– Debo hacerles una reconvención, caballeros -dijo con severidad-. La esgrima es un arte, muy cierto; pero ante todo es una ciencia útil. Cuando se empuña un florete o un sable, aunque éstos lleven un botón en la punta o tengan el filo embotado, jamás se debe plantear la cuestión como un juego. Cuando sientan ustedes deseos de jugar, recurran al aro, la peonza o los soldaditos de plomo. ¿Me estoy explicando bien, señor Salanova?
El aludido hizo un brusco movimiento con la cabeza, cubierta por la careta de esgrima. Los ojos grises del maestro lo miraron con dureza.
– No he tenido el placer de escuchar su respuesta, señor Salanova -añadió, severo-. Y no estoy acostumbrado a dirigirme a personas cuyo rostro no puedo ver.
Balbució el joven una disculpa y se quitó la careta; estaba rojo como la grana y miraba, avergonzado, la punta de sus escarpines.
– Le preguntaba si me he explicado bien.
– Sí.
– No he oído su respuesta. -Sí, maestro.
Jaime Astarloa miró al resto de sus alumnos. Los jóvenes rostros estaban a su alrededor, graves y expectantes.
– Todo el arte, toda la ciencia que intento inculcar en ustedes se resume en una sola palabra: eficacia…
Alvarito Salanova levantó los ojos y cruzó con el joven Cazorla una mirada de mal disimulado rencor. Don Jaime hablaba con el botón del florete apoyado en el suelo y las dos manos sobre el pomo de la empuñadura:
– Nuestro objetivo -añadió- no es encandilar a nadie con un airoso floreo, ni realizar discutibles hazañas como las que acaba de ofrecernos don Alvaro; hazaña que podía haberle costado muy cara en un asalto a punta desnuda… Nuestra meta es dejar fuera de combate al adversario de forma limpia, rápida y eficaz, con el menor riesgo posible por nuestra parte. Nunca dos estocadas si basta con una; en la segunda puede llegarnos una peligrosa respuesta. Nunca poses gallardas o exageradamente elegantes si desvían nuestra atención del fin supremo: evitar morir y, si es inevitable, matar al adversario. La esgrima es, ante todo, un ejercicio práctico.
– Mi padre dice que la esgrima es buena porque es higiénica -protestó comedidamente el mayor de los Cazorla-. Eso que los ingleses llaman sport.
Don Jaime miró a su discípulo como si acabase de escuchar una herejía.
– No dudo que su señor padre tendrá sus motivos para afirmar tal cosa. No lo dudo en absoluto. Pero yo le aseguro a usted que la esgrima es mucho más. Constituye una ciencia exacta, matemática, donde la suma de determinados factores conduce invariablemente al mismo producto: el triunfo o el fracaso, la vida o la muerte… Yo no les dedico mi tiempo para que hagan sport, sino para que aprendan una técnica altamente depurada que un día, a requerimiento de la patria o del honor, puede serles muy útil. Me tiene sin cuidado que ustedes sean fuertes o débiles, elegantes o desmañados, que estén tísicos o perfectamente sanos… Lo que importa es que, con florete o sable en la mano, puedan sentirse iguales o superiores a cualquier otro hombre del mundo.
– Pero existen las armas de fuego, maestro -aventuró tímidamente Manolito de Soto-. La pistola, por ejemplo: parece mucho más eficaz que el florete, e iguala a todo el mundo -se rascó la nariz-. Como la democracia.
Jaime Astarloa arrugó el entrecejo. Sus ojos grises se clavaron en el joven con inaudita frialdad.
– La pistola no es un arma, sino una impertinencia. Puestos a matarse, los hombres deben hacerlo cara a cara; no desde lejos, como infames salteadores de caminos. El arma blanca tiene una ética de la que todas las demás carecen… Y si me apuran, diría que hasta una mística. La esgrima es una mística de caballeros. Y mucho más en los tiempos que corren.
Paquito Cazorla levantó una mano con aire de duda.
– Maestro, yo leí la semana pasada en La Ilustración un articulo sobre esgrima… Las armas modernas la están volviendo inútil, decía poco más o menos. Y la conclusión era que sables y floretes terminarán siendo piezas de museo…
Movió don Jaime lentamente la cabeza, como si hubiera escuchado hasta la saciedad la misma canción. Contempló su propia imagen en los grandes espejos de la galería: el viejo maestro rodeado por los últimos discípulos que permanecían fieles, velando a su lado. ¿Hasta cuándo?
– Razón de peso para seguir siendo leales -respondió con tristeza, sin aclarar si se refería a la esgrima o a él mismo.
Con la careta bajo el brazo y el florete apoyado sobre el escarpín del pie derecho, Alvarito Salanova hizo una mueca escéptica:
– Tal vez algún día ya no habrá maestros de esgrima -dijo.
Hubo un largo silencio. Jaime Astarloa miraba abstraído a lo lejos, como si observara el mundo más allá de las paredes de la galería.
– Tal vez -murmuró, absorto en la contemplación de imágenes que sólo él podía ver-. Pero déjeme decirle una cosa… El día que se extinga el último maestro de armas, cuanto de noble y honroso tiene todavía la ancestral lid del hombre contra el hombre, bajará con él a la tumba… Ya sólo habrá lugar para el trabuco y la cachicuerna, la emboscada y el navajazo.
Los cuatro muchachos lo escuchaban, demasiado jóvenes para comprender. Don Jaime los miró uno por uno, deteniéndose finalmente en Alvarito Salanova.
– En realidad -las arrugas se agolpaban en torno a sus ojos sonrientes, amargos y burlones- no les envidio a ustedes las guerras que vivirán dentro de veinte o treinta años.
En ese momento llamaron a la puerta, y nada volvió a ser igual en la vida del maestro de esgrima.