– Tengo entendido que has recibido otro mamporro por la causa -gritó Wyatt sin dejar de sonreír-. Maldita sea, Kojak, déjalo ahora que todavía estás a tiempo.

– Me quedan siete años, colega -repuso Kovak-. No es que los peces gordos del cine se peleen por mí precisamente. Por cierto, felicidades.

– Gracias. El hecho de que el programa se retransmita por la televisión nacional puede marcar la diferencia.

En tu cuenta bancaria, pensó Kovac, aunque se guardó de decirlo. A tomar por el culo. Nunca le habían atraído los trajes de diseño ni hacerse la manicura una vez por semana. No era más que un poli, y eso era lo que siempre había querido ser. Ace Wyatt, en cambio, siempre había tenido las miras puestas en destinos más grandes, mejores, más brillantes. Quería alcanzar las esferas más altas del poder y hacerse con todas y cada una de ellas.

– Me alegro de que hayas podido venir a la fiesta, Sam.

– Ya sabes, soy poli. Dondequiera que haya comida y bebida gratis, ahí voy yo.

La mirada de Wyatt ya buscaba manos más importantes que estrechar. El guaperas de su séquito llamó su atención sobre la cámara de televisión, y la sonrisa de Wyatt se intensificó unos cuantos centenares de vatios más.

Liska se levantó de su silla como impulsada por un resorte y alargó la mano antes de que Wyatt tuviera ocasión de alejarse.

– Capitán Wyatt, soy Nikki Liska, de Homicidios. Es un placer conocerlo; me gusta mucho su programa.

Kovac la miró con las cejas enarcadas.

– Es mi compañera, una rubia ambiciosa -la presentó.

– Eres un tipo con suerte -comentó Wyatt con cierto machismo bonachón.

Los músculos de las mandíbulas de Liska se contrajeron como si estuviera tragando algo desagradable.

– Su idea de reforzar los vínculos entre las comunidades y sus departamentos de policía a través del programa e Internet me parece una innovación excelente -prosiguió.

Wyatt se regodeó en el elogio.

– América es una cultura multimedia -proclamó en voz alta mientras la reportera de televisión, una morena ataviada con una llamativa americana roja, se acercaba micrófono en mano.

Wyatt se volvió hacia la cámara y se inclinó hacia la mujer para oír su pregunta.

Kovac miró a Liska con expresión desaprobadora.

– ¿Qué pasa? A lo mejor me da trabajo como asesora técnica. Se me daría muy bien -se defendió su compañera con una sonrisita traviesa-. Podría ser mi trampolín para salir en películas de Mel Gibson.

– Me voy a mear.

Kovac se abrió paso entre la muchedumbre que había acudido a gorrear el alcohol pagado por Ace Wyatt y a engullir alitas de pollo picantes con tacos de queso rebozado. La mitad de los asistentes ni siquiera conocían a Wyatt ni, por descontado, habían trabajado con él, pero tenían mucho gusto en celebrar su jubilación. Habrían celebrado con el mismo gusto el cumpleaños del diablo si con ello pudieran disfrutar de barra libre.

Paseó la mirada por el fondo del establecimiento, donde los adornos navideños que reflejaban la cegadora luz de los focos surtían un efecto surrealista. Era un mar de personas, muchas de las cuales le sonaban, pero pese a ello se sentía tremendamente solo. Vacío. Había llegado el momento de pillar una cogorza de mil pares de narices o irse a casa.

Liska revoloteaba en las inmediaciones del séquito de Wyatt, intentando congraciarse con el sirviente principal. Wyatt se había alejado un poco para saludar a una rubia atractiva y de expresión seria que le resultaba vagamente familiar. El capitán le había apoyado una mano en el hombro y se inclinaba hacia ella para decirle algo al oído. Elwood intentaba acabar él sólito con el bufet libre. Tippen se esforzaba por ligarse a una camarera que lo miraba como si acabara de pisar algo muy desagradable.

No repararían en su ausencia hasta que el bar estuviera a punto de cerrar, y aun entonces la añoranza sería más que pasajera.

¿Dónde está Kovac? ¿Se ha ido? Pásame los cacahuetes.

Se dirigió hacia la puertas.

– ¡Eras el mejor poli del cuerpo, joder! -vociferó de repente un borracho-. ¡Y los que no estén de acuerdo que vengan a hablar conmigo! ¡Vamos, vamos! ¡Daría las dos piernas por Ace Wyatt!

