–En cuanto a los asuntos serios, el tema resulta más complejo –seguía diciendo Teo–. Hablo de dinero de verdad, el que nunca pasará por suelo español. Y yo aconsejaría olvidar Gibraltar. Es un bebedero de patos. Todo el mundo tiene cuentas ahí.

–Pero funciona –dijo Eddie Álvarez.

Se veía incómodo. Celoso tal vez, pensó Teresa, que observaba con atención a los dos hombres. Eddie había hecho buen trabajo con Transer Naga, pero su capacidad resultaba limitada. Todos sabían eso. El gibraltareño consideraba al jerezano un competidor peligroso. Y tenía razón.

–Funciona de momento –Teo miraba a Eddie con solicitud excesiva: la que se dedica a un minusválido cuya silla de ruedas empujas hacia la escalera más próxima–. No discuto el trabajo hecho. Pero allí sois aficionados a cotillear en el pub de la esquina, y un secreto deja de serlo en seguida... Además, de cada tres llanitos, uno es sobornable. Y eso va en ambas direcciones: igual podemos hacerlo nosotros que la policía... Está bien para trapichear con unos kilos o con tabaco; pero hablamos de negocios de envergadura. Y en ese terreno, Gibraltar no da más de sí.

Eddie se empujó hacia arriba las gafas que le resbalaban sobre la nariz.

–No estoy de acuerdo –protestó.

–Me da igual –el tono del jerezano se había endurecido–. No estoy aquí para discutir tonterías.

–Yo soy... –empezó a decir Eddie.

Apoyaba las manos en la mesa, vuelto primero hacia Teresa y luego a Pati, reclamando su mediación. –Tú eres un rascapuertas –lo interrumpió Teo. Lo dijo con suavidad, sin expresión en la cara. Desapasionado. Un doctor contándole a un paciente que su radiografía tiene manchas.

–No te consiento...

–Cállate, Eddie –dijo Teresa.

El gibraltareño se quedó con la boca abierta en mitad de la frase. Un perro apaleado mirando en torno con desconcierto. La corbata floja y la chaqueta arrugada acentuaban su desaliño. Tengo que cuidar ese flanco, se dijo Teresa observándolo mientras oía reír a Pati. Un perro apaleado puede volverse peligroso. Lo anotó en la agenda que llevaba en un rincón de su cabeza. Eddie Álvarez. A considerar más tarde. Había maneras de asegurar lealtades pese al despecho. Siempre había algo para cada cual. –Continúa, Teo.

Y el otro continuó. Lo conveniente, dijo, era establecer sociedades y transacciones de bancos extranjeros fuera del control fiscal de la Comunidad Europea: islas del Canal, Asia o el Caribe. El problema era que mucho dinero procedía de actividades sospechosas o delictivas, y se recomendaba resolver el recelo oficial con una serie de coberturas legales, a partir de las cuales nadie haría preguntas.

–Por lo demás –concluyó– el procedimiento es simple: la entrega del material se simultánea con la transferencia del importe. Eso se prueba mediante la orden que llamamos Swift: el documento bancario irrevocable que expide el banco emisor.

Eddie Álvarez, que seguía dándole vueltas a lo suyo, volvió a la carga:

–Yo hice lo que se me pidió que hiciera. –Claro, Eddie –dijo Teo. Y le gustaba aquella sonrisa suya, descubrió Teresa. Una sonrisa equilibrada y práctica: descartada la oposición, no se ensañaba con el vencido–. Nadie te reprocha nada. Pero va siendo hora de que te relajes un poco. Sin descuidar tus compromisos.

Miraba a Eddie y no a Teresa ni a Pati, que seguía como al margen, con cara de divertirse mucho. Tus compromisos, Eddie. Ésa era la segunda lectura. Una advertencia. Y este güey sabe, pensó Teresa. Sabe de perros apaleados, porque sin duda ya madreó a unos cuantos. Todo con palabras suaves y sin despeinarse. El gibraltareño parecía captar el mensaje, porque se replegó casi físicamente. Sin mirarlo, por el rabillo del ojo, Teresa intuyó el vistazo inquieto que le dirigía a ella. Rajadísimo. Igual que en el portal de su casa, con todos los papeles desparramados por el suelo.

–¿Qué recomiendas? –le preguntó Teresa a Teo. El otro hizo un ademán que abarcaba la mesa, como si todo estuviera allí, a la vista, entre las tazas de café o en el cuaderno de tapas de piel negra que tenía abierto delante, una pluma de oro encima, las hojas en blanco. Las suyas, observó Teresa, eran manos morenas y cuidadas, de uñas romas, con vello oscuro que asomaba bajo las mangas vueltas dos veces sobre las muñecas. Se preguntó a qué edad se habría ido a la cama con Pati. Dieciocho, veinte años. Dos hijas, había dicho fsu amiga. Una mujer con dinero y dos hijas. Seguro que ahora seguía yéndose a la cama con alguien más.

