– El Nagual decía que todos desarrollamos en el curso de la vida una dirección según la cual miramos -prosiguió ella-. Esa dirección termina por ser la de los ojos del espíritu. Según pasan los años esa dirección se desgasta, se debilita y se hace desagradable y, puesto que estamos ligados a esa dirección particular, nos hacemos débiles y desagradables. El día en que el Nagual me torció el cuello y no me soltó hasta que me desmayé de miedo, me dio una nueva dirección.
– ¿Qué dirección le dio?
– ¿Por qué lo preguntas? -dijo, con una energía innecesaria-. ¿Acaso piensas que el Nagual me dio una dirección diferente?
– Yo puedo decirle qué dirección me dio a mí -dije.
– ¡No me importa! -espetó-. Eso ya me lo ha dicho él.
Parecía estar agitada. Cambió de posición, tendiéndose sobre el estómago. Me dolía la espalda a causa de la postura a que me obligaba el escribir. Le pregunté si me podía sentar en el suelo y emplear la cama a modo de mesa. Se incorporó y me tendió el cobertor doblado para que lo usase como cojín.
– ¿Qué más le hizo el Nagual? -pregunté.
– Tras cambiar mi dirección, el Nagual comenzó, a decir verdad, a hablarme del poder -dijo, volviendo a tenderse-. Al principio mencionaba cosas sin propósito fijo, porque no sabía exactamente qué hacer conmigo. Un día me llevó a una corta excursión a pie por las sierras. Luego, otro día, me llevó en autobús a su tierra natal, en el desierto. Poco a poco, me fui acostumbrando a ir con él.
– ¿Alguna vez le dio plantas de poder?
– Una vez me dio a Mescalito, cuando estábamos en el desierto. Pero, como yo era una mujer vacía, Mescalito me rechazó. Tuve un horrible encuentro con él. Fue entonces que el Nagual supo que debía ponerme al corriente del cambio de viento. Eso sucedió, desde luego, una vez hubo tenido un presagio. Pasó todo ese día repitiendo, una y otra vez, que, si bien él era un brujo que había aprendido a ver, si no tenía un presagio, no tenía modo de saber qué camino tomar. Ya había esperado durante días cierta indicación acerca de mí. Pero el poder no quería darla. Desesperado, supongo, me presentó a su guaje, y vi a Mescalito.
La interrumpí. Su uso de la palabra «guaje», calabaza, me resultaba confuso. Examinada en el contexto de lo que me estaba diciendo, el término carecía de sentido. Pensé que tal vez estuviese hablando en sentido metafórico, o que «calabaza» fuese un eufemismo.
– ¿Qué es un guaje, doña Soledad?
Hubo sorpresa en su mirada. Hizo una pausa antes de responder.
– Mescalito es el guaje del Nagual -dijo al fin.
Su respuesta era aún más confusa. Me sentí mortificado porque se la veía realmente interesada en que yo comprendiera. Cuando le pedí que me explicase más, insistió en que yo mismo sabía todo. Era la estratagema favorita de don Juan para dar por tierra con mis investigaciones. Le expliqué que don Juan me había dicho que Mescalito era una deidad o fuerza contenida en los brotes del peyote. Decir que Mescalito era su calabaza carecía completamente de sentido.
– Don Juan puede informar acerca de todo valiéndose de su calabaza dijo tras una pausa -. Ésa es la clave de su poder. Cualquiera puede darte peyote, pero sólo un brujo, con su calabaza, puede presentarte a Mescalito.
Calló y me clavó la vista. Su mirada era feroz.
– ¿Por qué tienes que hacerme repetir lo que ya sabes? -preguntó con enfado.
Su súbito cambio me desconcertó completamente. Tan sólo un momento antes se había comportado de un modo casi dulce.
– No hagas caso de mis cambios de humor -dijo, volviendo a sonreír -. Soy el viento del Norte. Soy muy impaciente. Nunca en mí vida me atreví a hablar con franqueza. Ahora no temo a nadie. Digo lo que siento. Para conocerme debes ser fuerte.
Se arrastró sobre su estómago, acercándose a mí.
