–Laurent, cosas de Chanel y Armani para los momentos serios; las locuras como esto de Galiano déjaselas a otras... O para más tarde.
Teresa miraba alrededor. No le importaba mostrar su ignorancia, ni que la dependienta oyera la conversación. Era Pati la que hablaba en voz baja.
–No siempre sé lo que es adecuado... Combinar es difícil.
–Pues atente a una regla que no falla: mitad y mitad. Si de cintura para abajo vas provocativa o sexy, de cintura para arriba debes ir discreta. Y viceversa.
Salieron con las bolsas y caminaron calle Larios arriba. Pati la hacía detenerse frente a cada escaparate. –Para diario y sport –prosiguió–, lo ideal es que uses ropa de transición; y si te basas en una firma, procura que tenga un poco de todo –señalaba un traje de chaqueta oscuro y ligero, de cuello redondo que a Teresa le pareció muy bonito–. Como Calvin Klein, por ejemplo. ¿Ves?... Lo mismo un jersey o una cazadora de cuero que un vestido para cenar.
Entraron en aquella tienda. Era un comercio muy elegante, y las empleadas vestían uniformadas con faldas cortas y medias negras. Parecían ejecutivas de película gringa, pensó Teresa. Todas altas y guapas, muy maquilladas, con aspecto de modelos o azafatas. Amabilísimas. Nunca me habrían dado trabajo aquí, concluyó. Chale. La pinche lana.
–Lo ideal –dijo Pati– es venir a tiendas como ésta, que tienen ropa buena y de varias firmas. Frecuentarla y adquirir confianza. La relación con las dependientas es importante: te conocen, saben lo que te gusta y lo que te va. Te dicen ha llegado esto. Te miman.
Había complementos en la planta alta: piel italiana y española. Cinturones. Bolsos. Zapatos maravillosos de hermosos diseños. Aquello, pensó Teresa, era mejor que el Sercha's de Culiacán, donde las esposas y las morras de los narcos acudían cotorreando como locas, con sus joyas, sus melenas teñidas y sus fajos de dólares dos veces al año, al término de cada cosecha en la sierra. Ella misma compraba allí, cuando el Güero Dávila, cosas que ahora la hacían sentirse insegura. Quizá porque no era cierto que fuese ella misma: había viajado lejos y era otra la que se encontraba en aquellos espejos de tiendas caras, de otro tiempo y de otro mundo. Requetelejos. Y los zapatos son fundamentales, opinó en ésas Pati. Más que los bolsos. Recuerda que, por muy vestida que vayas, unos malos zapatos te hunden en la miseria. A los hombres se les perdonan, incluso, esas cochinadas sin calcetines que puso de moda julio Iglesias. En nuestro caso todo es más dramático. Más irreparable.
Luego anduvieron de perfumes y maquillajes, oliendo y probándolo todo sobre la piel de Teresa antes de irse a comer carabineros y conchas finas al Tintero, en la playa de El Palo. Las latinoamericanas, sostenía Pati, tenéis querencia por los perfumes fuertes. Así que intenta suavizarlos. Y el maquillaje, igual. Cuando una es joven, el maquillaje envejece; y cuando se es vieja, envejece mucho más... Tú tienes ojos negros grandes y bonitos, y cuando te peinas con raya en medio y el pelo tirante, a lo mejicana, estás perfecta.
Lo decía mirándola a los ojos, sin desviar la vista un segundo, mientras los camareros pasaban entre las mesas puestas al sol con huevas a la plancha, platos de sardinas, chopitos, patatas con alioli. No había en su tono superioridad ni desprecio. Era como cuando, recién llegada a El Puerto de Santa María, la había puesto al corriente de las costumbres locales. Esto y lo otro. Pero ahora Teresa advertía algo distinto: un apunte irónico en un rincón de su boca, en los pliegues que se le agolpaban en torno a los párpados al entrecerrarlos en la sonrisa. Sabes lo que me pregunto, pensaba Teresa. Casi puedes oírlo. Por qué yo, si aquí afuera no te doy lo que de veras querrías tener. Sólo escucho, y estoy. Me dejé engañar con lo del dinero, Teniente O'Farrell. No era eso lo que buscabas. Lo mío es simple: soy leal porque te debo mucho y porque debo serlo. Porque son las reglas del extraño juego que llevamos las dos. Sencillo. Pero tú no eres de ésas. Tú puedes mentir y traicionar y olvidar si es necesario. La cuestión es por qué a mí no. O por qué no, todavía.
–La ropa –prosiguió Pati, sin cambiar de expresión– debe adaptarse a cada momento. Siempre choca si estás comiendo y llega alguien con chal, o cenando y con minifalda. Eso sólo demuestra falta de criterio, o de educación: no saben lo adecuado, así que se ponen lo que parece más elegante o más caro. Es lo que delata a la advenediza.
