Mucho tiempo atrás, en Sinaloa, el Güero Dávila la había llevado a volar. Era la primera vez. Después de aparcar la Bronco iluminando con los faros el edificio de techo amarillo del aeropuerto y saludar a los guachos que montaban guardia junto a la pista llena de avionetas, despegaron casi al alba, para ver salir el sol sobre las montañas. Teresa recordaba al Güero a su lado en la cabina de la Cessna, los rayos de luz reflejándose en los cristales verdes de sus gafas de sol, las manos posadas en los mandos, el ronroneo del motor, la efigie del santo Malverde colgada del tablero –Dios vendiga mi camino y permita mi regreso–; y la Sierra Madre de color nácar, con destellos dorados en el agua de los ríos y las lagunas, los campos con sus manchas verdes de mariguana, la llanura fértil y a lo lejos el mar. Aquel amanecer, visto desde allá arriba con los ojos abiertos por la sorpresa, el mundo le pareció a Teresa limpio y hermoso.

Pensaba en eso ahora, en una habitación del hotel Jerez, a oscuras, con sólo la luz exterior del jardín y la piscina recortando las cortinas de la ventana. Teo Aljarafe ya no estaba allí, y la voz de José Alfredo sonaba en el pequeño estéreo situado junto al televisor y al vídeo. Estoy en el rincón de una cantina, decía. Oyendo una canción que yo pedí. El Güero le había contado que José Alfredo Jiménez murió borracho, componiendo sus últimas canciones en cantinas, anotadas las letras por amigos porque ya no era capaz ni de escribir. Tu recuerdo y yo, se llamaba aquélla. Y tenía todo el aire de ser de las últimas.

Había ocurrido lo que tenía que ocurrir. Teo llegó a media tarde para la firma de los papeles de la bodega Fernández de Soto. Después tomaron una copa para celebrarlo. Una y varias. Pasearon los tres, Teresa, Pati y el, por la parte vieja de la ciudad, antiguos palacios e iglesias, calles llenas de tascas y bares. Y en la barra de uno de ellos, cuando Teo se inclinó para encenderle el cigarrillo que acababa de llevarse a la boca, Teresa sintió la mirada del hombre. Cuánto tiempo hace, se dijo de pronto. Cuánto tiempo que no. Le gustaban su perfil de águila española, las manos morenas y seguras, aquella sonrisa desprovista de intenciones y compromisos. También Pati sonreía aunque de una forma diferente, como de lejos. Resignada. Fatalista. Y justo cuando acercaba su rostro a las manos del hombre, que protegía la llama en el hueco de los dedos, oyó decir a Pati: tengo que irme, vaya, acabo de recordar algo urgente. Os veo luego. Teresa se había vuelto para decir no, espera, voy contigo, no me dejes aquí; pero la otra ya se alejaba sin mirar atrás, el bolso al hombro, de manera que Teresa se quedó viéndola irse mientras sentía los ojos de Teo. En ese momento se preguntó si Pati y él habrían hablado antes. Qué habrían dicho. Qué dirían después. Y no, pensó como un latigazo. Ni modo. No hay que mezclar las bebidas. No puedo permitirme cierta clase de lujos. Yo también me voy. Pero algo en su cintura y su vientre la obligaba a quedarse: un impulso denso y fuerte, compuesto de fatiga, de soledad, de expectación, de pereza. Quería descansar. Sentir la piel de un hombre, unos dedos en su cuerpo, una boca contra la suya. Perder la iniciativa durante un rato y abandonarse en manos de alguien que actuara por ella. Que pensara en su lugar. Entonces recordó la media foto que llevaba en el bolso, dentro de la cartera. La chava de ojos grandes con un brazo masculino sobre los hombros, ajena a todo, contemplando un mundo que parecía visto desde la cabina de una Cessna en un amanecer de nácar. Se volvió al fin, despacio, deliberadamente. Y mientras lo hacía pensaba pinches hombres cabrones. Siempre están listos, y rara vez se plantean estas cosas. Tenía la certeza absoluta de que, tarde o temprano, uno de los dos, o quizá los dos, pagarían por lo que estaba a punto de ocurrir.

