Fui hasta el coche, munido del palo largo y de otro, de menores dimensiones, cogido del montón de leña. Doña Soledad permaneció junto a la puerta de la casa.
Comencé por distraer al perro con el más corto de los palos, sostenido con la mano derecha, a la vez que, con la otra, intentaba hacer saltar el seguro del lado opuesto, valiéndome del más largo. El perro estuvo a punto de morderme la mano derecha; hube de dejar caer el madero corto. La irritación y la fuerza de la enorme bestia eran tan inmensas que me vi al borde de soltar también el largo. El animal estaba a punto de partirlo en dos cuando doña Soledad acudió en mi ayuda; dando golpes en la ventanilla posterior, atrajo la atención del perro, haciéndolo desistir de su intento.
Alentado por su maniobra de distracción, me lancé de cabeza sobre el asiento de delante, deslizándome hacia el lado opuesto; de algún modo, me las arreglé para quitar la traba de seguridad. Intenté una retirada inmediata, pero el perro cargó sobre mí con todas sus fuerzas y logró introducir su macizo lomo y sus zarpas delanteras en la parte anterior del coche, descargándolas sobre mí antes de que me fuese posible retroceder, Sentí sus patas en la espalda. Me arrastré. Sabía que me iba a destrozar. Bajó la cabeza con intenciones asesinas, pero, en vez de atacarme, mordió el volante. Conseguí escurrirme y, en un solo movimiento, trepé, al capó primero y al techo luego. Estaba lleno de magulladuras.
Abrí la portezuela derecha. Pedí a doña Soledad que me alcanzara la vara larga y, valiéndome de ella, moví la palanca que aseguraba el respaldo. Supuse que quizá molestando al perro, lo obligaría a empujarlo hacia delante y tendría así más espacio para salir del coche. No obstante no se movió. En cambio, mordió furiosamente la vara.
En ese momento, doña Soledad ganó el techo de un salto y se tendió cerca de mí. Quería ayudarme a molestar al perro. Le dije que no podía quedarse allí porque en cuanto el animal saliera yo iba a meterme en el coche y largarme. Le agradecí su apoyo y le expresé que lo más conveniente era que volviese a la casa. Se encogió de hombros, puso pie en tierra y regresó a la puerta. Nuevamente, oprimí la manecilla y provoqué al perro con mi vara, agitándosela ante los ojos y el hocico. La furia de la bestia superaba todo lo que yo había visto, pero no se la veía dispuestas a abandonar el lugar. Sus sólidas mandíbulas terminaron por arrebatarme el palo de las manos. Me bajé para recogerlo de debajo del automóvil. De pronto oí el grito de doña Soledad.
– ¡Cuidado! ¡Sale!
Levanté la vista hacia el coche. El perro pasaba por sobre el asiento. Sus patas posteriores estaban atrapadas por el volante; de no ser por ello, habría salido.
Me lancé hacia la casa y logré entrar en ella exactamente a tiempo para evitar que el animal me derribase. Su ímpetu era tal que dio contra la puerta.
A la vez que trancaba la puerta con la barra de hierro, doña Soledad hablaba, con voz chillona.
– Te dije que era inútil.
Se aclaró la garganta y se volvió a mirarme.
– ¿No puede atar al perro? -pregunté.
Estaba seguro de que me daría una respuesta carente de sentido, pero, para mi asombro, dijo que debía intentarlo todo, incluso atraer al perro a la casa y encerrarlo allí.
Su idea me sedujo. Abrí con sumo cuidado la puerta. El animal no se hallaba lejos. Me arriesgué a salir, aunque sin alejarme demasiado. No se lo veía. Tenía la esperanza de que hubiese regresado a su corral. Estaba dispuesto a lanzarme hacia el coche cuando oí un sordo gruñido, y divisé la sólida cabeza del animal en el interior del mismo. Había trepado al asiento delantero.
Doña Soledad tenía razón: era inútil intentarlo. Me invadió una oleada de tristeza. De algún modo, presentía que mi final estaba cerca. En un súbito acceso de absoluta desesperación, dije a doña Soledad que iba a buscar un cuchillo a la cocina y que estaba dispuesto a matar al perro, o a que él me matara. No lo hice porque no había un solo objeto metálico en toda la casa.
– ¿Acaso no te enseñó el Nagual a aceptar tu destino? -preguntaba doña Soledad mientras me seguía los pasos-. Ese, el de allí fuera, no es un perro corriente. Ese perro tiene poder. Es un guerrero. Hará lo que tenga que hacer. Incluso matarte.
Por un momento experimenté un sentimiento de frustración incontrolable, la cogí por los hombros y gruñí. No se mostró sorprendida ni molesta por mi súbito arranque. Se volvió y dejó caer el chal. Su espalda era fuerte y hermosa. Sentí un irreprimible deseo de golpearla, pero, en cambio, deslicé la mano por sus hombros. Tenía una piel suave y tersa. Tanto sus brazos como sus hombros eran fornidos, sin llegar a ser gruesos. Aparentemente, una mínima capa de gordura contribuía a redondear sus músculos y dar tersura a la parte superior de su cuerpo; cuando, con las yemas de los dedos, llegué a hacer presión sobre esas partes, alcancé a sentir la solidez de invisibles carnes bajo la límpida superficie. No quise mirar sus pechos.
Se dirigió a un lugar techado, en la parte trasera de la casa, que hacía las veces de cocina. La seguí. Se sentó en un banco y, con tranquilidad, se lavó los pies en un barreño. Mientras se ponía las sandalias corrí hasta un nuevo cobertizo que había sido construido en los fondos. Cuando regresé, la hallé de pie junto a la puerta.
– A ti te gusta hablar -dijo despreocupadamente, mientras me llevaba hacia la habitación-. No hay prisa. Podemos conversar hasta siempre.
Sacó mi libreta de notas del cajón superior de la cómoda y me la tendió con exagerada delicadeza. Ella misma debía de haberla puesto allí. Luego retiró la colcha, la dobló cuidadosamente y la colocó encima de la misma cómoda. Advertí entonces que las dos cómodas eran del mismo color que las paredes, blanco amarillento, y que la cama, sin colcha, era de un rosa subido, muy semejante al del piso. La colcha, por su parte, era de tono castaño oscuro, al igual que la madera del techo y la de los postigos de las ventanas.
– Conversemos -dijo, sentándose cómodamente en la cama tras quitarse las sandalias.
Recogió las piernas hasta ponerlas en contacto con sus pechos desnudos. Parecía una niña. Sus maneras agresivas y dominantes se habían mitigado, trocándose en una actitud encantadora. En aquel momento era la antítesis de lo que había sido antes. Dado el modo en que me instaba a tomar notas, no pude menos de reírme. Me recordaba a don Juan.
– Ahora tenemos tiempo -dijo-. El viento ha cambiado. ¿Te has dado cuenta?
Me había dado cuenta. Dijo que la nueva dirección del viento era para ella la más benéfica, de modo que el viento se había convertido en su auxiliar.
– ¿Qué sabe usted del viento, doña Soledad? -pregunté, y me senté con la mayor serenidad a los pies de la cama.
– Únicamente lo que me enseñó el Nagual -dijo-. Cada una de nosotras, las mujeres, posee su dirección singular, un viento personal. Los hombres, no. Yo soy el viento del Norte; cuando sopla, soy diferente. El Nagual decía que un guerrero puede usar su viento particular para lo que mejor le plazca. Yo lo he empleado para embellecer mi cuerpo y renovarlo. ¡Mírame! Soy el viento del Norte. Siénteme entrar por la ventana.
Un fuerte viento se abrió paso por la ventana, estratégicamente situada cara al Norte.
– ¿Por qué cree usted que los hombres no poseen un viento? -pregunté.
Tras pensarlo un momento, respondió que el Nagual nunca había mencionado la causa.
– Querías saber quién hizo este piso -dijo, cubriéndose los hombros con la manta-. Yo misma. Me llevó cuatro años colocarlo. Ahora, este piso es como yo.
Mientras ella hablaba, advertí que las líneas convergentes del piso estaban orientadas de tal modo que hallaban su origen en el Norte. Los muros, no obstante, no se correspondían con precisión con los puntos cardinales; por ello la cama formaba extraños ángulos con los mismos, e igual cosa sucedía con las líneas de las losas de arcilla.