– ¿Qué has hecho de mi vida… puerco? Estaba en mi casa como clavel en la maceta, y no tenía necesidad de casarme con vos, strunzo…

Los labios de la mujer se torcieron convulsivamente, como si masticara un odio pegajoso, terrible.

Yo salí para echar a los curiosos del dintel del comercio.

– Dejalos, Silvio -me gritó imperativa-, que oigan quién es este sinverüenza -y redondos los ojos verdes, dando la sensación de que su rostro se aproximaba, como en el fondo de una pantalla, prosiguió más pálida:

– Si yo fuera diferente, si anduviera por ahí vagando, viviría mejor… estaría lejos de un marrano como vos.

Callóse y reposó.

Ahora don Gaetano atendía a un señor de sobretodo, con grandes lentes de oro cabalgando en la fina nariz enrojecida por el frío.

Exaltada por su indiferencia, pues el hombre debía de estar habituado a esas escenas y prefería ser insultado a perder sus beneficios, la mujer vociferó:

– No le haga caso, señor, ¿no ve que es un napolitano ladrón?

El señor anciano volvióse asombrado a mirar a la furia, y ella:

– Le pide veinte pesos por un libro que costó cuatro -y como don Gaetano no volvía las espaldas, gritó, hasta que el rostro se le congestionó:

– ¡Sí, sos un ladrón, un ladrón! -y le escupió su despecho, su asco.

El señor anciano dijo, calándose los lentes:

– Volveré otro día -y salió indignado. Entonces doña María tomó un libro y bruscamente lo arrojó a la cabeza de don Gaetano, después otro y otro.

Don Gaetano pareció ahogarse de furor. De pronto arrancóse el cuello, la corbata negra y arrojóla al rostro de su mujer; luego se detuvo un momento como si hubiera recibido un golpe en las sienes y después echó a correr, salió hasta la calle, los ojos saltándole de las órbitas, y parándose en medio de la vereda, moviendo la rapada cabeza desnuda, señalándola como un loco a los transeúntes, los brazos extendidos, le gritó con voz desnaturalizada por el coraje:

– ¡Bestia… bestia… bestión…!

Satisfecha, ella se allegó a mí:

– ¿Has visto cómo es? No vale… ¡canalla! Te aseguro que a veces me dan ganas de dejarlo -y tornando al mostrador se cruzó de brazos, permaneciendo abstraída, la cruel mirada fija en la calle.

De pronto:

– Silvio.

– Señora.

– ¿Cuántos días te debe?

– Tres, contando hoy, señora.

– Tomá -y, alcanzándome el dinero, agregó-: No le tengas fe, porque es un estafador… Estafó a una compañía de seguros; si yo quisiera, estaría en la cárcel.

Me dirigí a la cocina.

– ¿Qué te parece esto, Miguel…?

– El infierno, don Silvio. ¡Qué vida! ¡Dío Fetente! Y el viejo, amenazando la altura con el puño, exhaló un largo suspiro, después inclinó la cabeza sobre el fuentón y siguió mondando patatas.

– ¿Pero a qué vienen esos burdeles?

– Yo no sé… no tienen hijos… él no sirve…

– Miguel.

– Diga, señora.

La voz estridente ordenó:

– No hagas comida; hoy no se come. A quien no le guste, que se mande a mudar.

Fue el golpe de gracia. Algunas lágrimas corrieron por el ruinoso semblante del viejo famélico.

Pasaron unos instantes.

– Silvio.

– Señora.

– Tomá, son cincuenta centavos. Te vas a comer por ahí.

Y arropándose los brazos en los repliegues de la pañoleta verde, recobró su fiera posición habitual. En las mejillas lívidas dos lágrimas blancas resbalaban lentamente hacia la comisura de su boca.

Conmovido, murmure:

– Señora…

Ella me miró, y sin mover el rostro, sonriendo con una sonrisa convulsiva por lo extraña, dijo:

– Andá, y te volvés a las cinco.

Aprovechando la tarde libre resolví ir a verlo al señor Vicente Timoteo Souza, a quien había sido recomendado por un desconocido, que se dedicaba a las ciencias ocultas y demás artes teosóficas.

