Y se lanzó a describir, enigmático y parco en detalles, la conspiración de turno que, buena tinta, caballeros, obraba en su conocimiento gracias a ciertas confidencias que le habían hecho relevantes personajes de su misma logia cuyos nombres prefería mantener en el anonimato. Que la intriga a la que se refería fuese del dominio público, como otra media docena más, no restaba un ápice a su entusiasmo. En voz baja, con furtivas miradas en torno, palabras a medias y otras precauciones de rigor, Carreño fue enumerando los pormenores de la empresa en que, confío en su discreción, caballeros, él se encontraba metido hasta el cuello, o poco menos. Las logias -solfa referirse a las logias con la misma familiaridad que otros usaban al hablar de los parientes- se estaban moviendo mucho. Por supuesto, nada de Carlos VII; además, sin el viejo Cabrera, el sobrino de Montemolín estaba lejos de dar la talla. Alfonsito, descartado; no más Borbones. Quizás un príncipe extranjero, constitucional y todo eso, aunque decían que Prim se inclinaba por el cuñado de la reina, Montpensier. Y si no, la Gloriosa, que tan feliz haría al amigo Cárceles.

– Gloriosa y federal -apostilló el periodista, mirando a don Lucas con manifiesta mala intención-. Para que se vayan enterando los servilones de lo que vale un peine.

Don Lucas recogió la puya. Era un blanco sumamente fácil a la hora de tomar varas.

– Eso, eso -exclamó con un bufido de desaliento-. Federal, democrática, anticlerical, librepensadora, chusmosa y puñetera. Todos iguales y una guillotina en la Puerta del Sol, con don Agapito manejando el ingenioso mecanismo. Ni Cortes, ni leches. Asambleas populares en Cuatro Caminos, en Ventas, en Vallecas, en Carabanchel… Eso es lo que proponen los correligionarios del señor Cárceles. ¡Somos el África de Europa!

Llegó Fausto con las medias tostadas. Jaime Astarloa mojó pensativo la suya en el café. Le aburrían soberanamente las interminables polémicas que libraban sus contertulios, pero no eran éstos una compañía peor ni mejor que otra cualquiera. El par de horas que cada tarde pasaba con ellos le ayudaba, al menos, a aliviar su soledad. Con todos los defectos, gruñones y malhumorados, despotricando contra cualquier bicho viviente, al menos se proporcionaban unos a otros la ventaja de poder comunicarse en voz alta sus respectivas frustraciones. En el reducido círculo, cada uno de sus integrantes hallaba tácitamente en los otros el consuelo de saber que el propio fracaso no era un hecho aislado, sino compartido en mayor o menor medida por los demás. Eso era lo que por encima de todo los unta, haciéndoles mantenerse fieles a su diaria reunión. A pesar de las frecuentes disputas, de sus discrepancias políticas y de la diversidad de talantes, los cinco contertulios se profesaban una retorcida solidaridad que, aunque habría sido negada por todos en caso de formularse abiertamente, podría compararse a la de esos seres solitarios que se aprietan unos contra otros en busca de calor.

Don Jaime paseó la mirada a su alrededor y sus ojos se encontraron con los del profesor de música, graves y dulces. Marcelino Romero, rozando la cuarentena, vivía desde un par de años atrás atormentado por un amor imposible, una honesta madre de familia cuya hija había aprendido de su mano los rudimentos musicales. Finalizada hacía meses la relación profesor-discípula-madre, el pobre hombre paseaba cada día bajo cierto balcón de la calle Hortaleza, rumiando estoicamente una ternura no correspondida y sin esperanza.

El maestro de esgrima le sonrió a Romero con simpatía, y el otro respondió distraídamente, sin duda absorto en sus tormentos interiores. Pensó don Jaime que era imposible no encontrar una sombra agridulce de mujer en la memoria de cualquier hombre. También él tenía la suya; pero de aquello hacía ya demasiado tiempo.

El reloj de Correos dio las siete campanadas. El gato seguía sin hallar ratón que llevarse a la boca, y Agapito Cárceles recitaba un soneto anónimo dedicado al difunto Narváez, cuya autoría intentaba atribuirse entre el escepticismo guasón de la concurrencia:

Si alguna vez de Loja en el camino hallas un calañés puesto en el suelo…

Don Lucas bostezaba ostensiblemente, más por fastidiar a su amigo que por otra cosa. Dos señoras de buen ver pasaron por la calle, junto a la ventana del café, echando sin detenerse una ojeada al interior. Se inclinaron cortésmente todos los contertulios salvo Cárceles, concentrado en su declamación:

… Detén un poco el paso, peregrino, que allí reposa ya, gracias al Cielo, el héroe de más rumbo y menos pelo que gobernó la Fspaña a lo argelino…

Un voceador ambulante iba por la calle ofreciendo pirulís de La Habana, volviéndose de vez en cuando para espantar a un par de chicuelos descamisados que lo seguían mirando codiciosos su mercancía. Un grupo de estudiantes entró en el café a tomar un refresco. Llevaban periódicos en la mano y discutían animadamente sobre la última actuación callejera de la Guardia Civil, a la que aludían jocosamente como Guardia Cerril. Algunos se detuvieron, divertidos, para escuchar a Cárceles recitando la elegía fúnebre del duque de Valencia:

… Guerrero sin combates, mas con suerte, fue la lujuria su adorada diosa y entre gula y lujuria halló la muerte. Si hacer quieres por él alguna cosa, levanta el calañés, escupe fuerte, reza un responso y cágate en la fosa.

