Recordando el concepto que don Gaetano le merecía al que me recomendara, dije:
– Está bien, pero como yo necesito la plata, ustedes todas las semanas me van a pagar.
– Qué, ¿tiene desconfianza?
– No, señora, pero como en mi casa necesitan y somos pobres… Usted comprenderá…
La mujer volvió su mirada ultrajante a la calle.
– Bueno -prosiguió don Gaetano-, venite mañana a las diez al departamento; vivimos en la calle Esmeralda -y anotando la dirección en un trozo de papel me la entregó.
La mujer no respondió a mi saludo. Inmóvil, la mejilla posando en la palma de la mano y el brazo desnudo apoyado en el lomo de los libros, fijos los ojos en el frente de la casa de Dardo Rocha, parecía el genio tenebroso de la caverna de los libros.
A las nueve de la mañana me detuve en la casa donde vivía el librero. Después de llamar, guareciéndome de la lluvia, me recogí en el zaguán.
Un viejo barbudo, envuelto el cuello en una bufanda verde y la gorra hundida hasta las orejas, salió a recibirme.
– ¿Qué quiere?
– Yo soy el nuevo empleado.
– Suba.
Me lancé por el vano de la escalera, sucia en los peldaños.
Cuando llegamos al pasillo, el hombre dijo:
– Espérese.
Tras los vidrios de la ventana que daba a la calle, frente a la balconada, veíase el achocolatado cartel de hierro de una tienda. La llovizna resbalaba lentamente por la convexidad barnizada. Allá lejos, una chimenea entre dos tanques arrojaba grandes lienzos de humo al espacio pespunteada por agujas de agua.
Repetíanse los nerviosos golpes de campana de los tranvías, y entre el "trolley" y los cables vibraban chispas violetas; el cacareo de un gallo afónico venía no sé de dónde.
Súbita tristeza me sobrecogió al enfrentarme al abandono de aquella casa.
Los cristales de las puertas estaban sin cortinas, los postigos cerrados.
En un rincón del hall, en el piso cubierto de polvo, había olvidado un trozo de pan duro, y en la atmósfera flotaba olor a engrudo agrío: cierta hediondez de suciedad harto tiempo húmeda.
– Miguel -gritó con voz desapacible la mujer desde adentro.
– Va, señora.
– ¿Está el café?
El viejo levantó los brazos al aire y cerrando los puños se dirigió a la cocina por un patio mojado.
– Miguel.
– Señora.
– ¿Dónde están las camisas que trajo Eusebia?
– En el baúl chico, señora.
– Don Miguel -habló socarronamente el hombre.
– Diga, don Gaetano.
– ¿Cómo le va, don Miguel?
El viejo movió la cabeza a diestra y siniestra, levantando desconsoladamente los ojos al cielo.
Era flaco, alto, carilargo, con barba de tres días en las fláccidas mejillas y expresión lastimera de perro huido en los ojos legañosos.
– Don Miguel.
– Diga, don Gaetano.
– Andá a comprarme un Avanti.
El viejo se marchaba.
– Miguel.
– Señora.
– Traete medio kilo de azúcar a cuadritos, y que te la den bien pesada.
Una puerta se abrió, y salió don Gaetano prendiéndose la bragueta con las dos manos y suspendido del encrespado cabello, sobre la frente, un trozo de peine.
– ¿Qué hora es?
– No sé.
Miró al patio.
– Puerco tiempo -murmuró, y después comenzó a peinarse.
Llegado don Miguel con el azúcar y los toscanos, don Gaetano dijo:
– Traete la canasta, después te llevás el café al negocio -y encasquetándose un grasiento sombrero de fieltro tomó la canasta que le entregaba el viejo y dándomela, dijo:
– Vamos al mercado.
– ¿Al mercado?
Tomó mi frase al vuelo.
– Un consejo, che Silvio. A mi no me gusta decir dos veces las cosas. Además comprando en el mercado uno sabe lo que come.
Entristecido salí tras él con la canasta, una canasta impúdicamente enorme, que golpeándome las rodillas con su chillonería hacía más profunda, más grotesca la pena de ser pobre.
– ¿Queda lejos el mercado?
– No, hombre, acá en Carlos Pellegrini -y observándome cariacontecido dijo:
– Parece que tenés vergüenza de llevar una canasta. Sin embargo el hombre honesto no tiene vergüenza de nada, siempre que sea trabajo.
