De pronto, una enronquecida voz, cantó allí, abajo, con la melancolía de los borrachos:

Maldito aquel día que te conocí,

ay macarena, ay macarena.

"Ha sospechado… no… pero sí… no… a ver", y creí que mi corazón se agrietaba, con tanta fuerza arrojaba la sangre en las venas.

Al llegar al pasillo, el desconocido rezongó nuevamente:

ay macarena, ay macarena.

– Enrique -susurré-, Enrique.

Nadie respondió.

Con una agria hediondez de vino, trajo el viento el ruido de un eructo.

– Es un borracho -sopló en mi oreja Enrique-. Si viene lo amordazamos.

El intruso se alejaba arrastrando los pies, y desapareció al final del corredor. En un recodo se detuvo, y le escuchamos forcejear en el picaporte de una puerta que cerró estrepitosamente tras él.

– ¡De buena nos libramos!

– Y vos, Lucio… ¿qué estás tan callado?

– De alegría, hermano, de alegría.

– ¿Y cómo lo viste?

– Estaba sentado en la escalera; aquí te quiero ver. Zás, de pronto siento un ruido, me asomo y veo la puerta de fierro que se abre. Te la voglio dire. ¡Qué emoción!

– Mirá si el tipo se nos viene al humo.

– Yo lo "enfrío" -dijo Enrique.

– ¿Y ahora qué hacemos?

– ¿Qué vamos a hacer? Irnos, que es hora.

Bajamos en puntillas sonriendo. Lucio llevaba el paquete de las lámparas. Enrique y yo dos pesados bultos de libros. No sé por qué, en la oscuridad de la escalera pensé en el resplandor del sol, y reí despacio.

– ¿De qué te reís? -preguntó malhumorado Enrique.

– No sé.

– ¿No encontraremos ningún cana?

– No, de aquí a casa no hay.

– Ya lo dijiste antes.

– ¡Además, con esta lluvia!

– ¡Caramba!

– ¿Qué hay, che Enrique?

– Me olvidé cerrar la puerta de la biblioteca. Dame la linterna.

Se la entregué, y a grandes pasos Irzubeta desapareció.

Aguardándole, nos sentamos sobre el mármol de un escalón.

Temblaba de frío en la oscuridad. El agua se estrellaba rabiosamente contra los mosaicos del patio. Involuntariamente se me cerraron los párpados, y por mi espíritu resbaló, en un anochecimiento lejano, el semblante de imploración de la amada niña, inmóvil, junto al álamo negro. Y la voz interior, recalcitrante, insistía:

"¡Te he querido, Eleonora! ¡Ah!, ¡si supieras cuánto te he querido!"

Cuando llegó Enrique, traía unos volúmenes bajo el brazo.

– ¿Y eso?

– Es la Geografía de Malte Brun. Me la guardo para mí.

– ¿Cerraste bien la puerta?

– Sí, lo mejor que pude.

– ¿Habrá quedado bien?

– No se conoce nada.

– ¿Che, y el curdelón ese? ¿Habrá cerrado con llave la puerta de calle?

La ocurrencia de Enrique fue acertada. La puerta cancel estaba entreabierta y salimos.

Un torrente de agua, borbolleando, corría entre dos aceras, y menguada su furia, la lluvia descendía fina, compacta, obstinada.

A pesar de la carga, prudencia y temor aceleraban la soltura de nuestras piernas.

– Lindo golpe.

– Sí, lindo.

– ¿Qué opinás, Lucio, que dejemos esto en tu casa?

– No digás estupideces; mañana mismo reducimos todo.

– ¿Cuántas bombas traeremos?

– Treinta.

– Lindo golpe -repitió Lucio-. ¿Y de libros?

– Más o menos yo calculé setenta pesos -dijo Enrique.

– ¿Qué hora tenés, Lucio?

– Deben ser las tres.

No, no era tarde, mas la fatiga, la angustia, las tinieblas y el silencio, los árboles goteando en nuestras espaldas enfriadas, todo ello hacía que la noche nos pareciera eterna, y dijo Enrique con melancolía:

– Sí, es demasiado tarde.

Estremecidos de frío y cansancio, entramos a la casa de Lucio.

– Despacio, che, no se despierten las viejas.

