– Dígale que de parte de Marfisa. Y recoja, de paso, esta limosna para el cepillo de los Desamparados.
Tintineó el oro. La tornera alargó la mano ávida. Sus pasos resonaron por las losas de la portería y se perdieron en claustros y pasillos. Marfisa se sentó a esperar. Hacía calor, y se quitó el sombrero para abanicarse. Era hermosa la cabellera de Marfisa, y verla así, de garzón, hubiera hecho pecar a más de uno que reprimía deseos inconfesables. Se repitieron los pasos, esta vez dobles y en sentido contrario: de ellos, unos sonaban con autoridad; los otros, con timidez. La tornera abrió una puertecilla y rogó a Marfisa que pasara. Tras ella, cerró la puerta con doble llave. La abadesa la esperaba, sonriente.
– Ya sé que te has anunciado con una limosna espléndida.
– La ganancia de una noche, que ofrezco a Nuestra Señora de los Desamparados.
– ¿Qué te trae por aquí?
– Busco refugio contra los alguaciles de la Santa.
– ¿Se han metido contigo?
– Van a meterse.
– Puedo mandar a mi primo, el Gran Inquisidor, recado de que te deje en paz.
– A su amabilidad debo la advertencia.
– ¿Entonces…?
– Una monja más, en este monasterio, no llamará la atención de nadie.
La abadesa la cogió de la mano.
– Ven conmigo. Es una pena que hayas de ponerte el hábito, porque estás muy hermosa. Pero puedo asegurarte que no te exigiré que te cortes el pelo, aunque sí que no te vea el capellán, que es un sujeto raro.
Sin soltarla, atravesó con ella una gran puerta de cuarterones, y la llevó por los frescos vericuetos del monasterio. A través de, alguna ventana, verdeaban las plantas del jardín, y se escuchaban trinos de aves menudas, recogidas en -o acogidas a- aquel frescor. La madre tornera se quedó pensando que por qué razones la abadesa metía a un mancebo tan hermoso en la clausura, pero, como otras tantas cosas que no entendía, ahuyentó la pregunta de la mente. También tenía calor, y en aquella soledad le estaba permitido remangarse los hábitos y refrescar un poco la entrepierna en el aire que entraba por algún agujero.
10. Por la calor, la gente había dejado la capa en casa. Se abanicaban con lo más a mano, y muchos aparecían ligeramente despechugados, pechos peludos de machos redundantes, tal en oscuro, tales en gris. Los corros se habían congregado aquí y allá, sobre las gradas, o en el centro del atrio, o en las esquinas, hasta pisar las mismas piedras del umbral sagrado. Clérigos de bonetes puntiagudos iban de aquí para allá. Y el sol caía con fuerza. El corro más nutrido rodeaba a Lucrecia, bien tapada, que a veces se levantaba un resquicio del velo y rogaba al más próximo que le soplase en la garganta sudada. Había contado ya la aventura de su ama con el Rey, y empezaba a describir con abundancia de detalles la suya con el conde, pero aquel extremo no le importaba tanto al concurso.
– ¿De modo que cuatro pecados mortales?
– Y un gatillazo.
– Pues cuatro la misma noche es el tope que los teólogos ponen a las exageraciones de la carne.
– ¡A saber si fueron cuatro! Tú no estabas delante.
– Pero lo sé de buena tinta.
– Y nosotros sabemos que Marfisa es devota de la monarquía. ¿Cómo iba a dejar mal al monarca? Quator eadem nocte es una cifra que acredita a cualquiera.
– Para mí, lo único creíble es lo del gatillazo -dijo un cura narigudo y entrado en años-. Lo demás son fantasías de Marfisa, que acreditan, más que su fidelidad a las instituciones, su orgullo profesional. ¿Qué menos, para una mujer como ella, que cuatro pecados capitales? Se me están ocurriendo unos versos…
– ¡Dígalos ya, don Luis, si es que los tiene en la mente!
– Sólo cuatro, de momento, que pueden ser primeros de una décima:
Con Marfisa en la estacada
entraste tan desguarnido,
que su escudo, aunque hendido,
no pudo rajar tu espada.
– ¡Muy buenos, don Luis! ¡Prometen una décima inmortal!
– Eso que dice el cura es una canallada. El Rey pecó cuatro veces, y, a la quinta, se durmió. ¡Pobrecito! Mírese como se mire, además de Rey, es un muchacho.
– Tú cállate, alcahueta. ¿Por qué vamos a creerte, y no a don Luis? Él es hombre de experiencia.
– Me gustaría saber qué haría en la rama con Marfisa.
El llamado don Luis alzó las cejas y sonrió tristemente.
– Tiene razón la moza. ¿Qué iba a hacer yo en la cama con Marfisa, sino contemplarla y buscar unas metáforas? Un soneto también, quizá: pero a ver quién es el guapo que se atreve a pintar, aunque sea en verso, a una mujer desnuda.
E hizo con las manos una señal alusiva a la Santa Inquisición.
Fue en ese momento, quizá, o quizá algo más tarde, cuando alguien recién llegado armaba el alboroto en otro corro, un alboroto morrocotudo que dejó a Lucrecia sin clientela, y, de momento, sin continuación la décima de don Luis. El recién llegado juraba por sus muertos que el Rey, no hacía ni una hora, a la salida de misa, había expresado a voces y sin la menor precaución, que deseaba ver a la Reina desnuda. «¿"Deseo", dijo, o "quiero"? Porque no es lo mismo.»
Fue una carcajada general, una carcajada rijosa y estentórea, provocada por el modo que cada uno de los presentes tuvo de imaginar al Rey contemplando a la Reina en pelota: si de día o de noche, si con sol o a la luz de los candiles. Salieron a relucir, de labios gruesos bajo bigotes retorcidos, recuerdos a los cuatro pecados del Rey con Marfisa y el comentado gatillazo, chanzas de color subido y suposiciones irrespetuosas, hasta que un caballero estirado, de ascético semblante y mirada dogmática, hizo callar las risas con un imperioso «Caballeros, repórtense», dicho en tono tan dramático, que, de repente, fue como si se pusiera el sol. El corro se calló y todo el mundo miró a aquel severo enlutado en cuya mano, extendida hacia el centro del cotarro, puesta sobre el pecho luego, parecía haber recaído el honor de la Reina. Pero no fue de ella de quien se habló cuando el silencio dejó lugar a su palabra, sino que dijo:
– ¿Qué clase de insensatos son Vuestras Mercedes, que así se regocijan de lo que puede traernos calamidades, y las traerá de seguro si no se pone remedio? -Nadie le respondió, sino con miradas y rostros sorprendidos, y él continuó-: No sólo los protocolos de la corte se oponen a semejante disparate, sino que también lo impiden las leyes de Dios y de la Iglesia. El varón puede acceder a la mujer con fines de procreación y, si sus humores se lo exigen, para calmarlos, pero jamás con intenciones livianas, como lo sería la de contemplar desnuda a la propia esposa.
Lucrecia, al verse solitaria, se había incorporado al grupo.
– ¡Pues bien que miraba el Rey a Marfisa desnuda, cuando se despertó, esta mañana, mientras ella dormía!
El caballero de la mano al pecho se volvió hacia ella.
– No es lo mismo, señorita ignorante, mirar a una prostituta, que para eso está, cine a la esposa, recibida en santo sacramento, por muy francesa que sea, porque, aunque las francesas son livianas por naturaleza, al atravesar los Pirineos se contaminan de nuestras virtudes y aceptan nuestras costumbres y protocolos. El cuerpo de la esposa es sacrosanto; se le puede tocar, mas no mirar.
– ¡Pues hay dedos que tienen ojos! -respondió desvergonzadamente Lucrecia; y el caballero de la mano al pecho la miró con desprecio tan fulminante, que la muchacha, apretando el velo con la mano, salió pitando del corro y de la plaza, y se perdió en la calle Mayor, hacia la Puerta del Sol.
– Ya será una pelandusca -dijo alguien; y otro desconocido, aunque de muy buen porte, corroboró:
– ¡Una pelandusca cuya voz no me es desconocida! Juraría que es la criada de Marfisa.
Todo el mundo se volvió hacia él, incluido el caballero de la mano al pecho, y todos pensaron que quien conocía así a la criada, no debía desconocer al ama. Y le tuvieron envidia. El caballero bien portado saludó y se fue. El corro comenzó a deshacerse, tal para aquí, tales para acullá. El clérigo llamado don Luis se marchó en compañía de un par de incondicionales.