Allí estaba ahora, sola. Oyendo a José Alfredo. Todo había ocurrido de modo previsible y tranquilo, sin palabras excesivas ni gestos innecesarios. Tan aséptico como la sonrisa de un Teo experimentado, hábil y atento. Satisfactorio en muchos sentidos. Y de pronto, ya casi hacia el final de los varios finales a los que él la condujo, la mente ecuánime de Teresa se encontró de nuevo mirándola –mirándose– como otras veces, desnuda, saciada al fin, el cabello revuelto sobre la cara, serena tras la agitación, el deseo y el placer, sabiendo que la posesión por parte de otros, la entrega a ellos, había terminado en la piedra de León. Y se vio pensando en Pati, su estremecimiento cuando la besó en la boca en el chabolo de la cárcel, la forma en que los observaba mientras Teo encendía su cigarrillo en la barra del bar. Y se dijo que tal vez lo que Pati pretendía era exactamente eso. Empujarla hacia sí misma. Hacia la imagen en los espejos que tenía aquella mirada lúcida y no se engañaba nunca.

Después de marcharse Teo ella había ido bajo la ducha, con el agua muy caliente y el vapor empañando el espejo del cuarto de baño, y se frotó la piel con jabón, lenta, minuciosamente, antes de vestirse y salir a la calle y pasear sola. Anduvo al azar hasta que en una calle estrecha con ventanas enrejadas oyó, sorprendida, una canción mejicana. Que se me acabe la vida frente a una copa de vino. Y no es posible, se dijo. No puede ser que eso ocurra ahora, aquí. Así que alzó el rostro y vio el rótulo en la puerta: El Mariachi. Cantina mejicana. Entonces rió casi en voz alta, porque comprendió que la vida y el destino trenzan juegos sutiles que a veces resultan obvios. Chale. Empujó la puerta batiente y entró en una auténtica cantina con botellas de tequila tras el mostrador y un camarero joven y gordito que servía cervezas Corona y Pacífico a la gente que estaba allí, y ponía en el estéreo cedés de José Alfredo. Pidió una Pacífico sólo por tocar su etiqueta amarilla y se llevó la botella a los labios, un sorbito para paladear el sabor que tantos recuerdos le traía, y después pidió un Herradura Reposado que le sirvieron en su auténtico caballito de cristal largo y estrecho. Ahora José Alfredo decía por qué viniste a mí buscando compasión, si sabes que en la vida le estoy poniendo letra a mi última canción. En ese momento Teresa sintió una felicidad intensa, tan fuerte que se sobrecogió. Y pidió otro tequila, y luego otro más al camarero que había reconocido su acento y sonreía amable. Cuando estaba en las cantinas, empezó otra canción, no sentía ningún dolor. Sacó un puñado de billetes del bolso y dijo al camarero que le diera una botella de tequila sin abrir, y que también le compraba aquellas rolas que estaba oyendo. No puedo vendérselas, dijo el joven, sorprendido. Entonces sacó más dinero, y luego más, y le llenó el mostrador al asombrado camarero, que terminó dándole, con la botella, los dos cedés dobles de José Alfredo, Las 100 CUsicas se llamaban, cuatro discos con cien canciones. Puedo comprar cualquier cosa, pensó ella absurdamente –o no tan absurdamente, después de todo– cuando salió de la cantina con su botín, sin importarle que la gente la viese con una botella en la mano. Fue hasta la parada de taxis –sentía moverse raro el suelo bajo sus pies– y regresó a la habitación del hotel.

Y allí seguía, con la botella casi mediada, acompañando las palabras de la canción con las suyas propias. Oyendo una canción que yo pedí. Me están sirviendo ahorita mi tequila. Ya va mi pensamiento rumbo a ti. Las luces del jardín y la piscina dejaban la habitación en penumbra, iluminando las sábanas revueltas, las manos de Teresa que fumaban cigarrillos taqueaditos con hachís, sus idas y venidas al vaso y la botella que estaban sobre la mesita de noche. Quién no sabe en esta vida la traición tan conocida que nos deja un mal amor. Quién no llega a la cantina exigiendo su tequila y exigiendo su canción. Y me pregunto qué soy ahora, se decía a medida que iba moviendo los labios en silencio. Quihubo, morra. Me pregunto cómo me ven los demás, y ojalá me vean desde bien relejos. ¿Cómo era aquello? Necesidad de un hombre. Órale. Enamorarse. Ya no. Libre, era quizá la palabra, pese a que sonase grandilocuente, excesiva. Ni siquiera iba a misa ya. Miró hacia arriba, al techo oscuro, y no vio nada. Me están sirviendo ya la del estribo, decía en ese momento José Alfredo, y lo decía también ella. No, pues. Ahorita solamente ya les pido que toquen otra vez La Que Se Fue.


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