–Suiza es demasiado seria –dijo Teo–. Exige muchas garantías y comprobaciones. Las islas del Canal están bien, y en ellas hay filiales de bancos españoles que dependen de Londres y consiguen opacidad fiscal; pero están demasiado cerca, son muy evidentes, y si un día la Comunidad Europea presiona e Inglaterra decide apretar las tuercas, Gibraltar y el Canal serán vulnerables.

Pese a todo, Eddie no se daba por vencido. Quizá le tocaban la fibra patriótica.

–Eso es lo que tú dices –opuso; y a continuación murmuró algo ininteligible.

Esta vez Teresa no dijo nada. Se quedó mirando a Teo, al acecho de su reacción. Se tocaba la barbilla, pensativo. Estuvo así un momento, los ojos bajos, y al fin los clavó en el gibraltareño.

–No me fastidies, Eddie. ¿Vale? –había tomado la pluma entre los dedos y tras quitarle el capuchón trazaba una línea de tinta azul en la hoja blanca del cuaderno; una sola línea recta y horizontal tan perfecta como si la guiase con una regla–. Éstos son negocios, no trapicheo con cartones de Winston –observó a Pati y después a Teresa, la pluma suspendida sobre el papel, y al extremo de la línea trazó un ángulo en forma de flecha que apuntaba al corazón de Eddie–... ¿De veras tiene que estar presente en esta conversación?

Pati miró a Teresa, enarcando exageradamente las cejas. Teresa miraba a Teo. Nadie miraba al gibraltareño. –No –dijo Teresa–. No tiene.

–Ah. Muy bien. Porque convendría comentar algunos detalles técnicos.

Teresa se volvió a Eddie. Éste se quitaba las gafas para limpiar la montura con un kleenex, como si en los últimos minutos le resbalaran demasiado. También se secó el puente de la nariz. La miopía acentuaba el desconcierto de sus ojos. Parecía un pato manchado de petróleo en la orilla de un estanque.

–Baja al Ke a tomarte una cerveza, Eddie. Luego nos vemos.

El gibraltareño dudó un poco, y después se puso las gafas mientras se levantaba, torpe. La triste imitación de un hombre humillado. Era evidente que buscaba algo que decir antes de retirarse, y que no se le ocurría nada. Abrió la boca y volvió a cerrarla. Al fin salió en silencio: el pato dejando huellas negras, chof, chof, y con cara de vomitar antes de llegar a la calle. Teo trazaba una segunda línea azul en su cuaderno, debajo de la primera y tan recta como ella. Esta vez la remató con un círculo en cada extremo.

–Yo me iría –dijo– a Hong–Kong, Filipinas, Singapur, el Caribe o Panamá. Varios de mis representados operan con Gran Caimán, y están satisfechos: seiscientos ochenta bancos en una isla diminuta, a dos horas de avión de Miami. Sin ventanilla, dinero virtual, nada de impuestos, confidencialidad sagrada. Sólo están obligados a informar cuando hay pruebas de vínculo directo con actividad criminal notoria... Pero como no se exigen requisitos legales para la identificación del cliente, establecer esos vínculos resulta imposible.

Ahora miraba a las dos mujeres, y tres de cada cuatro veces se dirigía a Teresa. Me pregunto, reflexionó ésta, qué le habrá platicado la Teniente de mí. Dónde se sitúa cada cual. También se preguntó si ella misma vestía de forma adecuada: suéter holgado de canalé, tejanos, sandalias. Por un instante envidió el conjunto malva y gris de Valentino que Pati llevaba con la naturalidad de una segunda piel. La perra elegante.

El jerezano siguió exponiendo su plan: un par de sociedades no residentes situadas en el extranjero, cubiertas por bufetes de abogados con las cuentas bancarias adecuadas, para empezar. Y, a fin de no poner todos los huevos en el mismo cesto, la transferencia de algunas cantidades selectas, blanqueadas después de recorrer circuitos seguros, a depósitos fiduciarios y cuentas serias en Luxemburgo, Liechtenstein y Suiza. Cuentas dormidas, precisó, para no tocarlas, como fondo de seguridad a larguísimo plazo, o con dinero puesto en sociedades de gestión de patrimonios, negociación mobiliaria e inmobiliaria, títulos y cosas así. Dinero impecable, por si un día hubiera que dinamitar la infraestructura caribeña o saltara por los aires todo lo demás. –¿Lo veis claro?


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