– Dicen que es el que esta noche fue de putas con el Rey.

– Pues ya se lo pagará el Señor en su Gloria.

La misa la decía el padre Villaescusa, y el Nuncio de Roma ocupaba un sitial en el presbiterio. Quizá fuese el mismo Nuncio el más sorprendido del talante críptico y en cierto sentido tenebroso de la plática del capuchino, que no entendió nadie, y, menos que nadie, el Rey, siempre con la mirada perdida en sabe Dios qué tinieblas y la expresión bobalicona, que no le había abandonado. La única novedad era la de que, de vez en cuando, dirigía la mirada a la Reina, aunque no a la Reina propiamente, sino al lugar donde debía estar su escote, cuidadosamente tapado a la española por terciopelos exquisitos y joyeles discretos. A la Reina, su primera dama le daba de vez en cuando un codazo, «Majestad, el Rey la mira», pero, cuando la Reina volvía la cabeza, la mirada del Rey se había desviado ya hacia los contornos de sus recuerdos.

– Quiere saber si la Reina tiene tetas -exclamó un bufón malicioso, que recibió en la nalga el castigo de un agudo pellizco.

– ¿Quién se atreverá a escrutar los misterios de la voluntad divina? -tronaba el padre Villaescusa-. A los que lo intentaron, el Señor los castigó con la locura o la muerte. Él dijo: «Yo soy el que soy», y para que no enturbiásemos la pureza de su conciencia, nos dejó su decálogo: «… no matarás, no fornicarás, no cometerás adulterio…» Se dirigió aparentemente a cada uno de nosotros, pero, en cada uno de nosotros está representada la humanidad. Y ahí nos dejó para asombro de todos y ejercicio de humildad, el misterio de las responsabilidades. Se dirige a cada uno, pero la responsabilidad se reparte entre todos. Si peca el padre, lo paga la familia; si el Rey, su pueblo; si el Papa, toda la cristiandad…

Cuando habló de fornicar, nadie se dio por aludido; cuando de adulterio, muchas damas se sintieron más inocentes de lo que aparentaban, pero cuando aseguró que la familia pagaba los pecados del padre, el Valido pensó en su mujer, que allí estaba, a su lado, con sonrisa feliz y los ojos semicerrados. ¿Pensaba, como siempre, en los placeres del lecho? Hacía tiempo que el Valido se había convencido por sus propios medios intelectuales, algo mezclados de temor, eso es lo cierto, de que la esterilidad de su matrimonio se debía a la afición de su esposa a los juegos conyugales; a cómo se le arrejuntaba en la cama y lo provocaba; a cómo se remangaba el camisón más arriba de lo indispensable. Pero, por otra parte, su confesor le había dicho que nada de aquello era pecado. ¡Ah, qué misa aquélla! El Nuncio miraba al predicador y decía casi en voz audible: «Pero, ¿qué dice este energúmeno?» Los presentes hallaban en las palabras del padre Villaescusa razones para declinar torcedores de conciencia. Y el conde de la Peña Andrada se había ausentado de la capilla antes de la elevación, aunque sin hacer ruido: se había deslizado como una anguila y había recobrado después su puesto, al terminar la comunión, como si nada. Al conde de la Peña Andrada, en el salón, después de misa, cuando hacía la reverencia al Rey, éste le mandó cubrirse, con gran estupor de la corte entera y, sobre todo, del Valido. Pero esta gran sorpresa no fue la que se comento en los corrillos del atrio de San Felipe, sino lo de que Su Majestad, en voz baja y cautelosa y con cierto disimulo, hubiese susurrado a la camarera mayor de la Reina, la persona más próxima a ella según el protocolo:

– Dile a Su Majestad que quiero verla desnuda.

– Vuestra Majestad está loco.

