Después de acomodados en la sala de reuniones, en razón de jerarquías siguiendo un criterio piramidal, todavía se rezaron más latines, éstos sin música, y la cosa quedó como en el escenario de un teatro: el Gran Inquisidor en lo más alto, aunque la cola de su hábito bajase hasta los rangos inferiores y extendiese encima de las losas el triple triángulo de su remate; después venían los jueces propietarios, el padre Pérez, el padre Gómez, el padre Fernández y Enríquez de Hinestrosa, así hasta seis, con hábitos blancos, hábitos negros y hábitos combinados; de ellos gordos, de ellos flacos, regordetes de cara o estirados, reservados o expresivos: todo lo que en el mundo se sabía de Dios y de todo lo que he concierne estaba almacenado en los caletres de aquellos seis, que votaban las decisiones, y, en caso de empate, desempataba el Gran Inquisidor; quien, además, tenía el privilegio de vetar los acuerdos colegiados y sustituirlos por su opinión propia, caso que se daba pocas veces, sobre todo por el qué dirán. Más abajo se sentaban los distintos peritos: aquella vez uno por cada orden, incluidos los mostenses, los premostratenses, y algunas órdenes nuevas, como la Societate Iesu, a la que pertenecía el padre Almeida. Entraban y salían con sigilo, soplones, esbirros y demás gentuza, a la que se prohibió la entrada un poco antes del juramento. A partir de éste, la gran sala del consejo quedó clausurada para el exterior: amplia y sombría, alumbrada de candelabros, la presidía un Cristo entre dos luces: poco Cristo y muchas velas para local tan amplio, donde lo que destacaba era el presidente. ¡Tan refinado, tan aburrido, allá arriba, en su sitial, casi nimbado, casi divino bajo el bonete de cuatro cuernos agudos! Solía echar un sueñecito después de tomar el juramento a los presentes y hacer el resumen de los temas, o los hechos que se iban a discutir; esta vez añadió la noticia de que la sospechosa Marfisa, que el Santo Tribunal había convocado y mandado prender, no había sido hallada. «Seguramente, alguien la previno, y huyó.» Y muchos lo lamentaron, sobre todo el padre Villaescusa, capellán de palacio, que sudaba en el rango de los peritos consultores. Pero aquella tarde no pudo dormitar el presidente, porque los frailes de a pie chillaban, quizá porque el tono elevado de las voces cargase de razón a las ideas. Por lo pronto, el padre Villaescusa manifestó su disconformidad con la exposición que se hizo de los hechos, de tal modo redactada que daba la impresión de que se habían reunido a causa de unos pecados veniales del monarca. No es que hubieran mentido, ¡él no decía eso!, sino que se habían contado sin intercalar censuras, comentarios o condenaciones. «¡Nada de pecadillos! ¡Un verdadero adulterio y una verdadera profanación del santo sacramento del matrimonio!) Y aquí fue cuando el padre Almeida, el jesuita transeúnte y destinado al martirio, se levantó y pidió la palabra.
– Es para manifestar mis dudas de que se haya cometido adulterio.
– ¿Va a negar Su Paternidad que el Rey pasó la última noche en brazos de una prostituta? -le preguntó el padre Villaescusa, extrañado al mismo tiempo que irritado, y con el mismo tono de voz que si el padre Almeida viniese de otro planeta y se hubiera expresado en lengua desconocida-. ¿O es que niega Su Merced la verdad de lo que acaba de sernos leído? Claramente se dice que el Rey pasó la noche en brazos de esa tal Marfisa.
– ¡Dios me libre semejante atrevimiento!
– ¿Entonces? ¿Cuál es la opinión del padre Almeida?
– Sencillamente, dudo de que Sus Majestades estén casados, al menos delante del Señor.
Todo el mundo volvió la mirada hacia el jesuita portugués, y algo así como una ráfaga de incomprensión colectiva sacudió aquellas mentes esclarecidas. Hasta que el Gran Inquisidor, desde su altura indiferente, se dignó a examinarle con curiosidad, y fue él precisamente quien preguntó.
– ¿Qué está diciendo, padre Almeida?
El jesuita seguía de pie, y aquella concurrencia de miradas reprobadoras no parecía afectarle. A la pregunta del Gran Inquisidor siguieron varias voces.
