Justin cruzó los brazos para no levantar los ojos al cielo.

De pronto oyeron un revuelo al pie de la escalinata y todos se volvieron. Las chicas giraron sobre sus ridículos zapatos de plataforma, con peligro de caerse por los escalones. Justin se levantó y subió unos peldaños para ver mejor. Allá abajo, un chico con aires de James Dean estaba zarandeando a un tío más mayor al que intentaba arrancarle una cámara de fotos de las manos.

– ¡Guau! ¡Está buenísimo! -logró decir la tal Ginny sin que le saliera un gallito.

Justin volvió a sentarse y exhaló un suspiro de frustración en el que nadie reparó. El puto Brandon se las llevaba a todas de calle, como siempre.

Capítulo 8

Ben Garrison conocía una o dos formas de infligir dolor. El chaval era más joven y alto, pero Ben sabía que él era más fuerte y, ciertamente, también más espabilado. Aquel pringao duraría cinco segundos si le echaba la mano al cuello y apretaba en el lugar preciso.

– Nada de periodistas, Garrison. ¿Cuántas veces tenemos que decírtelo? -le gritó el chaval.

Agarró la Leica de Ben y logró quitarle de la correa que llevaba colgada al cuello. La cámara de 35 milímetros tenía casi tantos años como Ben, y seguramente era más dura. Qué demonios, había sobrevivido a una estampida de caribús en Manitoba, y hasta había rodado por una duna de arena en Egipto. Sin duda podía sobrevivir a un fanático religioso con muy mala hostia.

– ¿Por qué no queréis periodistas? ¿De qué tiene miedo vuestro amado líder? ¿Eh? -siguió pinchándole Ben.

Conocía a aquel chaval de una breve visita que había hecho a su campamento al pie de los montes Apalaches. Hasta le caía bien, en cierto modo. Por lo que había visto en otras ocasiones, aquel chico, aquel tal Brandon, tenía pasión, tenía fuego en las tripas, pero ignoraba por completo qué hacer con él.

Brandon volvió a tirar de la cámara, y esta vez Ben le dio un empujón que lo tumbó de espaldas. De pronto, el chico se puso tan rojo como su pelo. Miraba a Ben como un toro listo para embestir. Ben veía cómo se hinchaban los alvéolos de su nariz y cómo se cerraban sus puños.

– Déjalo ya, chaval -Ben se echó a reír y le hizo un par de fotos para demostrarle que no se achantaba-. Puede que el reverendo Everett me haya echado de su escondrijo, pero no va a librarse de mí tan fácilmente. ¿Por qué no manda a hombres de verdad a hacer el trabajo sucio?

Brandon había vuelto a levantarse; tenía la mandíbula y los dientes apretados, y los puños listos para golpear. Ben imaginó que de sus orejas salían nubecillas de vapor, como en las tiras cómicas. Pero aquel chaval necesitaría algo más que bocadillos en los que pusiera «¡Bum!» y «¡Bang!» para asustar a Ben Garrison. Él había sobrevivido a la cerbatana de un aborigen y al machete de un tutsi. Al igual que su Leica, había presenciado unas cuantas luchas a muerte, y ésa no era una de ellas. Ni de lejos. Pobre chaval. Y con todos sus amigos mirando. El reverendo Everett, sin embargo, no acudiría para salvar a aquellos pobres tontos.

A su alrededor se había reunido un pequeño gentío que se encaramaba a la escalinata del monumento a Jefferson para ver mejor el espectáculo. Sin embargo, todo el mundo se mantenía a distancia. Incluso la pandilla de chavales -los amigos del pelirrojo- merodeaban por allí como perros en celo, pero, al igual que perros cobardes, se mantenían alejados. Ben se rascó la áspera mandíbula, harto de todo aquello. Se había pasado la tarde haciendo fotos insulsas a nínfulas de culo prieto y cadera plana. A algunas las conocía. A una hasta la había seguido durante un tiempo, confiando en poder hacerle una fotografía obscena para el Enquirer y de ese modo poner en ridículo a su papaíto, un pez gordo. Se quedaría por allí y haría algunas fotos de la concentración para captar en acción al cabronazo del reverendo Joseph Everett. Aquel remedo barato de rebelde sin causa no iba a impedírselo. Ninguno de los miembros de la organización de Everett podría impedírselo, particularmente si se empeñaban en hacer uso de lugares públicos.

Subió varios peldaños, dejando que el toro bufara y pateara, y fingió seguir el divino precepto de poner la otra mejilla. Veía a lo lejos que la gente empezaba a acudir en bandadas al monumento a Franklin Delano Roosevelt.

Le extrañaba que Everett hubiera elegido aquel lugar para su mitin en Washington, en lugar de preferir el monumento a Jefferson. Jefferson parecía más en la onda del credo de Everett sobre las libertades individuales y el papel limitado del gobierno. ¿Acaso no había puesto en marcha Roosevelt algunos programas gubernamentales que Everett aborrecía? El bueno del reverendo era un cabrón retorcido. Pero él estaba decidido a exponer públicamente su verdadera faz. Y para impedírselo haría falta algo más que aquel gamberro con tantos humos.

Capítulo 9

Sede del FBI Washington D. C.

Maggie esperaba a que Keith Ganza acabara la tarea que ella había interrumpido. Keith estaba acostumbrado a que irrumpiera en su laboratorio con invitación o sin ella. Normalmente, sin ella. Y, aunque a veces refunfuñaba, Maggie sabía que no le molestaba, aunque fuera sábado por la tarde, a última hora, y todos los demás se hubieran ido ya a casa.

Ganza, jefe del laboratorio de criminalística del FBI, había visto más cosas en sus treinta y tantos años de vida de las que debía ver cualquier persona en el curso de su existencia. Parecía, no obstante, tomárselo todo con calma, como si nada -pese a su apariencia exterior- pudiera desmadejarlo. Mientras aguardaba, observando su figura alta y flaca inclinada sobre el microscopio, Maggie se preguntó si alguna vez lo había visto vestido con algo que no fuera una bata blanca, o, mejor dicho, una chaquetilla de laboratorio arrugada, con el cuello amarillento y las mangas demasiado cortas para sus largos brazos.

Maggie sabía que no debía estar allí, que debía aguardar el informe oficial. Pero la tenacidad de Abby, aquella cría de cuatro años, sólo había logrado fortalecer su resolución de descubrir quién era el asesino de Delaney. Lo cual le recordó algo. Sacó una tira de regaliz rojo que le había dado Abby y comenzó a desenvolverlo. Ganza se detuvo al oír el crujido del plástico y la miró por encima del microscopio y de las medias gafas que llevaba en la punta de la nariz. La miraba con el sempiterno ceño fruncido, ceño que permanecía en su lugar ya estuviera contando un chiste, hablando sobre alguna prueba o, como en ese caso, observando a Maggie con impaciencia.

– Hoy no he comido -explicó ella.

– Hay medio sándwich de ensalada de atún en la nevera.

Maggie sabía que su ofrecimiento era generoso y sincero, pero nunca había podido acostumbrarse a comer algo que hubiera pasado algún tiempo en la nevera entre muestras de sangre y de tejidos.

– No, gracias -le dijo-. He quedado con Gwen dentro de un rato para cenar.

– ¿Y te compras regaliz para matar el hambre? -Ganza frunció de nuevo el ceño.

– No. Este me lo han dado en el entierro de Delaney.

– ¿Repartían regaliz rojo?

– Su hija, sí. ¿Ya puedo interrumpirte?

– ¿Quieres decir que aún no lo has hecho?

Esta vez, fue ella quien arrugó el ceño.

– Muy gracioso.

– Le llevaré el informe a Cunninghan el lunes a primera hora. ¿No puedes esperar hasta entonces?

Maggie no contestó. Dobló por la mitad la larga tira de regaliz, la sostuvo delante de sí para medirla y a continuación la partió por el pliegue y le dio una mitad a Ganza. Éste aceptó el soborno sin rechistar. Satisfecho, abandonó el microscopio, se puso a mordisquear el regaliz y buscó en la encimera una carpeta.

– En las cápsulas había cianuro de potasio. Un noventa por ciento, con una mezcla de hidróxido de potasio, un poco de carbonato y una pizca de cloruro potásico.


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