En aquel momento, la radio del coche sonó.

– Chris -le avisó el operador-, el jefe quiere hablar contigo.

– Adelante.

– Chris -dijo el capitán con voz nerviosa-, la policía de Nueva York cree que tu pista es lo más cercano que tienen para salvar la vida al niño.

Seguiremos removiendo cielo y tierra para encontrar a Lenihan; pero, mientras tanto, intenta recordar por todos los medios si ella te dijo algo más, algo que nos sea útil…

– Eso trato de hacer, señor. Ahora me encuentro en la Thruway. Si le parece bien, me gustaría ir hacia el oeste. Si el sujeto estaba en la cola del McDonald's más o menos a la misma hora que yo, en este momento debe de hallarse a unos diez o quince minutos de aquí. Si así empiezo a ganar tiempo, quizá me encuentre más cerca de ellos cuando sepamos algo de Deidre. Y me gustaría estar allí cuando lo cojamos.

– De acuerdo, adelante. Y, Chris, por todos los santos, piensa. ¿Estás seguro de que la chica no te dijo algo más concreto sobre el niño con la medalla de San Cristóbal o acerca del coche en que iba?

"¡Acabo!"

La palabra acudió a su mente en ese instante. ¿Era su imaginación o Deidre había dicho: "acabo de ver a un niño con una medalla de San Cristóbal"?

Sacudió la cabeza. No podía asegurarlo. Sabía que el coche que estaba delante del suyo en el McDonald's era un Toyota marrón con matrícula de Nueva York.

Pero en aquel coche no viajaba ningún niño, o por lo menos él no lo había visto. De eso sí que estaba seguro.

A pesar de todo… aunque Deidre hubiese dicho "acabo", no significaba que se refiriera al Toyota. ¿Qué número de matrícula tenía el coche? No lo recordaba.

Pero sabía que había visto algo especial en él. ¿Qué era?

– ¿Chris? -La voz del supervisor era severa y lo arrancó de su ensoñación.

– Lo siento, señor, trataba de recordar. Creo que Deidre dijo que "acababa" de ver a un niño con una medalla. Si se refería en concreto al coche que yo tenía delante, entonces era un Toyota marrón con matrícula de Nueva York.

– ¿Recuerdas el número?

– No, se me ha quedado la mente en blanco. Debía de estar pensando en otra cosa.

– ¿Y seguro que había un niño en el coche?

– Yo no lo vi.

– Eso no nos sirve de mucho. Probablemente, uno de cada tres coches en la carretera sea un Toyota, y con una noche tan mala como ésta, ni se distinguen los colores. Es posible que todos parezcan marrones.

– No, éste era marrón, de eso estoy seguro. Ojalá recordara con exactitud las palabras de Deidre.

– Bueno, no te tortures. Ojalá encontremos a la señorita Lenihan. Entretanto, otro coche patrulla cubrirá tu puesto. Dirígete al oeste, y ya hablaremos más tarde.

"Al menos siento que estoy haciendo algo", pensó Chris mientras dejaba la radio, ponía el motor en marcha y apretaba el pedal del acelerador.

El coche patrulla arrancó deprisa. "Si hay algo que sé bien, es conducir", pensó, adelantando por el arcén a los conductores cuidadosos.

Trató de recordar qué había visto delante en el McDonald's. Tenía la certeza de que estaba allí, grabado en su mente.

Ojalá lo recordara. Mientras se esforzaba, tenía la sensación de que algo en su subconsciente pugnaba por trasmitirle a gritos esa información. ¡Si lograra escucharla!

Entretanto, cada centímetro de su metro noventa y dos de estatura le advertía que el tiempo se acababa para el niño desaparecido.

Jimmy hervía de impaciencia. ¿Que sucedía con todos aquellos coches? Parecían conducidos por ancianas. Hacía media hora que se acercaba a la siguiente salida, y sabía que tenía que abandonar la autopista en aquel preciso instante. Un cartel le indicó que faltaban quinientos metros para la salida 41, que llevaba a un pueblo llamado Waterloo.

"Waterloo, buen nombre para el chaval", pensó, con una sonrisa satisfecha.