Los jóvenes vitorearon a Cárceles y éste saludó, emocionado por la favorable reacción del improvisado auditorio. Se dieron un par de vivas a la democracia y el periodista fue invitado a una ronda. Don Lucas se retorcía el bigote, ebrio de santa ira. El gato se enroscaba a sus pies, legañoso y patético, como queriendo brindarle su miserable consuelo.

El ruido de los floretes resonaba en la galería.

– Atención a ese compás… Así, muy bien. En cuarta. Bien. En tercia. Bien. Primera. Bien. Ahora dos en primera, así… Calma. Atrás cubriendo, eso es. Atención ahora. Sobre las armas. A mí. No importa, repítalo. A mí. Oblígueme a parar en primera dos veces.

Bien. ¡Firme ahí! Evite. Así. ¡Derecho ahora! ¡A fondo!… Bien. Tocado. Excelente, don Álvaro.

Jaime Astarloa puso el florete bajo su brazo izquierdo, se quitó la careta y tomó aliento. Alvarito Salanova se frotaba las muñecas; su voz insegura, de adolescente, sonó tras la rejilla metálica que le cubría el rostro.

– ¿Qué tal estuve, maestro?

El profesor de esgrima sonrió, aprobador.

– Bastante bien, señor mío. Bastante bien -indicó con un gesto el florete que el joven sostenía en la mano derecha-. Sigue usted, sin embargo, dejándose ganar los tercios del arma con cierta facilidad. Si vuelve a verse en ese apuro no dude en romper distancia, retrocediendo un paso.

– Sí, maestro.

Se volvió con Jaime hacia los otros discípulos que, equipados y con la careta bajo el brazo, habían presenciado el asalto:

– Dejarse ganar los tercios es quedar a merced del adversario… ¿Estamos todos de acuerdo?

Tres voces juveniles corearon una respuesta afirmativa. Como Alvarito Salanova, tenían entre catorce y diecisiete años. Dos eran hermanos, los Cazorla, rubios y extraordinariamente parecidos, hijos de militar. El otro era un joven de tez enrojecida por infinidad de pequeños granitos que le daban un desagradable aspecto. Se llamaba Manuel de Soto, era hijo del conde de Sueca, y el maestro había abandonado hacía tiempo la esperanza de convertirlo en un esgrimista razonable; poseía un temperamento demasiado nervioso, y en cuanto cruzaba cuatro veces el florete se armaba un lío de mil demonios. En cuanto al pollo Salanova, un mozarrón moreno y apuesto, de muy buena familia, era sin duda el mejor. En otro tiempo, con la preparación y la disciplina adecuadas, habría brillado en los salones como tirador de raza; pero a tales alturas del siglo, pensaba don Jaime con amargura, sus dotes pronto quedarían anuladas por el entorno, donde otro tipo de diversiones encandilaba más a la juventud: viajes, equitación, caza y frivolidades sin cuento. Por desgracia, el mundo moderno ofrecía a los jóvenes demasiadas tentaciones que alejaban de sus espíritus el temple necesario para hallar plena satisfacción en un arte como la esgrima.

Llevó la mano izquierda a la punta embotonada de su florete y curvó ligeramente la hoja.

Ahora, caballeros, me gustaría que uno de ustedes practicase un poco con don Álvaro esa parada en segunda que nos trae a todos de cabeza -decidió ser piadoso con el joven de los granos, designando al menor de los Cazorla-. Usted mismo, don Francisco.

Se adelantó el aludido, colocándose la careta. Como sus compañeros, vestía de blanco de pies a cabeza.

– En línea.

Se ajustaron las manoplas ambos jóvenes, quedando frente a frente. -En guardia.

Saludaron levantando el florete antes de adoptar la posición clásica de combate, adelantando la pierna derecha, ligeramente flexionadas ambas, el brazo izquierdo hacia atrás, en ángulo recto con la mano abandonada, caída hacia adelante.

– Recuerden el viejo principio. Hay que sostener la empuñadura como si tuviésemos un pájaro en las manos: con la suavidad precisa para no aplastarlo, y con la firmeza suficiente para que no eche a volar… Esto va sobre todo por usted, don Francisco, que muestra una irritante tendencia a ser desarmado. ¿Comprendido?

– Sí, maestro.

– Pues no perdamos más tiempo. A su asunto, caballeros.

Sonaron suavemente las hojas de acero. El joven Cazorla inició el ataque con gracia y fortuna; era rápido de piernas y puño, moviéndose con la ingravidez de una pluma. Por su parte, Alvarito Salanova se cubría con bastante desahogo, retrocediendo un paso en lugar de saltar hacia atrás en momentos de peligro, parando de forma irreprochable cada vez que su adversario le ofrecía el movimiento. Al cabo de un rato cambiaron los papeles y le llegó a Salanova el turno de tirarse a fondo una y otra vez, para que su compañero solucionase el problema con el florete en segunda. Estuvieron así, tirando y parando, hasta que Paquito Cazorla cometió un error que le hizo bajar en exceso la guardia tras una infructuosa estocada. Con un grito de triunfo, dejándose llevar por la excitación del asalto, su oponente abandonó toda precaución para zapatearle sobre el peto dos rápidos botonazos.

Don Jaime frunció el ceño y puso fin a la lid, interponiendo su florete entre ambos jóvenes.


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