No podían vivir sin ilusiones.
Se casaron jóvenes, y pronto las ilusiones desaparecieron. Casi todos ellos tenían una base moral que les impedía abandonar a su esposa para seguir a la que amaban. Así creía Balder al principio. Luego constató que tal base moral no existía. Ellos sabían que de abandonar a su esposa para convivir con la amante, hubieran terminado por hastiarse junto a ésta como ahora se hartaban de monotonía junto a la esposa.
Incluso en algunos de ellos identificaba el embrión de un drama futuro. Y como no podía menos de analizar, llegaba entonces a la desoladora conclusión de que ninguna de esas mujeres era responsable del hastío de su marido, de la desolación arenosa de la vida de hogar. No. Ellas, en el fondo, eran tan desdichadas como sus esposos. Vivían casi herméticamente enclaustradas en su vida interior a la cual el esposo entraba por excepción.
Esas mujeres honestas (sin dejar de serlo prácticamente) tenían curiosidades sexuales, hambre de aventuras, sed de amor. Llegado el momento, por excepción, sólo una que otra se hubiera apartado de la línea recta.
La conciencia de ellas estaba estructurada por la sociedad que las había deformado en la escuela, y como las hormigas o las abejas que no se niegan al sacrificio más terrible, satisfacían las exigencias del espíritu grupal. Pertenecían a la generación del año 1900.
Para substituir la ausencia de vida espiritual (el religiosismo en su forma de culto es olvidado por las mujeres en cuanto éstas se casan) iban al cine. Leían escasas novelas fáciles, más se interesaban por las intrigas de actrices de la pantalla, y cavilaban sus escándalos y los de sus galanes cuyos adulterios ofrecían a estas imaginaciones reducidas pero hambrientas, un mundo extraordinario. Allí no podían entrar los esposos, como en el mundo de la curiosidad femenina tampoco encontraban paso estos hombres cuando estaban de novios.
Vivían en monotonía, de la misma manera que sus maridos. La diferencia consistía en que ellas no disfrutaban de ningún derecho.
Encadenadas por escrúpulos que la seducción burguesa les había incrustado en el entendimiento, lo soñaban todo, sin ser capaces, por pusilanimidad, de tomar nada. Y de hacer algo, como ponían ilusión, ejecutaban sus actos con esa efusiva torpeza que caracteriza la falta de MERGEFIELD training en el pecado.
Balder analizaba los problemas que se ofrecían a sus ojos, buscando características de su personalidad a través de ellos.
¿Era un monstruo? ¿Era un sensual?
No amaba a ninguna de sus amantes, y alguna de ellas eran extraordinariamente lindas. Cuando recordaba se encogía de hombros. No animado por orgullo de conquistador fatigado, sino porque comprendía la inutilidad del placer sexual si no se desarrollaba acompañado de amor.
Casi todas esas muchachas (sus amigas) pertenecían al grado inmediato que antecede a la mediana burguesía. Hijas de empleados o comerciantes. Tenían hermanos y novios empleados o comerciantes. Ocupaban por sistema casas cuya fachada se podía confundir con el frente de viviendas ocupadas por familias de la mediana burguesía. No frecuentaban almacén, feria ni carnicería, porque ello hubiera sido en desmedro de su categoría. A la calle salían vestidas correctamente. En ciertas circunstancias, un portero no habría podido individualizar a la semiburguesa de la aristócrata, como era establecer las diferentes fachadas de las casas ocupadas por esta gente.
La finalidad de estas jóvenes era casarse. La finalidad de sus hermanos o novios era engañar mujeres, y casarse luego ventajosamente. El matrimonio constituía el punto final de estos machos y de estas hembras. Un claro anormal en la gruesa corriente de pensamiento era casarse por amor. Frecuentemente confundían la pasión amorosa con un blando sentimiento de afecto, que le permitía ser dueñas de sí mismas, en todas las circunstancias, y calcular las ventajas económicas que implicaba el cambio de posición. Ellos no. Se casaban MERGEFIELD cuando no podían más.
Las que perdían notoriamente la virginidad antes de casarse eran, para todas aquellas otras mujeres que llegaban vírgenes al matrimonio, unas MERGEFIELD perdidas. Si estas perdidas conseguían casarse, la gente no tenía inconveniente en tratarlas, restituirles su afecto e intimar con ellas. A las mujeres honestas les agrada escarbar en los recuerdos de estas otras. Curiosidad que se justifica.
Cuando uno de dichos tipos de jovencita porteña (constituyen el noventa por ciento de la población femenina), se encontraba frente a Balder, lo repudiaba de inmediato o se convertía en una amiga. Balder no era como los otros hombres. Podían conversar de las penurias de su alma, sin que los ojos se le inflamaran de llamaradas de lujuria.