– Explíquese, explíquese.
Y el padre Villaescusa añadió:
– Lo que acaba de decir incurre en una doble sanción, de la Iglesia y del Estado, porque está usted atribuyendo a los Reyes nada menos que un concubinato.
– Sí, aunque ellos lo ignoren; pero la Iglesia no puede ignorarlo.
– Insisto, padre Almeida, en que sea más explícito -rogó, con voz apaciguadora, el del asiento eminente.
Cuando el padre Almeida pidió que le permitiesen quitar la sotana, porque hacía mucho calor, más que con hostilidad, la mayor parte de los miembros de la Suprema le miraban atentamente, ya no iracundos, sino estupefactos, y aunque casi todos pensasen que a aquel desconocido convendría examinarle a conciencia de ortodoxia, la mayor parte de ellos había admitido, sin graves dificultades mentales, que no sería necesario el tormento, y que un hábil interrogatorio bastaría. Y entre ellos figuraban bastantes con reputación de hábiles interrogadores. El padre Almeida dobló cuidadosamente la sotana, y la dejó encima de su asiento, con el sombrero.
– Reverendos señores, no voy a citar a los santos padres ni a los sagrados textos. Sólo me permitiré recordarles la unanimidad de todos los moralistas y todos los teólogos en requerir, como condición básica del matrimonio, la libertad de los cónyuges. Ahora bien, nuestros amados Reyes, ¿eran libres al casarse?
Dirigió una mirada alrededor. Le escuchaban, pero no parecían dispuestos a contestarle, salvo el padre Villaescusa.
– ¿Quién lo duda? Fueron interrogados según los trámites del ceremonial, y ambos dijeron que sí.
– ¿Y podrían decir que no? Ruego a su paternidad que medite la respuesta.
El padre Villaescusa pareció dudar un momento. Luego, respondió.
– No entiendo la cuestión. El padre Almeida es demasiado sutil. No parece jesuita.
– ¿Sutil, dice Vuestra Reverencia? Pues yo lo veo bien claro: se trata de dos príncipes imbuidos de esta condición; se trata de dos adolescentes, a los cuales se les ha enseñado la obediencia a sus padres, que, además, son Reyes. ¿Cómo podrían decir que no? Sin embargo, sus síes estaban condicionados por el doble carácter de príncipes y adolescentes. No fueron afirmaciones libres.
De entre la masa de expertos salió una voz cascada.
– Acaso el padre Almeida no se dé cuenta de que está poniendo en tela de juicio la más antigua de nuestras costumbres, la de que los padres acuerden el matrimonio de tos hijos, así como la de recabar la anuencia de la Iglesia.
El padre Almeida se volvió al hablante, que era un fraile viejo de una orden secundaria.
– Yo no pongo nada en tela de juicio. Yo ni siquiera juzgo. Me limito a presentar a vuestras paternidades unos hechos indiscutibles, de los cuales, para este caso, y sólo este caso, me permito sacar consecuencias. Lo demás es de la incumbencia de este Santo Tribunal, no de la mía.
– Aun suponiendo que el padre Almeida tuviera razón, la ulterior consumación del matrimonio lo legaliza y santifica.
El padre Almeida no tuvo que cambiar de postura, ni siquiera mover la cabeza: su interlocutor se hallaba ante él, bien visible en su cólera contenida, pero evidente.
– Le ruego al reverendo padre Villaescusa que imagine por unos momentos que a un adolescente le dicen: esta noche tienes que entrar en la cámara de la Reina, y hacer esto y aquello. Y a la Reina le dicen: esta noche, el Rey entrará en tu cámara: déjate hacer, porque es tu obligación.
– Efectivamente, padre: era ésa su obligación. ¿Quién se atreve a dudarlo? La obligación de la esposa es recibir a su esposo en el lecho, y, como Su Paternidad dice, dejarle hacer.
– Admito que también fuese la obligación del Rey; pero, quien va obligado no va libre. -De seguir su doctrina, la mayor parte de los matrimonios serían ilegales.
– Eso, reverendo padre, no soy yo el que tiene que concluirlo. Me limito a mostrar a vuestras reverencias que los sucesivos accesos del Rey al cuerpo de la Reina fueron fruto del deber, no de la libertad.