– ¿Y dónde guardamos esto?

– Espérensen.

Lentamente giró la puerta en sus goznes. Lucio penetró a la habitación e hizo girar la llave del conmutador.

– Pasen, che, les presento mi bulín.

El ropero en un ángulo, una mesita de madera blanca, y una cama. Sobre la cabecera del lecho extendía sus retorcidos brazos piadosos un Cristo Negro, y en un marco, en actitud dolorosísima, miraba al cielo raso un cromo de Lida Borelli.

Extenuados nos dejamos caer en la cama.

En los semblantes relajados de sueño, la fatiga acrecentaba la oscuridad de las ojeras. Nuestras pupilas inmóviles permanecían fijas en los muros blancos, ora próximos, ora distantes, como en la óptica fantástica de una fiebre.

Lucio ocultó los paquetes en el ropero y pensativo sentóse en el borde de la mesa, cogiéndose una rodilla entre las dos manos.

– ¿Y la Geografía?

El silencio tornó a pesar sobre los espíritus mojados, sobre nuestros semblantes lívidos, sobre las entreabiertas manos amoratadas.

Me levanté sombrío, sin apartar la mirada del muro blanco.

– Dame el revólver, me voy.

– Te acompaño -dijo Irzubeta incorporándose en el lecho, y en la oscuridad nos perdimos por las calles sin pronunciar palabras, con adusto rostro y encorvadas espaldas.

Terminaba de desnudarme, cuando tres golpes frenéticos repercutieron en la puerta de la calle, tres golpes urgentísimos que me erizaron el cabello.

Vertiginosamente pensé: La policía me ha seguido… la policía… la policía… jadeaba mi alma.

El golpe aullador se repitió otras tres veces, con más ansiedad, con más furor, con más urgencia.

Tomé el revólver y desnudo salí a la puerta.

No terminé de abrir la hoja y Enrique se desplomó en mis brazos. Algunos libros rodaron por el pavimento.

– Cerrá, cerrá que me persiguen; cerrá, Silvio -habló con voz enronquecida Irzubeta.

Lo arrastré bajo el techo de la galería.

– ¿Qué pasa, Silvio, qué pasa? -gritó mi madre asustada desde su habitación.

– Nada, callate… un vigilante que lo corría a Enrique por una pelea.

En el silencio de la noche, que el miedo hacía cómplice de la justicia inquisidora, resonó el silbido del pito de un polizonte, y un caballo al galope cruzó la bocacalle. Otra vez el terrible sonido, multiplicado, se repitió en distintos puntos cercanos.

Como serpentinas cruzaban la altura las clamantes llamadas de los vigilantes.

Un vecino abrió la puerta de calle, se escucharon las voces de un diálogo, y Enrique y yo en la oscuridad de la galería, temblorosos nos estrechábamos uno contra otro. Por todas partes los silbos inquietantes se prolongaban amenazadores, numerosos, en tanto que de la carrera siniestra para cazar al delincuente, nos llegaba el ruido de herraduras de caballos, de galopes frenéticos, las bruscas detenciones en el resbaladizo adoquinado, el retroceso de los polizontes. Y yo tenía al perseguido entre mis brazos, su cuerpo tembloroso de espanto contra mí, y una misericordia infinita me inclinaba hacia el adolescente quebrantado.

Lo arrastré hasta mi tugurio. Le castañeteaban los dientes. Tiritando de miedo, se dejó caer en una silla y sus azoradas pupilas engrandecidas de espanto se fijaron en la sonrosada pantalla de la lámpara.

Otra vez cruzó un caballo la calle, pero con tanta lentitud que creía se detendría frente a mi casa. Después, el vigilante espoleó su cabalgadura y las llamadas de los silbatos que se hacían menos frecuentes, cesaron por completo.

– Agua, dame agua.

Le alcancé una garrafa, y bebió ávidamente. En su garganta el agua cantaba. Un suspiro amplio le contrajo el pecho.

Después, sin apartar la inmóvil pupila de la pantalla sonrosada, sonrió con la sonrisa extraña e incierta de quien despierta de un miedo alucinante.

Dijo:

– Gracias, Silvio -y aún sonreía, ilimitadamente anchurosa el alma en el inesperado prodigio de su salvación.


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