Un dandy a quien rocé con la cesta me lanzó una mirada furiosa; un rabicundo portero uniformado desde temprano con magnífica librea y brandeburgos de oro, observóme irónico, y un granujilla que pasó, como quien lo hace inadvertidamente, dio un puntapié al trasero de la cesta, y la canasta pintada rojo rábano, impúdicamente grande, me colmaba de ridículo.
¡Oh, ironía!, y yo era el que había soñado en ser un bandido grande como Rocambole y un poeta genial como Baudelaire!
Pensaba:
"¿Y para vivir hay que sufrir tanto…?, todo esto… tener que pasar con una canasta al lado de espléndidas vidrieras…"
Perdimos casi toda la mañana vagando por el Mercado del Plata.
¡Bella persona era don Gaetano!
Para comprar un repollo, o una tajada de zapallo o un manojo de lechuga, recorría los puestos disputando, en discusiones ruines, piezas de cinco centavos a los verduleros, con quienes se insultaba en un dialecto que yo no entendía.
¡Qué hombre! Tenía actitudes de campesino astuto, de gañán que hace el tonto y responde con una chuscada cuando comprende que no puede engañar.
Husmeando pichinchas metíase entre fregonas y sirvientas a curiosear cosas que no debían interesarle, hacía de saludador arlequinesco, y en acercándose a los mostradores estañados de los pescadores examinaba las agallas de merluzas y pejerreyes, comía langostinos, y sin comprar tan siquiera un marisco, pasaba al puesto de las mondongueras, de allí al de los vendedores de gallinas, y antes de mercar nada, oliscaba la vitualla y manoseábala desconfiadamente. Si los comerciantes se irritaban, él les gritaba que no quería ser engañado, que bien sabía que ellos eran unos ladrones, pero que se equivocaban si le tomaban por tonto porque era tan sencillo.
Su sencillez era chocarrería, su estulticia vivísima granujería.
Procedía así:
Seleccionaba con paciencia desesperante un repollo o una coliflor. Estaba conforme puesto que pedía precio, pero de pronto descubría otro que le parecía más sazonado o más grande, y ello era el motivo de la disputa entre el verdulero y don Gaetano, ambos empeñados en robarse, en perjudicar al prójimo, aunque fuere en un solo centavo.
Su mala fe era estupenda. Jamás pagaba lo estipulado, sino lo que ofreciera antes de cerrar trato. Una vez que yo había guardado la vitualla en la cesta, don Gaetano se retiraba del mostrador, hundía los pulgares en el bolsillo del chaleco, sacaba y contaba, tornaba a recontar el dinero, y despectivamente lo arrojaba encima del mostrador como si hiciera un servicio al mercader, alejándose aprisa después.
Si el comerciante le gritaba, él respondía:
– Estate buono.
Tenía el prurito del movimiento, era un goloso visual, entraba en éxtasis frente a la mercadería por el dinero que representaba.
Acercábase a los vendedores de cerdo a pedirles precio de embutidos, examinaba codicioso las sonrosadas cabezas de cerdo, hacíalas girar despacio bajo la impasible mirada de los ventrudos comerciantes de delantal blanco, rascábase tras de la oreja, miraba con voluptuosidad los costillares enganchados a los hierros, las pilastras de tocino en lonjas, y como si resolviera un problema que le daba vueltas en el meollo, dirigíase a otro puesto, a pellizcar una luna de queso, o a contar cuántos espárragos tiene un mazo, a ensuciarse las manos entre alcachofas y nabos, y a comer pepitas de zapallo o a observar al trasluz los huevos y a deleitarse en los pilones de manteca húmeda, sólida, amarilla, y aún oliendo a suero.
Aproximadamente a las dos de la tarde almorzamos. Don Miguel apoyando el plato en un cajón de kerosene, yo en el ángulo de una mesa ocupada de libros, la mujer gorda en la cocina y don Gaetano en el mostrador.
A las once de la noche abandonamos la caverna.
Don Miguel y la mujer gorda caminaban en el centro de la calle lustrosa, con la canasta donde golpeaban los trastos de hacer café; don Gaetano, sepultadas las manos en los bolsillos, el sombrero en la coronilla y un mechón de cabellos caído sobre los ojos, y yo tras ellos, pensaba cuán larga había sido mi primera jornada.