Balder compadecía irónicamente a esas muchachas hipócritas, le admiraban y aterrorizaban los simulacros de pasión que tenían que efectuar junto a un imbécil, la gama de aburrimientos que soportaban con la esperanza de libertarse de la tutela familiar en el Registro Civil.
Algunas de estas desgraciadas a los veintisiete años estaban aún en la masturbación y la mentira, otras, más jóvenes, le hacían preguntas que lo divertían extraordinariamente:
– »¿Cómo eran los prostíbulos?»
– »¿Sentían felicidad esas mujeres de llevar una vida semejante?»
– ¿Eran felices los hombres con ellas? ¿Tenían modales refinados?»
¿»Sus hermanos, cuando de noche faltaban a sus casas, venían de tales parajes?»
– »¿Cómo se las componían esas mujeres para evitar los hijos?»
Algunas lamentábanse de no haber nacido hombres, para correr aventuras. Balder, encogiéndose de hombros, hacía comentarios duros: MERGEFIELD los hombres estaban aún en peor situación que ellas, y la conversación súbitamente se interrumpía al chocar con el silencio de esas muchachas que permanecían pensativas mirando el espacio. Algunas caras graves, semblantes serios de atención, lo enternecían; entonces, para romper la tensión interior de esas almas entristecidas, les daba un papirotazo en la punta de la nariz preguntándoles irónicamente:
– ¿Por qué no conversan de esos asuntos con sus novios?
Las jóvenes se tomaban la cabeza entre las manos y cuchicheaban, mirándose escandalizadas:
¿Preguntarles semejantes barbaridades a sus novios? ¿Estaba loco Balder? Era imposible, ellos hubieran pensado terriblemente mal, confundiéndolas con unas locas o, en caso contrario, tratarían de sacar provecho en una dirección sexual.
No, no y no. Los novios estaban colocados en un especialísimo estado mental. Su trato requería determinadas precauciones, cierta técnica y = mise en scène: a un futuro esposo no se le manifestaban curiosidades que su estupidez puede considerar como síntomas de tendencias peligrosas.
– ¿Y qué conversan ustedes entonces? -les preguntaba Balder perplejo, y ellas haciendo un gesto displicente que podía expresar MERGEFIELD vea la situación a que estamos reducidas, contestaban:
– ¿Y de qué quiere que conversemos? De tonterías.
Por tonterías entendían al apapanatado merengue del tema amoroso, el silencio de los que nada tienen que decirse, los convencionales: Balder se horrorizaba diez minutos, recordaba las conversaciones mantenidas con su esposa y reconocía que eran más o menos idénticas en estupidez a estas otras que le asombraban. Callaba preocupado.
– ¿Qué piensa usted, Balder?
– ¿Qué quiere que piense? Me parece que todos somos unos hipócritas.
– Sin embargo no se puede vivir de otra manera.
Balder recapacitaba:
– Sí, se puede vivir. Lo que hay es que somos unos farsantes sin coraje.
– ¿Qué debe hacerse?…
– ¿Qué debe hacerse?… ¿qué debe hacerse?… lo grave es que mirando en redor no se descubre nada más que mentiras, y la gente se habituó de tal modo a ellas, que cualquier verdad, incluso la más inocente y accesible, les parece una injuria a las buenas costumbres.
Otras veces se preguntaba:
– ¿Hasta qué punto estos hipócritas aparentan ignorar la verdad para tener pretextos de vivir como perfectos fariseos? ¿Será posible que sostengan a los extremos que lo hacen, su comedia?
Llegaba inevitablemente a una fatal conclusión:
– El hogar es una mentira. Existe nada más que de nombre. Substancialmente, lo que se define por hogar, es una pocilga, en la cual un macho, respetablemente denominado esposo, practica los vicios más atroces sin que una hembra, su respetable esposa, se de por enterada. Pero, ¿y los vicios existían? ¿Qué hogares podían ser aquéllos, donde tres vidas, padre, madre e hijo, con prescindencia del sexo, vivían internamente separados por el desnivel de sus experiencias?
La experiencia del padre era distinta a la de a madre. Y la del hijo, referida a estas otras dos experiencias, no guardaba ninguna simetría. Padre, madre, hijo, cada uno giraba vitales intereses distintos, con razones comunes de afecto a la cohesión. Frecuentemente, las razones consistían en disciplina, desconocimiento y temor al mundo, sensibilidad pareja, semejanzas psíquicas. Lo evidente es que los dedos de un cuerpo joven y las restricciones morales impuestas por vidas ya agotadas, creaban en el rincón de basura invisibles círculos de aislamiento. Bajo apariencia de comunión cotidiana, comunión de palabras o gestos, existían murallas y fronteras, parecidísimas a las que se interponen entre dos hombres que hallan idiomas distintos.