– ¿Por qué hizo el piso de color rojo, doña Soledad?
– Es mi color. Yo soy roja, como tierra roja. Traje la arcilla roja de las montañas de por aquí. El Nagual me indicó dónde buscarla, y también me ayudó a acarrearla, y lo mismo hicieron los demás. Todos me ayudaron.
– ¿Cómo coció la arcilla?
– El Nagual me hizo cavar un hoyo. Lo llenamos de leña y luego apilamos las losas de arcilla encima, con trozos chatos de roca entre una y otra. Cubrimos el hoyo con una capa de barro y prendimos fuego a la madera. Ardió durante días.
– ¿Cómo hicieron para que las losas no se torcieran?
– Eso no lo conseguí yo. Lo hizo el viento; el viento del Norte, que sopló mientras el fuego estuvo encendido. El Nagual me enseñó cómo hacer para cavar el hoyo de modo que mirase al Norte y al viento del Norte. También me hizo hacer cuatro agujeros para que el viento del Norte se introdujese en el pozo. Luego me hizo hacer un agujero en el centro de la capa de lodo, para dar salida al humo. El viento hizo arder la madera durante días; una vez todo se hubo enfriado, abrí el hoyo y empecé a pulir y nivelar las losas. Tardé un año en hacer todas las losas que necesitaba para mi piso.
– ¿Cómo se le ocurrió el dibujo?
– El viento me enseñó eso. Cuando hice mi piso, el Nagual ya me había enseñado a no oponerme al viento. Me había mostrado el modo de entregarme a mi viento y dejar que me guiase. Tardó muchísimo en hacerlo, años y años. Yo era una vieja muy difícil, muy necia al principio; él mismo me lo decía, y tenía razón. Pero aprendí pronto. Tal vez porque era vieja y ya no tenía nada que perder. Al comenzar, lo que hacía todo más problemático era el miedo que sentía. La sola presencia del Nagual me hacía tartamudear y desvanecerme. El Nagual surtía el mismo efecto sobre los demás. Era su destino ser tan temible.
Se detuvo y me miró.
– El Nagual no es humano -dijo.
– ¿Qué la lleva a decir eso?
– El Nagual es un demonio desde quién sabe cuándo.
Sus palabras me hicieron estremecer. Sentía batir mi corazón. Era indudable que la mujer no podía tener mejor interlocutor. Estaba infinitamente intrigado. Le rogué que me explicase lo que había querido decir con eso.
– Su contacto cambia a la gente -dijo-. Tú lo sabes. Cambió tu cuerpo. En tu caso, ni siquiera eras consciente de que lo estaba haciendo. Pero se metió en tu viejo cuerpo. Puso algo en él. Lo mismo hizo conmigo. Dejó algo en mi interior, y ese algo me ha ocupado por entero. Sólo un demonio puede hacer eso. Ahora soy el viento del Norte y no temo a nada, ni a nadie. Pero antes de que él me cambiara yo era una vieja débil y fea, capaz de desmayarse con sólo oír su nombre. Pablito, desde luego, no estaba en condiciones de ayudarme, porque temía al Nagual más que a la muerte.
»Un día, el Nagual y Genaro vinieron a la casa, cuando yo estaba sola. Les oí, rondando como jaguares, cerca de la puerta. Me santigüé; para mí, eran dos demonios, pero salí a ver qué podía hacer por ellos. Tenían hambre y con mucho gusto les serví de comer. Tenía unos tazones bastos, hechos de calabaza, y puse uno lleno de sopa a cada uno. Al Nagual, al parecer, no le gustó la comida; no quería comer nada preparado por una mujer tan decrépita y, con fingida torpeza, hizo caer el tazón de la mesa con un movimiento del brazo. Pero el tazón, en vez de darse vuelta y derramar todo su contenido por el suelo, resbaló con la fuerza del golpe del Nagual y fue a caer exactamente a mis pies, sin que de él saliese una sola gota. En realidad, aterrizó sobre mis pies, y allí quedó hasta que me agaché y lo alcé. Lo puse sobre la mesa, ante él, y le dije que a pesar de ser una mujer débil y haberle temido siempre, le había preparado la comida con cariño.