– Bien; el Nagual me habló acerca del Mescalito que salía de su calabaza -prosiguió-. Pero ni siquiera sospechaba lo que me iba a suceder. Él esperaba que las cosas se desarrollasen de un modo semejante a aquel en que tú o Eligio conocieron a Mescalito. En ambos casos ignoraba qué hacer, y permitía que su calabaza decidiese el siguiente paso. En ambos casos su calabaza lo ayudó. Conmigo fue diferente; Mescalito le dijo que no me llevara nunca. El Nagual y yo dejamos el lugar a toda prisa. Fuimos hacia el Norte, en vez de venir a casa. Cogimos un autobús rumbo a Mexicali, pero bajamos de él en medio del desierto. Era muy tarde. El sol se escondía tras las montañas. El Nagual quería atravesar la carretera y dirigirse hacia el Sur a pie. Estábamos esperando que pasasen algunos automóviles lanzados a toda velocidad, cuando de pronto me dio unos golpecitos en el hombro y me señaló el camino, delante nuestro. Vi un remolino de polvo. Una ráfaga levantaba tierra a un costado de la carretera. Lo vimos acercarse a nosotros. El Nagual cruzó al otro lado de la ruta corriendo y el viento me envolvió. En realidad, me hizo dar unas vueltas, con mucha delicadeza, y luego se desvaneció. Era el presagio que el Nagual esperaba en relación conmigo. Desde entonces, fuimos a las montañas o al desierto en busca del viento. Al principio, el viento me rechazaba, porque yo era mi antiguo ser. Así que el Nagual se esforzó por cambiarme. Primero me hizo hacer esta habitación y este piso. Luego me hizo usar ropas nuevas y dormir sobre un colchón, en vez de un jergón de paja. Me hizo usar zapatos, y tengo cajones llenos de vestidos. Me obligó a caminar cientos de kilómetros y me enseñó a estarme quieta. Aprendí muy rápido. También me hizo hacer cosas raras sin motivo alguno.
»Un día, cuando nos encontrábamos en las montañas de su tierra natal, escuché el viento por primera vez. Penetró directamente en mi matriz. Yo yacía sobre una roca plana y el viento giraba a mi alrededor. Ya lo había visto ese día, arremolinándose en torno de los arbustos; pero esa vez llegó a mí y se detuvo. Lo sentí como a un pájaro que se hubiese posado sobre mi estómago. El Nagual me había hecho quitar toda la ropa; estaba completamente desnuda, pero no tenía frío porque el viento me abrigaba.
– ¿Tenía miedo, doña Soledad?
– ¿Miedo? Estaba petrificada. El viento tenía vida; me lamía desde la cabeza hasta la punta de los pies y se metía en todo mi cuerpo. Yo era como un balón, y el viento salía de mis oídos y mi boca y otras partes que prefiero no mencionar. Pensé que iba a morir, y habría echado a correr si el Nagual no me hubiera mantenido sujeta a la roca. Me habló al oído y me tranquilizó. Quedé allí tendida, serena, y dejé que el viento hiciese de mí lo que quisiera. Fue entonces que el viento me dijo qué hacer.
– ¿Qué hacer con qué?
– Con mi vida, mis cosas, mi habitación, mis sentimientos. En un principio no me resultó claro. Creí que se trataba de mis propios pensamientos. El Nagual me dijo que eso nos sucede a todos. No obstante, cuando nos tranquilizamos, comprendemos que hay algo que nos dice cosas.
– ¿Oyó una voz?
– No. El viento se mueve dentro del cuerpo de una mujer. El Nagual dice que se debe a que tenemos útero. Una vez dentro del útero, el viento no hace sino atraparte y decirte que hagas cosas. Cuanto más serena y relajada se encuentra la mujer, mejores son los resultados. Puede decirse que, de pronto, la mujer se encuentra haciendo cosas de cuya realización no tiene la menor idea.
»Desde ese día el viento me llegó siempre. Habló en mi útero y me dijo todo lo que deseaba saber. El Nagual comprendió desde el comienzo que yo era el viento del Norte. Los otros vientos nunca me hablaron así, a pesar de que he aprendido a distinguirlos.
– ¿Cuántos vientos hay?
– Hay cuatro vientos, como hay cuatro direcciones. Esto, desde luego, en cuanto a los brujos y aquellos que los brujos hacen. El cuatro es un número de poder para ellos. El primer viento es la brisa, el amanecer. Trae esperanza y luminosidad; es el heraldo del día. Viene y se va y entra en todo. A veces es dulce y apacible; otras es importuno y molesto.