Presioné el llamador del timbre y permanecí mirando la escalera de mármol, cuya alfombra roja retenida por caños de bronce mojaba el sol a través de los cristales de la pesada puerta de hierro.

Reposadamente descendió el portero, trajeado de negro.

– ¿Qué quiere?

– ¿El señor Souza está?

– ¿Quién es usted?

– Astier.

– As…

– Sí, Astier. Silvio Astier.

– Aguarde, voy a ver -y después de examinarme de pies a cabeza desapareció tras la puerta del recibimiento, cubierta de luengas cortinas blancoamarillas.

Esperaba afanado, con angustia, sabedor que una resolución de aquel gran señor llamado Vicente Timoteo Souza podía cambiar el destino de mi mocedad infortunada.

Nuevamente la pesada puerta se entreabrió y, solemne, me comunicó el portero:

– El señor Souza dice que se allegue dentro de media hora.

– Gracias… gracias… hasta luego -y me retiré pálido. Entré en una lechería próxima a la casa y, sentándome junto a una mesa, pedí al mozo un café.

"Indudablemente -pensé-, si el señor Souza me recibe es para darme el empleo prometido.

"No -continué-, no tenía razón para pensar mal de Souza… Vaya a saber todas las ocupaciones que tenía para no recibirme…"

¡Ah, el señor Timoteo Souza!

Fui presentado a él una mañana de invierno por el teósofo Demetrio, que trataba de remediar mi situación.

Sentados en el hall, alrededor de una mesa tallada, de ondulantes contornos, el señor Souza, brillantes las descañonadas mejillas y las vivaces pupilas tras de los espejuelos de sus quevedos, conversaba. Recuerdo que vestía un velludo déshabillé con alamares de madreperla y bocamangas de nutria, especializando su cromo del rastaquouère, que por distraerse puede permitirse la libertad de conversar con un pobre diablo.

Hablábamos, y refiriéndose a mi posible psicología, decía:

– Remolinos de cabello, carácter indócil…; cráneo aplanado en el occipucio, temperamento razonador…; pulso trémulo, índole romántica…

El señor Souza, volviéndose al teósofo impasible, dijo:

– A este negro lo voy a hacer estudiar para médico. ¿Qué le parece, Demetrio?

El teósofo, sin inmutarse.

– Está bien… aunque todo hombre puede ser útil a la humanidad, por más insignificante que sea su posición social.

– Je, je; usted siempre filósofo -y el señor Souza volviéndose a mí, dijo:

– A ver… amigo Astier, escriba lo que se le ocurra en este momento.

Vacilé; después anoté con un precioso lapicero de oro que deferente el hombre me entregó:

"La cal hierve cuando la mojan."

– ¿Medio anarquista, eh? Cuide su cerebro, amiguito… cuídelo, que entre los 20 y 22 años va a sufrir un surmenage.

Como ignoraba, pregunté:

– ¿Qué quiere decir surmenage?

Palidecí. Aun ahora cuando le recuerdo, me avergüenzo.

– Es un decir -reparó-. Todos nuestros sentimientos es conveniente que sean dominados -y prosiguió:

– El amigo Demetrio me ha dicho que ha inventado usted no sé qué cosas.

Por los cristales de la mampara penetraba gran claridad solar, y un súbito recuerdo de miseria me entristeció de tal forma que vacilé en responderle, pero con voz amarga lo hice.

– Sí, algunas cositas… un proyectil señalero, un contador automático de estrellas…

– Teoría… sueños… -me interrumpió restregándose las manos-. Yo lo conozco a Ricaldoni, y con todos sus inventos no ha pasado de ser un simple profesor de física. El que quiere enriquecerse tiene que inventar cosas prácticas, sencillas.

Me sentí laminado de angustia.

Continuó:

– El que patentó el juego del diábolo, ¿sabe usted quién fue?… Un estudiante suizo, aburrido de invierno en su cuarto. Ganó una barbaridad de pesos, igual que ese otro norteamericano que inventó el lápiz con gomita en un extremo.

Calló, y sacando una petaca de oro con un florón de rubíes en el dorso, nos invitó con cigarrillos de tabaco rubio.


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