Y es inteligente, se dijo Teresa. Lo es mucho más que yo, y tengo que plantearme por qué entonces las cosas son como son, en su caso. Lo ha tenido todo. Incluso tuvo un sueño. Pero eso fue cuando estaba tras unas rejas: la mantenía viva. Sería bueno averiguar qué la mantiene ahora. Aparte de tomar como toma, y esas noviecitas que se echa a veces, y ponerse hasta la madre de pericazos, y contarme todo lo que vamos a hacer cuando seamos requetemillonarias. Me pregunto. Y mejor no sigo preguntándome demasiado.
–Yo soy una advenediza –dijo.
Sonó casi a interrogación. Nunca había utilizado esa palabra, ni la había oído ni leído en los libros; pero intuía su sentido. La otra se echó a reír.
–Ja. Claro que lo eres. En cierto modo, sí. Pero no hace falta que todos lo sepan. Ya dejarás de serlo.
Se encerraba algo oscuro en su gesto, decidió Teresa. Algo que parecía dolerle y divertirla al mismo tiempo. A lo mejor, pensó de pronto, estaba dándole vueltas a algo que no era más que la vida.
–De cualquier modo –añadió Pati–, si te equivocas, la última norma es llevarlo todo con la mayor dignidad posible. A fin de cuentas, todas nos equivocamos alguna vez –seguía mirándola– ... Me refiero a la ropa.
Hubo más Teresas que afloraron por aquel tiempo: mujeres desconocidas que habían estado allí siempre, sin que ella lo sospechara, y otras nuevas que se incorporaban a los espejos y a los amaneceres grises y a los silencios, y que descubría con interés, y a veces con sorpresa. Aquel abogado gibraltareño, Eddie Álvarez, el que estuvo manejando el dinero de Santiago Fisterra y luego apenas se ocupó de la defensa legal de Teresa, tuvo ocasión de enfrentarse a alguna de esas mujeres. Eddie no era un hombre osado. Su trato con los aspectos broncos del negocio era más bien periférico: prefería no ver y no saber ciertas cosas. La ignorancia –había dicho durante nuestra conversación del hotel Rock– es madre de mucha ciencia y de no poca salud. Por eso se le cayeron al suelo todos los papeles que llevaba bajo el brazo cuando, al encender la luz de la escalera de su casa, encontró sentada en los peldaños a Teresa Mendoza.
–Hostia puta –dijo.
Luego estuvo un rato mudo, sin decir nada, apoyado en la pared con los papeles a los pies, sin intención de recogerlos y sin intención de nada que no fuera recuperar un ritmo cardíaco normal; mientras Teresa, que seguía sentada, lo informaba despacio y con detalle del motivo de su visita. Lo hizo con su suave acento mejicano y aquel aire de chica tímida que parecía estar en todo por casualidad. Nada de reproches, ni preguntas por las inversiones en cuadros o el dinero desaparecido. Ni una sola mención al año y medio pasado en la cárcel, ni a cómo el gibraltareño se lavó las manos en la defensa. De noche parece todo más serio, se limitó a decir al principio. Impresiona, supongo. Por eso estoy aquí, Eddie. Para impresionarte. De vez en cuando la luz automática se apagaba; Teresa, desde el escalón, alzaba una mano hasta el interruptor, y el rostro del abogado se veía amarillento, los ojos asustados tras las gafas que la piel húmeda, grasienta, deslizaba por el puente de la nariz. Quiero impresionarte, repitió, segura de que el abogado ya lo estaba desde hacía una semana, cuando los diarios publicaron que al sargento Iván Velasco le habían pegado seis navajazos en el aparcamiento de una discoteca, a las cuatro de la madrugada, al dirigirse, ebrio por cierto, a recoger su Mercedes nuevo. Un drogadicto, o alguien que merodeaba entre los coches. Robo común, como tantos. Reloj, cartera y demás. Pero lo que de veras afectaba a Eddie Álvarez era que la defunción del sargento Velasco se registró exactamente tres días después de que otro conocido suyo, el hombre de confianza Antonio Martínez Romero, alias Antonio Cañabota, o Cañabota a secas, apareciese boca abajo y desnudo excepto los calcetines, las manos atadas a la espalda, estrangulado en una pensión de Torremolinos, al parecer por un chapero que se le acercó en la calle una hora antes del óbito. Lo que atando cabos era, en efecto, para impresionar a cualquiera, si ese cualquiera tenía memoria suficiente –y Eddie Álvarez tenía de sobra– para recordar el papel que aquellos dos habían jugado en el asunto de Punta Castor.