Maggie se apartó de la frente sudorosa un mechón de pelo con el dorso de la muñeca para no contaminar sus guantes de látex, y sorprendió a Racine mirándola. Desvió los ojos.

A decir verdad, aparte de aquel caso chapucero y de lo que había oído rumorear, sabía muy poco sobre Julia Racine. Seguramente no tenía derecho a juzgarla, pero, si los rumores tenían algún viso de ser ciertos, la detective Racine representaba un tipo de mujer que Maggie detestaba, particularmente en el seno de las fuerzas del orden público, donde las irresponsabilidades podían pagarse con la vida.

Desde sus tiempos de estudiante de medicina forense, Maggie se había esforzado porque sus compañeros la consideraran uno más y la trataran como tal. Las mujeres como Racine utilizaban su sexo como una suerte de soborno o de patente de corso, como un medio para un fin. Mientras sentía los ojos de Racine clavados en ella, la ponía enferma que la detective creyera aún que podía utilizar esa táctica; sobre todo, con ella. Tras su último encuentro profesional, creía que Racine habría aprendido la lección; que de ella no obtendría ningún favor a fuerza de coquetear o de utilizar sus encantos. Pero cuando Maggie levantó la mirada y la sorprendió observándola, Racine no apartó los ojos. Por el contrario, le sostuvo la mirada y sonrió.

Capítulo 25

Ben Garrison colgó las copias mojadas en la cuerda de tender de su atiborrado cuarto oscuro. Los dos primeros carretes eran decepcionantes, pero aquél…Aquél era una mina. Volvía a estar en vena. Tal vez incluso pudiera iniciar otra pequeña guerra de pujas, aunque no podría perder mucho tiempo. Estaba tan emocionado que le cosquilleaban los dedos, pero le dolían los pulmones de inhalar los vapores del revelado. Tenía que tomarse un descanso, a pesar de su impaciencia.

Se llevó una de las copias, cerró la puerta y se dirigió a la nevera. Estaba vacía, naturalmente, de no ser por la hilera de condimentos de siempre, algún que otro kiwi que no recordaba haber puesto allí, un recipiente con una misteriosa sustancia viscosa y cuatro botellas de Budweiser de cuello largo. Sacó una de las botellas, giró el tapón y regresó a la encimera de la cocina para admirar su obra de arte a la luz raquítica del fluorescente.

Se sobresaltó al oír que llamaban a la puerta. ¿Quién coño sería? Rara vez recibía visitas, y creía haber escarmentado ya a los cotillas de sus vecinos. Su labor artística exigía tiempo. No quería que le molestaran si tenía copias en el baño fijador, o un carrete en la cubeta de revelado. Qué falta de respeto. ¿Qué cojones le pasaba a la gente?

Descorrió los tres cerrojos y abrió la puerta de un tirón.

– ¿Qué pasa? -gruñó, y una señora bajita, de pelo gris, retrocedió y se agarró a la barandilla-. Ah, señora Fowler -se rascó la mandíbula y se apoyó en la jamba de la puerta, cerrando el paso a la errática mirada de su vecina. Al parecer, no le había dejado claro a todos los habitantes de aquel destartalado y viejo edificio que quería que le dejaran en paz-. ¿Qué puedo hacer por usted, señora Fowler? -podía sacar a relucir su encanto cuando era necesario.

– Sólo pasaba por aquí, señor Garrison. He ido a ver a la señora Stanislov, la del final del pasillo -sus ojos, pequeños como cuentas, se movían alrededor de Ben, intentando vislumbrar el apartamento.

Unas semanas antes, la señora Fowler se había empeñado en acompañar al fontanero que iba a arreglarle un grifo que goteaba. La anciana giraba su cabeza de pájaro de un lado a otro, intentando ver las máscaras africanas de las paredes, las diosas de la fertilidad que adornaban la estantería y los demás adornos exóticos que Ben había reunido en el transcurso de sus viajes, cuando el dinero fluía, y no había foto que hiciera por la que no estuvieran dispuestos a pagar una fortuna Newsweek, Time o el National Geographic. Entonces era el talento más disputado del mundillo del fotoperiodismo. Ahora, a pesar de que sólo tenía treinta años, todo el mundo parecía considerarlo una gloria pasada. Bueno, él les daría su merecido.

– Estoy muy ocupado, señora Fowler. Estaba trabajando -dijo amablemente, cruzó los brazos para sofocar su irritación y esperó, confiando en que la anciana advirtiera su impaciencia a través de sus lentes trifocales.

– He ido a ver a la señora Stanislov -repitió ella, y agitó su esquelético brazo hacia la puerta del final del pasillo-. Lleva toda la semana resfriada. El virus de la gripe anda por ahí, ¿sabe?

Si estaba esperando alguna señal de simpatía, podía estar allí toda la noche. Aquello escapaba a la capacidad de peloteo de Ben, con apartamento barato o sin él. Cambió de pie el peso del cuerpo y esperó. Volvió a pensar en la foto que había dejado sobre la repisa de la cocina. Más de treinta instantáneas para captar por fin aquella única imagen, la que…

– ¿Señor Garrison?

La carita crispada y pálida de la señora Fowler le recordó los kiwis arrugados que había al fondo de su frigorífico.

– ¿Sí, señora Fowler? Le aseguro que tengo que volver al trabajo.

Ella lo miró con unos ojos cuyo tamaño triplicaban las lentes. Sus finos labios se fruncieron y su piel se arrugó más allá de lo que Ben creía posible. Un kiwi echado a perder. Ben se dijo que debía tirarlos.

– No sabía si sería importante. Si querría usted que lo avisara.

– ¿De qué está hablando? -su amabilidad tenía un límite, y la señora Fowler se estaba pasando de la raya.

Ella retrocedió, y Ben comprendió que debía de haberla asustado. La anciana se limitó a señalar el paquete que había junto a su puerta y que Ben no había visto. Antes de que él se agachara para recogerlo, los piececillos de pájaro de la señora Fowler comenzaron a arrastrarse escaleras abajo.

– Gracias, señora Fowler -dijo Ben alzando la voz, y sonrió al darse cuenta de que parecía Jack Nicholson en El resplandor. Aunque, de todos modos, ella no lo habría notado. Seguramente la vieja ni siquiera le había oído.

El paquete era ligero y estaba envuelto en papel marrón corriente. No sonaba nada dentro, y no llevaba etiquetas; sólo su nombre escrito con rotulador negro. A veces el laboratorio fotográfico que había calle abajo le mandaba suministros, pero no recordaba haber pedido nada.

Dejó el paquete en la encimera de la cocina, agarró un cuchillo y comenzó a cortar el envoltorio. Cuando abrió la tapa de la caja, notó que el material de embalaje tenía una extraña textura; parecían cachitos de plástico marrón. No le dio importancia y metió la mano en la caja, buscando a tientas lo que había dentro.

El material de embalaje comenzó a moverse.

¿O eran el cansancio y los vapores del revelado, que le estaban jugando una mala pasada?

En cuestión de segundos, aquellos cachitos marrones cobraron vida. ¡Mierda! El contenido de la caja comenzó a salir por sus lados y a subir por el brazo de Ben.

Ben agitó el brazo y comenzó a dar manotazos, tumbó la caja, y de ella salieron corriendo cientos de cucarachas que se dispersaron por el suelo de su salón.


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