El borracho estaba sentado en una silla de ruedas ladeada sobre los tres escalones que conducían a la sala principal del bar, donde se hallaba Wyatt, y no tenía piernas que dar, pues las suyas habían quedado inutilizadas veinte años antes. De ellas no quedaba más que los huesos escuálidos y los músculos atrofiados. En cambio, poseía un rostro relleno y colorado, y un torso poderoso como un tonel.

Kovac sacudió la cabeza y avanzó hacia la silla de ruedas en un intento de captar la atención de su anciano ocupante.

– ¡Eh, Mikey! Que nadie te lo discute -dijo. Mike Fallon se lo quedó mirando sin reconocerlo y con los ojos relucientes de lágrimas.

– ¡Es un puto héroe, y que nadie se atreva a decir lo contrario! -espetó enojado mientras extendía un brazo en dirección a Wyatt-. ¡Quiero a ese hombre! ¡Lo quiero como si fuera mi propio hijo!

La voz del anciano se quebró al pronunciar la última palabra, y su rostro se contrajo en una mueca de dolor que no guardaba relación alguna con la cantidad de whisky Old Crow que había ingerido en las últimas horas.

Wyatt perdió la sonrisa de anuncio mientras caminaba hacia él. De repente, la mano izquierda de Mike Fallon cayó sobre la rueda de la silla. Kovac dio un salto hacia delante y chocó con otro borracho.

La silla cayó por la escalinata, y su ocupante salió despedido. Mike Fallon cayó al suelo como un saco de patatas.

Kovac empujó a un lado al otro borracho y descendió los tres escalones. La muchedumbre había retrocedido unos pasos por el susto. Wyatt permanecía inmóvil a unos tres metros de distancia, mirando a Mike Fallon con el ceño fruncido.

Kovac apoyó una rodilla en el suelo.

– A ver, Mikey, vamos a levantarte. Parece que has vuelto a confundir la cara con el culo.

Alguien enderezó la silla de ruedas. El anciano se tendió de espaldas e hizo un desesperado intento por incorporarse, aunque lo único que consiguió fue retorcerse como una foca varada mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas. Un tipo al que Kovac conocía de Atracos lo asió de una axila mientras él lo asía de la otra, y entre los dos volvieron a sentar a Fallon en la silla.

Los presentes les dieron la espalda, sintiendo vergüenza ajena por el anciano. Fallon inclinó la cabeza en un ademán de abyecta humillación, una imagen que Kovac habría deseado no presenciar jamás.

Conocía a Mike Fallon desde el día en que ingresó en el cuerpo. Por aquel entonces, todos los patrulleros de Minneapolis conocían a Iron Mike y seguían su ejemplo y sus órdenes. Muchos de ellos habían llorado como niños cuando recibió los disparos que le inutilizaron las piernas. Pero verlo en aquel estado, quebrado en todos los sentidos, rompía el corazón.

Kovac se arrodilló junto a la silla y apoyó una mano en el hombro de Fallon.

– Venga, Mike, vámonos a casa, ¿vale? Yo te llevo.

– ¿Estás bien, Mike? -inquirió Wyatt con voz forzada cuando por fin se acercó.

Fallon extendió una mano temblorosa hacia él, pero no consiguió reunir valor suficiente para alzar la mirada cuando el capitán se la estrechó.

– Te quiero como a un hermano, Ace, como a un hijo. Más aún. Sabes, no tengo palabras para…

– No tienes que decir nada, Mike, de verdad.

– Lo siento, lo siento -farfulló el anciano una y otra vez, cubriéndose el rostro con ambas manos.

Los mocos le colgaban como una goma elástica entre la nariz y el labio superior, y se había mojado los pantalones.

Por el rabillo del ojo, Kovac advirtió que los periodistas se aproximaban como buitres.

– Lo llevaré a casa -aseguró Kovac a Wyatt mientras se incorporaba.

Wyatt miraba con fijeza a Mike Fallon.

– Gracias, Sam -murmuró-. Eres un buen hombre.

– Soy un capullo, pero no tengo nada mejor que hacer.

La rubia había desaparecido, pero la morena de la tele volvió a situarse junto a Wyatt.

– ¿Es Mike Fallon? ¿El agente Fallon, del asesinato de Thorne en los setenta?

El paniaguado de cabello negro se materializó junto a ella y la apartó mientras le susurraba algo muy serio al oído.

Wyatt recobró la compostura y se volvió para alejar a los reporteros con expresión desaprobadora.

– Solo ha sido un pequeño accidente, amigos. Que siga la fiesta.

Kovac observó al hombre que sollozaba en la silla de ruedas.

Que siga la fiesta.



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