Pura Vicario le contó a mi madre que se había acostado a las once de la noche después de que las hijas mayores la ayudaron a poner un poco de orden en los estragos de la boda. Como a las diez, cuando todavía quedaban algunos borrachos cantando en el patio, Ángela Vicario había mandado a pedir una maletita de cosas personales que estaba en el ropero de su dormitorio, y ella quiso mandarle también una maleta con ropa de diario, pero el recadero estaba de prisa. Se había dormido a fondo cuando tocaron a la puerta. «Fueron tres toques muy despacio -le contó a mi madre-, pero tenían esa cosa rara de las malas noticias». Le contó que había abierto la puerta sin encender la luz para no despertar a nadie, y vio a Bayardo San Román en el resplandor del farol público, con la camisa de seda sin abotonar y los pantalones de fantasía sostenidos con tirantes elásticos. «Tenía ese color verde de los sueños», le dijo Pura Vicario a mi madre. Ángela Vicario estaba en la sombra, de modo que sólo la vio cuando Bayardo San Román la agarró por el brazo y la puso en la luz. Llevaba el traje de raso en piltrafas y estaba envuelta con una toalla hasta la cintura. Pura Vicario creyó que se habían desbarrancado con el automóvil y estaban muertos en el fondo del precipicio.
– Ave María Purísima -dijo aterrada-. Contesten si todavía son de este mundo.
Bayardo San Román no entró, sino que empujó con suavidad a su esposa hacia el interior de la casa, sin decir una palabra. Después besó a Pura Vicario en la mejilla y le habló con una voz de muy hondo desaliento pero con mucha ternura.
– Gracias por todo, madre -le dijo-. Usted es una santa.
Sólo Pura Vicario supo lo que hizo en las dos horas siguientes, y se fue a la muerte con su secreto. «Lo único que recuerdo es que me sostenía por el pelo con una mano y me golpeaba con la otra con tanta rabia que pensé que me iba a matar», me contó Ángela Vicario. Pero hasta eso lo hizo con tanto sigilo, que su marido y sus hijas mayores, dormidos en los otros cuartos, no se enteraron de nada hasta el amanecer cuando ya estaba consumado el desastre.
Los gemelos volvieron a la casa un poco antes de las tres, llamados de urgencia por su madre. Encontraron a Ángela Vicario tumbada bocabajo en un sofá del comedor y con la cara macerada a golpes, pero había terminado de llorar. «Ya no estaba asustada -me dijo-. Al contrario: sentía como si por fin me hubiera quitado de encima la conduerma de la muerte, y lo único que quería era que todo terminara rápido para tirarme a dormir».
Pedro Vicario, el más resuelto de los hermanos, la levantó en vilo por la cintura y la sentó en la mesa del comedor.
– Anda, niña -le dijo temblando de rabia-: dinos quién fue.
Ella se demoró apenas el tiempo necesario para decir el nombre. Lo buscó en las tinieblas, lo encontró a primera vista entre los tantos y tantos nombres confundibles de este mundo y del otro, y lo dejó clavado en la pared con su dardo certero, como a una mariposa sin albedrío cuya sentencia estaba escrita desde siempre.
– Santiago Nasar -dijo.
El abogado sustentó la tesis del homicidio en legítima defensa del honor, que fue admitida por el tribunal de conciencia, y los gemelos declararon al final del juicio que hubieran vuelto a hacerlo mil veces por los mismos motivos. Fueron ellos quienes vislumbraron el recurso de la defensa desde que se rindieron ante su iglesia pocos minutos después del crimen. Irrumpieron jadeando en la Casa Cural, perseguidos de cerca por un grupo de árabes enardecidos, y pusieron los cuchillos con el acero limpio en la mesa del padre Amador. Ambos estaban exhaustos por el trabajo bárbaro de la muerte, y tenían la ropa y los brazos empapados y la cara embadurnada de sudor y de sangre todavía viva, pero él párroco recordaba la rendición como un acto de una gran dignidad.
– Lo matamos a conciencia -dijo Pedro Vicario-, pero somos inocentes.
– Tal vez ante Dios -dijo el padre Amador.
– Ante Dios y ante los hombres -dijo Pablo Vicario-. Fue un asunto de honor.
