Otras veces se decía que lo más probable era que la Fuerza se encontrara soterrada en el interior del hombre que la buscaba con afán, erróneamente, fuera de sí mismo.

Si así acontecía, ¿mediante qué procedimiento podía desprendérsela de su intrincado caracol interno, ponerla en marcha, y recoger los prodigios que debía suscitar?

Estanislao cavilaba trabajosamente sus hipótesis disparatadas. Existía un MERGEFIELD secreto. Los que lo poseían, sonriendo con suficiencia irónica negaban el más allá; otros movían la cabeza como indicando que la moneda con que debía pagarse tal MERGEFIELD secreto era sumamente ardua, y Balder, después de acumular series de conjeturas, se abandonaba a la indolencia, diciéndose confiado:

– De cualquier manera algo extraordinario tiene que ocurrir en mi vida.

Pasaba el tiempo. Apartándolo de sus problemas de técnica profesional, vivía sumergido en la inactividad que le imponían sus sentidos incapaces.

Se decía que MERGEFIELD tenía condiciones; lo reveló ante ciertos problemas, pero su apatía era mucho más fuerte que su voluntad de acción.

Los días se deslizaban monótonos y grises, mientras que él con mirada tumefacta y envidiosa observaba de lejos el camino de otros más fuertes.

Bien hubiera querido realizarse, deslumbrar a sus prójimos, pero tamañas virtudes no se obtienen con un simple deseo en un minuto de entusiasmo baladí. Desaparecido el impulso primero que lo había levantado hasta la cresta de las nubes, se acurrucaba en el fondo de esa neblina que velaba sus gestos con una incertidumbre de afásico, cuyo mecanismo motriz se encuentra lesionado.

Se acostumbró a vivir en las profundidades de la cavilación. Su obra de ayudante en oficinas técnicas no le satisfacía. Él no había nacido para tan insignificantes menesteres. Su destino era realizar creaciones magníficas, edificios monumentales, obeliscos titánicos recorridos internamente de trenes eléctricos. Transformaría la ciudad en un panorama de sueños de hadas con esqueletos de metales duros y cristales policromos. Acumulaba cálculos y presupuestos, sus delirios eran tanto más magníficos a medida que de menos fuerzas disponía para realizarlos.

En tanto, el fracaso de su existencia trascendía hasta a lo físico.

Su rostro brillaba de grasitud cutánea. Estaba sumamente encorvado, el talle torcido, el trasero pesado, la caja del pecho encogida, los brazos inertes, los movimientos torpes.

A pesar de que no tenía veintisiete años, gruesas arrugas comenzaron a diseñarse en su rostro. Al caminar arrastraba los pies. Visto de atrás parecía jorobado, caminando de frente dijérase que avanzaba sobre un plano ondulado, de tal manera se cantoneaba por inercia. El pelo se escapaba por sus sienes hasta cubrirle las orejas, vestía mal, siempre se le veía con la barba crecida y las uñas orladas de tinta.

Además echaba vientre.

Tal era su estampa irrisoria de abúlico de café, que con expresión desganada de hombre acabado, deja circular los días entre sus dedos amarillos de nicotina:

– ¡Oh, si se pudiera firmar un contrato con el diablo!

Y lo notable es que hubiera suscripto el pacto con el demonio.

Es de creer por momentos que este hombre atravesaba crisis de estupidez, empujado por la desesperación.

Lo salvaba el espíritu, perezoso frenesí sordo que urgía el milagro. En el fondo de la caverna de carne, el alma de Balder solicitaba permanentemente el prodigio. Suponía a los peores infernales más piadosos que los divinos, y en consecuencia apelaba a ellos con devoción rayana en la locura.

Muchas veces, al ir a acostarse, quedábase sentado a la orilla de la cama, miraba melancólicamente sus pies callosos, e invocaba a las fuerzas del más allá para que lo salvaran de la muerte.

– ¡Oh, tú, demonio, que fuiste fuerte y desafiaste a Dios!, ¿serás tan canalla que no tengas piedad de mí? ¿Por qué no vienes? Yo no tengo inconveniente en firmarte un contrato. Cierto es que muchos pretenderán hacer la misma operación contigo, ya lo sé, pero ellos son inferiores a mí, y tú también lo sabes. Es necesario que me salve, que me convierta en un héroe; en fin, esas cláusulas del contrato nosotros las convendríamos después. Lo esencial es que vengas.

Ninguna voz extrahumana respondía a la súplica de Balder, pero él, contra la lógica materialista que nos dice y repite hasta la saciedad que nada desde el Más Allá puede interceder en favor de nuestra penuria, creía que se salvaría.

Alguien, MERGEFIELD un acontencimiento, lo salvaría. ¿De qué modo? No podía preverlo. Pero cualquier día, una mano misteriosa entre los dos horizontes crepusculares de la noche y el amanecer, le arrojaría el salvavidas. Braceando desesperadamente llegaría a la otra orilla del mar sucio donde flotaba en compañía de sus semejantes, encontraría un continente flamante; su envoltura física, torcida y fatigada, se desprendería como la piel de una serpiente, y él surgiría ante los seres humanos, ágil y espléndido, más fuerte que un dios creador.

Se adormecía con ligera sonrisa. A través de los párpados cerrados, percibía en la distancia la figura de la jovencita. Luego, sobre telones de oscuridad, ángulos de rascacielos y obeliscos, él cruzaba bajo cables de trenes aéreos, un estrépito espantoso se amontonaba en sus oídos, y necesitaba hacer un esfuerzo para no saltar de la cama y gritar en la desolación del cuarto, frente a su esposa que estaba adormecida en otra cama:

– Soy un dios que cruza anónimo por la tierra.

Transcurrían los meses.

A intervalos tuvo relaciones con mujeres.

Se desengañaba en juegos fáciles e indiferentes. Ellas no lo satisfacían, y Balder tampoco demostraba aptitudes para resultarles agradable.

Se acostaba con ellas con la misma facilidad que concurría al café a conversar con amigos que no estimaba, mas indispensables por la fuerza de la costumbre.

Sobrellevaba la monotonía de su vida con resignación de cadáver.

En ciertas circunstancias, se esforzaba por descubrir los aspectos interesados de la personalidad de sus amigas, luego, decepcionado de la vaciedad que revelaban, abandonada todo buen propósito y su conducta era lisa y llanamente la de un desvergonzado, a quien se le importa un comino lo que la gente opine de él.

Incluso experimentaba determinada alegría malévola en jugarle malas pasadas a sus compañeras de reservados. Ellas adolecían de la misma facilidad que él, para proporcionarse relaciones que con fantástica inconsciencia llamaban MERGEFIELD amorosas.

Junto a su esposa se aburría. Admitía de buen grado que posiblemente se hastiara junto a otra mujer, si por una serie de obligaciones contraídas se viera obligado a convivir.

Analizaba a su mujer y la encontraba semejante a las esposas de sus amigos. Todas ofrecían características semejantes. Eran singularmente amargadas, ambiciosas, vanidosas, rigurosamente honestas, y con un orgullo inmenso de tal honestidad. A veces se le antojaba que este orgullo estaba en razón inversa del reprimido deseo de dejar de ser honestas. Lo más notable del caso es que si alguna de estas mujeres honestas, para singularizarse hubiera dejado de serlo, con semejante actitud no habría agregado ningún encanto a su personalidad. Habían nacido para enfundarse en un camisón que les llegaba a lo talones y hacerse la señal de la cruz antes de dormirse. Pavoneaban una estructura mental modelada en todas las restricciones que la hipocresía del régimen burgués impone a sus desdichadas servidoras.

MERGEFIELD Estas mujeres tienen que ser hecha pedazos por la revolución, violadas por los ebrios en la calle, se decía a veces Balder.

Su esposa, como otros tantos de cientos de esposas anónimas, era una excelente dueña de casa, pero él no era hombre de regodearse en el espectáculo de un piso bien encerado, o en la pantalla calcada en la matriz de una hoja arrancada de la revista Para Ti o El Hogar.

Su mujer bordaba excelentemente, cocinaba muy bien, hacía un poco de ruido en el piano, mas estas virtudes domésticas no alteraban el punto de vista de Balder, irónico e indiferente.

¿Qué relaciones existían entre un piso encerado o una albóndiga a punto, y la felicidad?

Las mujeres de sus amigos eran más o menos semejantes a su esposa, lo cual no impedía que tarde o temprano un colega de Balder, se le acercara diciéndole:

– ¿Sabés?, me estoy enamorando de mi querida.

Estanislao los examinaba con cierta envidia. Se acordaba del pelirrojo Günter. Iba un cuarto de hora antes a la alcoba donde tenía que reunirse con su amante. Y desparramaba entre las sábanas tallos de nardos. Y Balder sonriendo malévolamente le decía:

– ¿Y en la cama de tu esposa no desparramas nardos?

¿Y Gonzalo Sacerdote? Cuando hablaba de MERGEFIELD ella tartamudeaba de felicidad, se recogía en una especie de silencio interminable. No había uno de ellos que en ciertas circunstancias se recatara de confidenciar intimidades que un temperamento delicado hubiera mantenido en el más escrupuloso secreto.

Con cierto horror se preguntaba Balder:

– ¿Pero qué vida viven estos hombres? ¿Son hipócritas o sensuales? ¿O es que existe el mundo de que ellos alardean?

No eran ni lo uno ni lo otro. Después de espiarlos meses, de observarlos continuamente, llegaba a la conclusión de que sus actos eran perfectamente lógicos, explicables:


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