La cara que puso la dama fue más allá del estupor, pero le quedaron fuerzas para desahogarse con su amiga más próxima, y ésta con su vecina, y así, la noticia en seguida dio la vuelta al salón, y llegó hasta el padre Villaescusa, llegó con su carga de espanto y de clarividencia; comprendió que, de tanta gente, sólo él tenía la razón del Señor repartida entre el corazón y la cabeza, y sólo él sabía cómo había que obrar. El capuchino no se desvistió: con ornamentos y casulla, permaneció en el altar, y, al bajar de él, se hizo preceder por la cruz y los ciriales; de esta guisa deambuló por pasillos y crujías, de modo que, cuando el Rey se acercó a los aposentos de la Reina, con ánimo de entrar, él se hallaba delante. Y cuando el Rey alargó la mano hacia el picaporte, la cruz se le atravesó ante la puerta, en ángulo inclinado sobre el eje vertical, y en los ojos encendidos del padre Villaescusa pudo leer el Rey un veto indiscutible. Soltó su mano el picaporte, se santiguó y giró sobre sí mismo. El Valido estaba allí, y el Rey le confió:

– Quiero ver a la Reina desnuda.

Y se marchó con el mismo rostro pasmado, aunque en sus pupilas ya brillaba la esperanza.

9. Lucrecia acudió a la puerta, alarmada por la fuerza del campanillazo; pero, al ver al criado Diego, se echó a reír.

– ¿Eres tú, perillán?

– Vengo a ver a tu ama, en secreto y con urgencia.

Marfisa se hallaba en el baño, medio dormida entre las caricias del agua tibia. La llegada de Lucrecia la despertó, y el recado de la urgente visita del criado Diego la sacó repentinamente de quicio, porque los recados del Gran Inquisidor no solían ser tan madrugadores.

– Será cosa del calor que hace, y que hoy es domingo. Échame una toalla que tape el baño, y que pase.

Cuando el criado del Gran Inquisidor la vio, deploró que hasta las putas, incomprensiblemente, sintieran pudor.

– ¿Qué te trae? -le preguntó Marfisa y él le respondió:

– Una sola palabra: escóndete.

Se miraron. Se entendieron. Marfisa apenas susurró:

– Está bien. Vete.

Y el criado Diego lo hizo, sin atreverse a curiosear en lo que se ocultaba debajo de la toalla, aquello que, alarmada Marfisa, ya empezaba a emerger. Marfisa llamó a Lucrecia.

– Pronto. Ayúdame a vestirme. Un traje de hombre. Y prepara lo más indispensable en un petate ligero.

Antes de que Lucrecia hubiera acudido con la ropa interior, ya Marfisa, desnuda, aunque enjuta, recorría el dormitorio y abría los armarios.

– Ése no, que es muy llamativo. Éste, castaño, que es de más disimulo. De la ropa interior no te preocupes: la más basta que haya, la de menos lujo.

Se vistió sola, y quedó hecha un garzón de cabellera rubia y un mechón que le nublaba los ojos y los disimulaba. Marfisa se probó dos sombreros: se quedó con el que mejor la cubría.

– Ahora me voy, y tú cierras la casa y te acercas al mentidero, bien velada, que no te reconozcan, y te enteras de lo que se cuenta, y publicas lo que pasó esta noche en esta casa. No lo tuyo del conde, que eso no le interesa a nadie, y duerme esta noche en casa de una amiga, o de quien quieras, pero escápales a los del Santo Oficio, que si no me hallan a mano, pueden contentarse contigo y someterte a tormento, para que digas dónde me escondo. ¿Cómo lo vas a decir, si no lo sabes? Por eso, como aunque te den tormento no podrás confesar, será mejor que no te cojan. No dejes de ir a misa al monasterio de San Plácido, que ya me las arreglaré para mandarte noticias. A la misa de nueve, ¿eh? No se te ocurra demorarte en el lecho con algún lindo que te plazca o con algún perulero que te pague. Yo, ahora, me voy. Y tú vete también, lo más pronto que puedas. Adiós.

Marfisa cogió el petate, caló el chapeo hasta esconder el rostro debajo del ala, y salió. Dando un rodeo, aunque no largo, se encaminó al monasterio de San Plácido. Se cruzó con gentes endomingadas que hablaban de los milagros de aquel día, y pudo enterarse, por alguien que lo comentaba a voces, que Su Majestad el Rey había expresado el deseo de ver a la Reina desnuda.

– ¿Adónde vamos a parar? Si el Rey no da el ejemplo, ¿de quién vamos a recibirlo?

Al llegar a la portería del monasterio, pidió ver a la abadesa, que en el mundo había sido una señorita de La Cerda.

– ¿De parte de quién le digo que quiere verla? -preguntó la tornera.


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