Esto no me está pasando a mí, pensó. O quizá no llegó a pensar nada, sino que se limitó a observar, pasiva, a esa otra Teresa Mendoza que pensaba en su lugar. El caso es que, cuando se dio cuenta, ella o la otra mujer a la que espiaba había cerrado los dedos en torno a la culata de la pistola. El seguro estaba a la izquierda, junto al gatillo y el botón para expulsar el cargador. Lo tocó con el pulgar y sintió que se deslizaba hacia abajo, a la vertical, liberando el percutor. Hay una bala cerrojeada, quiso acordarse. Hay una bala dispuesta porque yo la puse ahí, en la recámara –recordaba un clic–clac metálico– o tal vez sólo creo haberlo hecho, y no lo hice, y la bala no está. Consideró todo eso con desapasionado cálculo: seguro, gatillo, percutor. Bala. Ésa era la secuencia apropiada de los acontecimientos, si es que aquel clic–clac anterior había sido real y no producto de su imaginación. En caso contrario, el percutor iba a golpear en el vacío y el Gato Fierros dispondría de tiempo suficiente para tomárselo a mal. De cualquier modo, tampoco empeoraba nada. Quizá algo más de violencia, o ensañamiento, en los últimos instantes. Nada que no hubiera concluido media hora más tarde: para ella, para esa mujer a la que observaba, o para las dos a la vez. Nada que no dejase de doler al poco rato. En esos pensamientos andaba cuando dejó de mirar el techo blanco y se dio cuenta de que el Gato Fierros había dejado de moverse y la miraba. Entonces Teresa levantó la pistola y le pegó un tiro en la cara.
Olía acre, a humo de pólvora, y el estampido todavía retumbaba en las paredes del dormitorio cuando Teresa apretó por segunda vez el gatillo; pero la Doble Águila había saltado hacia arriba en el primer tiro, rebrincándose tanto con el disparo que el nuevo plomazo levantó un palmo de yeso de la pared. Para ese momento el Gato Fierros estaba tirado contra la mesilla de noche como si se asfixiara, tapándose la boca con las manos, y entre los dedos le saltaban chorros de sangre que también salpicaban sus ojos desorbitados por la sorpresa, aturdidos por el fogonazo que le había chamuscado el pelo, las cejas y las pestañas. Teresa no pudo saber si gritaba o no, porque el ruido del tiro tan cercano había golpeado sus tímpanos, ensordeciéndola. Se incorporaba de rodillas sobre la cama, con la camiseta arrebujada en los pechos, desnuda de cintura para abajo, juntando la mano izquierda con la derecha en la culata de la pistola para apuntar mejor en el tercer balazo, cuando vio aparecer en la puerta a Pote Gálvez, desencajado y estupefacto. Se volvió a mirarlo como en mitad de un sueño lento; y el otro, que llevaba su revólver metido en el cinto, levantó ambas manos ante sí como para protegerse, mirando asustado la Doble Águila que ahora Teresa dirigía hacia él, y bajo el bigote negro su boca se abrió para pronunciar un silencioso «no» semejante a una súplica; aunque tal vez lo que ocurrió fue que Pote Gálvez dijo de veras «no» en voz alta, y ella no pudo oírlo porque seguía ensordecida por el retumbar de los tiros. Al cabo concluyó que debía de tratarse de eso, porque el otro seguía moviendo deprisa los labios, tendidas las manos ante él, conciliador, pronunciando palabras cuyo sonido ella tampoco pudo escuchar. Y Teresa iba a apretar el gatillo cuando recordó el golpe del puñetazo en el armario, el Python apuntando a su frente, el Güero era de los nuestros, Gato, no seas cabrón. Y ésta era su hembra.
No disparó. Aquel ruido de astillas mantuvo su índice inmóvil sobre el gatillo. Sentía frío en el vientre y las piernas desnudas cuando, sin dejar de apuntar a Pote Gálvez, retrocedió sobre la cama, y con la mano izquierda echó la ropa, la agenda y la coca dentro de la bolsa. Al hacerlo miró de reojo al Gato Fierros, que seguía rebullendo en el suelo, las manos ensangrentadas sobre la cara. Por un instante pensó en volver hacia él la pistola y rematarlo de un tiro; mas el otro sicario seguía en la puerta, las manos extendidas y el revólver al cinto, y supo con mucha certeza que si dejaba de apuntarle, el tiro iba a encajarlo ella. Así que agarró la bolsa y, bien firme la Doble Águila en la mano derecha, se incorporó apartándose de la cama. Primero al Pinto, decidió por fin, y luego al Gato Fierros. Ése era el orden correcto, y el ruido de astillas –ella lo agradecía de veras– no bastaba para cambiar las cosas. En ese momento vio que los ojos del hombre que tenía enfrente leían los suyos, la boca bajo el bigote se interrumpió en mitad de otra frase –ahora era un rumor confuso lo que llegaba a los oídos de Teresa–, y cuando ella disparó por tercera vez, hacía ya un segundo que Potemkin Gálvez, con una agilidad sorprendente en un tipo gordo como él, se había lanzado hacia la puerta de la calle y las escaleras mientras echaba mano al revólver. Y ella disparó una cuarta y una quinta balas antes de comprender que era inútil y podía quedarse sin parque, y tampoco le fue detrás porque supo que el sicario no podía irse de aquella manera; que iba a volver de allí a nada, y que su propia y escasa ventaja era simple circunstancia y acababa de caducar. Dos pisos, pensó. Y sigue sin ser peor de lo que ya conozco. Así que abrió la ventana del dormitorio, se asomó al patio trasero y entrevió árboles chaparros y arbustos, abajo, en la oscuridad. Olvidé rematar a ese Gato cabrón, pensó demasiado tarde, mientras saltaba al vacío. Después las ramas y los arbustos le arañaron piernas, muslos y cara mientras caía entre ellos, y los tobillos le dolieron al golpear contra el suelo como si se hubieran partido los huesos. Se incorporó cojeando, sorprendida de estar viva, y corrió descalza y desnuda de cintura para abajo, entre los coches estacionados y las sombras del solar. Al fin se detuvo lejos, sin aliento, y se acuclilló hasta agazaparse junto a una barda de ladrillo medio en ruinas. Además del escozor de los arañazos y de las heridas que se había hecho en los pies al correr, notaba una incómoda quemazón en los muslos y el sexo: el recuerdo reciente por fin la estremecía, pues la otra Teresa Mendoza acababa de abandonarla, y sólo quedaba ella misma sin nadie a quien espiar de lejos. Sin nadie a quien atribuir sensaciones y sentimientos. Sintió un violento deseo de orinar, y se puso a hacerlo tal como estaba, agachada e inmóvil en la oscuridad, temblando igual que si tuviera fiebre. Los faros de un automóvil la iluminaron un instante: aferraba la bolsa en una mano y la pistola en la otra.
2. Dicen que lo vio la ley, pero que sintieron frío
Ya dije que anduve por Culiacán, Sinaloa, al comienzo de mi investigación, antes de conocer personalmente a Teresa Mendoza. Allí, donde hace tiempo que el narcotráfico dejó de ser clandestino para convertirse en hecho social objetivo, algunos dólares bien repartidos me respaldaron en ambientes especializados, de esos en los que un forastero curioso y desprovisto de avales puede terminar, de la noche a la mañana, flotando en el Humaya o en el Tamazula con una bala en la cabeza. También hice un par de buenos amigos: Julio Bernal, director de Cultura del municipio, y el escritor sinaloense Élmer Mendoza, cuyas espléndidas novelas Un asesinó solitario y El amante de janis joplin había leído para ponerme en situación. Fueron Élmer y Julio quienes mejor me orientaron por los vericuetos locales: ninguno de ellos había tratado personalmente a Teresa Mendoza en los inicios de esta historia –ella no era nadie entonces–, pero conocieron al Güero Dávila y a otros personajes que de una u otra forma movieron los hilos de la trama. Así averigüé buena parte de lo que ahora sé. En Sinaloa todo resulta cuestión de confianza: en un mundo duro y complejo como ése, las reglas son simples y no hay lugar para equívocos. Uno es presentado a alguien por un amigo en quien ese alguien confía, y ese alguien confía en ti porque confía en quien te avala. Después, si algo se tuerce, el avalista responde con su vida, y tú con la tuya. Bang, bang. Los cementerios del noroeste mejicano están llenos de lápidas con nombres de gente de la que alguien se fió una vez.