»A partir de ese preciso momento, la actitud del Nagual hacia mí cambió. El hecho de que el tazón de sopa cayese sobre mis pies y no se derramara le demostró que un poder me señalaba. No lo supe en aquel momento y pensé que su cambio en relación conmigo se debía a un sentimiento de vergüenza por haber rechazado mi comida. No percibí de inmediato su transformación. Seguía petrificada y ni siquiera me atrevía a mirarle a los ojos. Pero comenzó a prestarme cada vez más atención.
Inclusive, me trajo regalos: un chal, un vestido, un peine y otras cosas. Eso me hacía sentir terriblemente mal. Tenía vergüenza porque creía que era un hombre en busca de mujer. El Nagual disponía de muchachas jóvenes, ¿qué iba a querer con una vieja como yo? Al principio no quise usar, y ni siquiera mirar, sus regalos, pero Pablito me persuadió y terminé por ponérmelos. También comencé a temerle más y a no querer estar con él a solas. Sabía que era un hombre diabólico. Sabía lo que había hecho a su mujer.
No pude dejar de interrumpirla. Le dije que jamás había oído hablar de mujer alguna en la vida de don Juan.
– Sabes a qué me refiero -dijo.
– Créame, doña Soledad, no lo sé.
– No me engañes. Sabes que hablo de la Gorda.
La única «Gorda» que yo conocía era la hermana de Pablito; la muchacha debía el mote a su enorme volumen. Yo había intuido, si bien nadie me había dicho jamás nada sobre el tema, que no era en realidad hija de doña Soledad. No quise forzarla a que me diese más información. Recordé de pronto que la joven había desaparecido de la casa y nadie había podido darme razón -o no se había atrevido a ello- de qué le había sucedido.
– Un día me encontraba sola en la entrada de la casa -prosiguió doña Soledad-. Me estaba peinando al sol con el peine que me había dado el Nagual; no había advertido su llegada ni reparado en que estaba de pie detrás de mí. De pronto, sentí sus manos, cogiéndome por la barbilla. Le oí cuando me dijo en voz muy queda que no debía moverme porque se me podía quebrar el cuello. Me hizo torcer la cabeza hacia la izquierda. No completamente, sino un poco. Me asusté muchísimo y chillé y traté de zafarme de sus garras, pero tuvo mi cabeza sujeta por un tiempo muy largo.
»Cuando me soltó la barbilla, me desmayé. No recuerdo lo que sucedió luego. Cuando recobré el conocimiento estaba tendida en el suelo, en el mismo lugar en que estoy sentada en este momento. El Nagual se había ido. Yo me sentía tan avergonzada que no quería ver a nadie, y menos aún a la Gorda. Durante una larga temporada di en pensar que el Nagual jamás me había torcido el cuello y que todo había sido una pesadilla.
Se detuvo. Aguardé una explicación de lo que había ocurrido. Se la veía distraída; quizá preocupada.
– ¿Qué fue exactamente lo que sucedió, doña Soledad? -pregunté, incapaz de contenerme-. ¿Le hizo algo?
– Sí. Me torció el cuello con la finalidad de cambiar la dirección de mis ojos -dijo, y se echó a reír de buena gana ante mi mirada de sorpresa.
– Entonces, ¿él…?
– Sí. Cambió mi dirección -prosiguió, haciendo caso omiso de mis inquisiciones-. Lo mismo hizo contigo y con todos los demás.
– Es cierto. Lo hizo conmigo. Pero, ¿por qué cree que lo hizo?
– Tenía que hacerlo. Esa es, de todas las cosas que hay que hacer, la más importante.
Se refería a un acto singular que don Juan estimaba absolutamente imprescindible. Yo nunca había hablado de ello con nadie. En realidad, se trataba de algo casi olvidado para mí. En los primeros tiempos de mi aprendizaje hubo una oportunidad en que encendió dos pequeñas hogueras en las montañas de México Septentrional. Estaban alejadas entre sí unos seis metros. Me hizo situar a una distancia similar de ellas, manteniendo el cuerpo, especialmente la cabeza, en una postura muy natural y cómoda. Entonces me hizo mirar hacia uno de los fuegos y, acercándose a mí desde detrás, me torció el cuello hacia la izquierda, alineando mis ojos, pero no mis hombros, con el otro fuego. Me sostuvo la cabeza en esa posición durante horas, hasta que la hoguera se extinguió. La nueva dirección era la Sudeste; tal vez sea mejor decir que había alineado el segundo fuego según la dirección Sudeste. Yo había tomado todo el proceso como una más de las inescrutables peculiaridades de don Juan, uno de sus ritos sin sentido.