Había dejado de nevar; pero no estaba seguro de que eso le favoreciera. El aguanieve estaba convirtiéndose en hielo, y eso lo obligaba a ir más despacio aún. Además, a los polis que pasaran por allí, buscándolo, les sería más fácil verlo sin nieve.

Pasó al carril de la derecha. Al cabo de un minuto saldría de la Thruway. De repente, unas luces rojas de freno se iluminaron en el coche que tenía delante, y Jimmy vio con creciente enfado y frustración que aquel vehículo empezaba a colear.

– ¡Gilipollas! -chilló-. ¡Gilipollas! ¡Gilipollas!

Brian se enderezó, con los ojos abiertos de par en par, completamente despierto. Jimmy comenzó a maldecir con una ininterrumpida serie de groserías mientras se percataba de lo ocurrido. Un vehículo quitanieves, cinco o seis coches más adelante, acababa de pasarse al carril de salida, y él, de manera instintiva, había girado el volante del Toyota hacia el carril del centro, esquivando a duras penas al coche que coleaba delante. Mientras adelantaba al quitanieves, se pasó la salida.

Dio un puñetazo contra el volante. Tendría que esperar hasta la salida 42 para abandonar la Thruway. ¿A qué distancia estaba?, Se preguntó.

Pero cuando miró por el retrovisor la salida que acababa de saltarse, se dio cuenta de que había tenido mucha suerte. En la rampa había un montículo; por eso el quitanieves había invadido aquel carril. Si hubiese intentado salir, quizá se hubiera quedado atascado durante horas.

Por fin vio el cartel indicador de que la siguiente salida estaba a diez kilómetros. Incluso a esa velocidad, tardaría más de quince minutos. Notó que los neumáticos se agarraban mejor al asfalto. Seguramente habían limpiado aquel trecho. Jimmy palpó el arma debajo de la chaqueta. ¿Debía sacarla y esconderla debajo del asiento?

No, decidió, si un poli trataba de pararlo la necesitaba donde la llevaba. Miró el cuentakilómetros parcial. Lo había puesto a cero al salir. Indicaba que habían recorrido poco más de cuatrocientos ochenta kilómetros.

Aún faltaba bastante, pero el simple hecho de saber que estaba más cerca de la frontera canadiense y de Paige le producía una sensación tan excitante que casi la saboreó.

Esa vez le saldría bien, y no importaba qué hiciera, no sería tan tonto como para dejarse coger por la bofia.

Notó que el niño se movía a su lado, tratando de acomodarse para volver a dormir. "¡Qué horror! -pensó-. Debería haberlo abandonado a los cinco minutos de salir. Tenía el coche y el dinero, ¿para qué lo necesitaba?"

Ansiaba que llegara el momento en que pudiera deshacerse del chico y sentirse a salvo.

El agente Ortiz acompañó a Catherine, la madre de ésta y Michael a la entrada de la calle Cincuenta de la catedral de San Patricio. Un guardia de seguridad los aguardaba fuera.

– Tenemos asientos para ustedes en la sección reservada, señora -dijo a Catherine mientras le abría la pesada puerta.

El majestuoso sonido de la orquesta encabezada por el órgano y acompañada por el coro llenaba la gran catedral, que estaba repleta de fieles.

Aleluya, aleluya, cantaba el coro.

"Aleluya, aleluya -pensó Catherine-. Dios quiera que esta noche termine así."

Pasaron junto al pesebre. Las figuras de la Virgen, José y los pastores, todas de tamaño natural, rodeaban la cuna de heno vacía. Sabía que la imagen del Niño Jesús sería puesta dentro durante la misa.

El guardia de seguridad les mostró los asientos que tenían en la segunda fila del pasillo central. Catherine indicó a su madre que pasara primero.

– Tú ponte entre nosotras, Michael -susurró a su hijo, porque ella quería estar en el extremo de la fila, para así ver cuándo se abría la puerta.

– Señora Dornan -dijo el agente Ortiz, inclinándose-, vendré en cuanto tengamos noticias. Si no, cuando la misa termine, el guardia los acompañará y yo estaré esperándoles fuera.

– Gracias -respondió Catherine, y se hincó de rodillas.

La música se transformó en un brioso himno triunfal cuando empezó la procesión: coro, acólitos, diácono, sacerdotes y obispos precedían al cardenal, que llevaba el cayado en la mano.


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