Más aún: en la reconstrucción de los hechos fingieron un encarnizamiento mucho más inclemente que el de la realidad, hasta el extremo de que fue necesario reparar con fondos públicos la puerta principal de la casa de Plácida Linero, que quedó desportillada a punta de cuchillo. En el panóptico de Riohacha, donde estuvieron tres años en espera del juicio porque no tenían con que pagar la fianza para la libertad condicional, los reclusos más antiguos los recordaban por su buen carácter y su espíritu social, pero nunca advirtieron en ellos ningún indicio de arrepentimiento. Sin embargo, la realidad parecía ser que los hermanos Vicario no hicieron nada de lo que convenía para matar a Santiago Nasar de inmediato y sin espectáculo público, sino que hicieron mucho más de lo que era imaginable para que alguien les impidiera matarlo, y no lo consiguieron.
Según me dijeron años después, habían empezado por buscarlo en la casa de María Alejandrina Cervantes, donde estuvieron con él hasta las dos. Este dato, como muchos otros, no fue registrado en el sumario. En realidad, Santiago Nasar ya no estaba ahí a la hora en que los gemelos dicen que fueron a buscarlo, pues habíamos salido a hacer una ronda de serenatas, pero en todo caso no era cierto que hubieran ido. «Jamás habrían vuelto a salir de aquí», me dijo María Alejandrina Cervantes, y conociéndola tan bien, nunca lo puse en duda. En cambio, lo fueron a esperar en la casa de Clotilde Armenta, por donde sabían que iba a pasar medio mundo menos Santiago Nasar. «Era el único lugar abierto», declararon al instructor. «Tarde o temprano tenía que salir por ahí», me dijeron a mí, después de que fueron absueltos. Sin embargo, cualquiera sabía que la puerta principal de la casa de Plácida Linero permanecía trancada por dentro, inclusive durante el día, y que Santiago Nasar llevaba siempre consigo las llaves de la entrada posterior. Por allí entró de regreso a su casa, en efecto, cuando hacía más de una hora que los gemelos Vicario lo esperaban por el otro lado, y si después salió por la puerta de la plaza cuando iba a recibir al obispo fue por una razón tan imprevista que el mismo instructor del sumario no acabó de entenderla.
Nunca hubo una muerte más anunciada. Después de que la hermana les reveló el nombre, los gemelos Vicario pasaron por el depósito de la pocilga, donde guardaban los útiles de sacrificio, y escogieron los dos cuchillos mejores: uno de descuartizar, de diez pulgadas de largo por dos y media de ancho, y otro de limpiar, de siete pulgadas de largo por una y media de ancho. Los envolvieron en un trapo, y se fueron a afilarlos en el mercado de carnes, donde apenas empezaban a abrir algunos expendios. Los primeros clientes eran escasos, pero veintidós personas declararon haber oído cuanto dijeron, y todas coincidían en la impresión de que lo habían dicho con el único propósito de que los oyeran. Faustino Santos, un carnicero amigo, los vio entrar a las 3.20 cuando acababa de abrir su mesa de vísceras, y no entendió por qué llegaban el lunes y tan temprano, y todavía con los vestidos de paño oscuro de la boda. Estaba acostumbrado a verlos los viernes, pero un poco más tarde, y con los delantales de cuero que se ponían para la matanza. «Pensé que estaban tan borrachos -me dijo Faustino Santos-, que no sólo se habían equivocado de hora sino también de fecha». Les recordó que era lunes.
– Quién no lo sabe, pendejo -le contestó de buen modo Pablo Vicario-. Sólo venimos a afilar los cuchillos.
Los afilaron en la piedra giratoria, y como lo hacían siempre: Pedro sosteniendo los dos cuchillos y alternándolos en la piedra, y Pablo dándole vuelta a la manivela. Al mismo tiempo hablaban del esplendor de la boda con los otros carniceros. Algunos se quejaron de no haber recibido su ración de pastel, a pesar de ser compañeros de oficio, y ellos les prometieron que las harían mandar más tarde. Al final, hicieron cantar los cuchillos en la piedra, y Pablo puso el suyo junto a la lámpara para que destellara el acero: