– ¿Olvida Vuesa Merced la obligatoriedad del débito conyugal?
– ¿Visto desde el Rey o desde la Reina? -arguyó rápidamente el jesuita.
– Yo lo entiendo como recíproco -intervino desde su altura un dominico de la Suprema-; aunque, naturalmente, en la mayor parte de los casos sea una servidumbre de la esposa, que no siempre está dispuesta y, sin embargo, debe acceder, en evitación de males mayores.
– Ése no es nuestro caso -respondió el padre Villaescusa-. El Rey no fue de putas porque la Reina le haya rechazado. Lo he investigado todo: el Rey hace varias semanas que no acude al dormitorio de la Reina. No ha habido, pues, rechazo que explique, sin justificarla, una infidelidad.
Fue en este momento cuando el Gran Inquisidor interrumpió la discusión con un bostezo: tan grande que casi se le desencaja la mandíbula; tan sonoro que apagó la respuesta del padre Almeida.
– Reverencias -dijo-, ¿no les parece que el primer punto de la discusión está suficientemente debatido? Nos consta que el Rey fue de putas, pero el padre Almeida, con su enorme sentido común, ha sembrado la duda de que los Reyes nuestros señores estén efectivamente casados. He dicho la duda, no la certeza. Se nombrará una comisión que lo estudie y dictamine. Queda en pie un pecado, en el aire otro, pero el que queda seguro es de la incumbencia del confesor, no de este alto Tribunal. Observo que Vuestras Mercedes están acaloradas. Yo también. Propongo un descanso mientras nos refrescamos con unas bebidas frías que he mandado apercibir. Se suspende, pues, la sesión por media hora.
Los asistentes que habían estado sentados, se pusieron de pie, con revuelo de hábitos de diversos cortes y colores. Los contendientes de aquella batalla dialéctica esperaron a que el Gran Inquisidor saliese, después de haber recogido (el Gran Inquisidor) las largas colas de la vestimenta. En la salida guardaron un riguroso turno de jerarquías, de modo, que sin mirarse, el padre Villaescusa y el de Almeida salieron emparejados. En el claustro les esperaban los refrescos.
3. Se distribuyeron por afinidades teológicas y por la afición a determinadas bebidas: quiénes al agua de cebada, quiénes a la zarzaparrilla, quiénes a la popular horchata, salvo el Gran Inquisidor, que prefirió un vaso de frío clarete bebido en su copa etrusca, una joya que había traído de Italia, adquirida tras misteriosos y arriesgados tratos en los que había intervenido un cardenal de la Santa Curia y una prostituta de claro linaje, muy afecta a los intereses de la Santa Sede, de la que había recibido un título de princesa que arrastraba por lechos ilustres, o al menos ricos: acariciaba Su Excelencia el exquisito cristal mientras paladeaba el vino, y tanto sus dedos como su lengua se estremecían de recuerdos gloriosos. Miraba, desde su altura, a sus colegas, y salvo el padre Enríquez, que era hermano de un grande de España, metido a fraile por un fracaso amoroso, y el padre Almeida, evidentemente distinguido, consideraba a los demás como patanes atiborrados de textos en latín, malolientes algunos, toscos de modales los demás, venidos de la gleba, fugitivos del arado. Alguno de ellos sería pronto obispo. ¡Dios mío, ojalá lo fuera de tierras lueñes, donde tantos indios quedaban por convertir aunque fuera a latigazos! Cualquier cosa menos recibirlos en audiencia un mes y otro, a aquellos frailes, a plantearle cuestiones de herejías rurales, listas de sospechosos judaizantes y moriscos, o de gentes ignaras de extrañas prácticas sexuales. «¿Quién no será judío en este país?» Y recordó a su tatarabuela, conversa de Zaragoza, que en tiempo del rey Fernando había apuntalado con sus doblones una antiquísima casa de godos que se venía abajo. Se había quitado el guante de la mano izquierda, guante morado de arzobispo in partibus, para catar mejor el frescor del refrigerio y la delicada talla del cristal.
Dos dominicos y dos franciscanos se habían metido a discutir sobre los pecados del Rey, a la luz de los informes llegados, a unos y otros, por caminos populares. Las posibilidades eran tres, según dichos informes: cuatro copulaciones y un fracaso a la quinta, las cuatro copulaciones sin fracaso, y el fracaso como única realidad pecaminosa. Lo que se discutía no dejaba de ser complicado: si las cuatro copulaciones debían considerarse como un solo pecado, o como cuatro; si el fracaso, aislado o en conjunto unitario, debería considerarse también como falta mortal en grado de intención, o si ciertas circunstancias bastante inciertas y difíciles de dilucidar, como si la intención hubiera sido provocada por la cómplice o si había obedecido a un impulso real, podía entenderse como meramente venial; finalmente, si la cómplice, sabedora sin duda alguna de con quién compartía el lecho y a quién ofrecía su colaboración para el pecado, debía o no ser considerada reo de un delito contra el Estado, no sólo de habitual pecadora contra Dios, y, por lo tanto, transferirla a la jurisdicción ordinaria para que la juzgasen según las leyes civiles. Metían tanto barullo en latín y en romance, que la mayor parte de los presentes habían acabado por formar corro y los escuchaban con muestras de aprobación o de repulsa, salvo el padre Rivadesella, que se reía de ellos francamente. El padre Almeida no figuraba entre los vociferantes: se había arrimado a una pilastra y contemplaba cómo la luz doraba las ramas de los árboles, y cómo más abajo iba muriendo en las flores. Se le acercó el Gran Inquisidor, sonriente.
– No es imposible, padre Almeida, que un día de éstos tenga usted que acudir, en coche cerrado y escoltado, para responder a las preguntas que este Santo Tribunal quiera hacerle acerca de la ortodoxia y de su doctrina particular; pero, entretanto, quiero manifestarle que me es usted simpático, que me gustaría que almorzásemos a solas antes de que tenga que detenerlo, y que lamento que su destino a Inglaterra ponga su vida en peligro. No conozco las costumbres y los métodos de la justicia inglesa, pero de lo que sí estoy seguro es de que mi mano no podrá llegar hasta aquellas tierras para aliviarle los tormentos. Aquí sería otra cosa.
El padre Almeida le hizo una reverencia muy gentil, más francesa que española.
– Excelencia, le agradezco esa muestra de deferencia que acaba de comunicarme, y le manifiesto a mi vez tanto mi disposición para escucharle como para compartir su mesa, si bien le advierto que, después de tantos años de ausencia del mundo civilizado, acaso mis modales no sean todo lo exquisitos que vuestra presencia requiere.
– Eso no importa, padre. Por muchos que hayan sido sus años de apartamiento del mundo, lo que se mama no desaparece jamás. Pero a mi vez le advierto que mi mesa es frugal. La Santa Inquisición es rica, pero su jefe es medianamente pobre. Le ofrezco una sopa juliana, bien condimentada, es lo cierto, y un lomo de cerdo adobado que mi cocinero, un hombre del norte, prepara con ejemplar sabiduría -y al decir esto, miró de reojo al padre Almeida, quien respondió tranquilamente:
– No le hago ascos a ese lomo de cerdo, Excelencia. Va para siete años que no lo cato.
– Entonces, ¿le parece a usted mañana al mediodía?
– ¿Y no tendrá Vuestra Excelencia que mandarme prender antes?
– Procuraré evitarlo.
Un fámulo se abría paso entre el grupo de frailes en dirección al Gran Inquisidor. Con la debida licencia se aproximó a él y le dijo algo al oído. El Gran Inquisidor le respondió: «Tráelo inmediatamente», y muy cortés, aclaró al padre Almeida:
– Es un propio del Valido. Dios sabe lo que le habrá ocurrido a Su Excelencia.
El fámulo venía ya con el mensajero, un caballero respetabilísimo, de mediana edad, cruzado de alguna orden, al que el fámulo abrió paso hasta dejarlo frente al Prelado. El mensajero se hincó de rodillas, besó la mano que se le tendía, o, más bien, el anillo de amatista, y dejó en ella un pliego sellado. El Gran Inquisidor lo abrió, lo leyó y pidió al fámulo recado de escribir. Mientras esperaba, mandó alzarse al mensajero, y dijo confidencialmente al jesuita: