Andrei vio a Van en la entrada de su edificio. El chino estaba sentado sobre un pedestal, encorvado, con aire de tristeza, con las manos cansadas entre las rodillas.

—¿Perdieron los bidones? —preguntó, sin levantar la cabeza—. Mira qué cosas pasan...

Andrei echó un vistazo por la entrada del patio y se asustó. La basura lo cubría todo, hasta la altura de la farola. Un estrecho caminito permitía llegar hasta la oficina del conserje.

—¡Dios mío! —dijo Andrei, y empezó a agitarse—. Ahora mismo yo... espera... ahora voy... —Intentó recordar las calles por las que él y Donald habían pasado de madrugada y en qué lugar los fugitivos habían tirado los bidones del camión.

—No es necesario —dijo Van con desesperación—. Ya pasó por aquí una comisión. Anotó los números de los bidones y prometió que por la noche los traerían de vuelta. Por supuesto, no traerán nada esta noche, pero quizá lo hagan por la mañana, ¿eh?

—Van, date cuenta de que todo aquello fue un infierno, me da hasta vergüenza acordarme...

—Lo sé. Donald me ha contado cómo fue todo.

—¿Ya está en casa? —preguntó Andrei, más animado.

—Sí. Dijo que no le pasara a nadie, que le dolían las muelas. Le di una botella de vodka y se fue.

—Vaya... —masculló Andrei, que contemplaba de nuevo los montones de basura.

Y de repente sintió unos deseos locos, insoportables, casi histéricos, de bañarse, de tirar el hediondo mono de trabajo, de olvidarse de que mañana tendría que palear toda aquella porquería... A su alrededor, el mundo se volvió pegajoso y maloliente. Andrei, sin decir una palabra más, atravesó corriendo el patio en dirección a su escalera, subió los peldaños de tres en tres temblando de impaciencia, llegó a su piso, buscó la llave bajo la alfombrilla, abrió la puerta y un aire fresco, perfumado con agua de colonia, lo acogió entre sus amantes brazos.

TRES

Ante todo, se desvistió hasta quedarse totalmente desnudo. Hizo un bulto con el mono de trabajo y la ropa interior, y lo tiró a una caja llena de cosas sucias. El fango, con el fango. A continuación, desnudo en el centro de la cocina, miró a su alrededor y un nuevo motivo de asco lo hizo estremecerse. La cocina estaba llena de vajilla sucia. En los rincones había montones de platos, cubiertos por telarañas azuladas de moho, que ocultaban caritativamente unos restos negruzcos. Sobre la mesa había un montón de copas manoseadas y turbias, vasos y latas de frutas en conserva. Y, encima de los taburetes, atufaban en silencio ollas ennegrecidas, sartenes llenas de grasa, espumaderas y cazos. Se dirigió al fregadero y abrió el grifo. ¡Qué felicidad! ¡Había agua caliente! Y se dedicó a poner orden.

Tras lavar toda la vajilla, agarró la fregona. Trabajó con dedicación y entusiasmo, como si estuviera limpiando la suciedad de su cuerpo. Pero no alcanzó a limpiar las cinco habitaciones. Se limitó a la cocina, el comedor y el dormitorio. En el resto, sólo echó un vistazo con cierta perplejidad: aún no se acostumbraba, y no podía comprender para qué una persona sola necesitaba tantos cuartos, sobre todo tan innecesariamente grandes y que olían a moho. Cerró bien las puertas de aquellas habitaciones y puso sillas delante.

Tenía que bajar al quiosco a comprar algo para la noche. Llegaría Davidov, y seguramente pasaría por allí alguien de la panda habitual. Pero decidió darse un baño antes que nada. El agua estaba ya casi fría, pero de todos modos era maravilloso. Después, vistió la cama de limpio. Y cuando vio la cama con sábanas impolutas y fundas almidonadas, cuando percibió el olor a frescura que salía de ellas, tuvo unas ganas repentinas y locas de acostarse sobre aquella limpieza olvidada con el cuerpo limpio, y se dejó caer con tal fuerza que los muelles defectuosos chirriaron y la vieja madera pulida crujió.

¡Sí, aquello era maravilloso! Era algo fresco, perfumado, crujiente... A la derecha, al alcance de su mano, había un paquete de cigarrillos y cerillas, y a la izquierda, también a su alcance, había una balda con novelas policíacas escogidas. Lo único que faltaba era un cenicero que estuviera a la misma distancia, y además, se le había olvidado limpiar el polvo de la balda, pero se trataba de algo sin la menor importancia. Seleccionó Diez negritos,de Agatha Christie, encendió un cigarrillo y se dedicó a leer.

Cuando se despertó, aún era de día. Escuchó con atención. En el piso y en el edificio reinaba el silencio: sólo el agua, que goteaba copiosamente de los grifos defectuosos, creaba un extraño conjunto de sonidos. Además, el dormitorio estaba limpio, y aquello era extraño y a la vez inexplicablemente agradable. Después, llamaron a la puerta. Se imaginó a Davidov, enérgico, tostado por el sol, con olor a heno y a aguardiente recién destilado, de pie delante del portal, con las riendas de los caballos en la mano y una botella de aguardiente ya preparada. Llamaron otra vez, y se despertó del todo.

—¡Voooy! —gritó, se levantó de un salto y se puso a buscar los pantalones. Encontró unos a rayas, de pijama, que los anteriores inquilinos habían dejado olvidados, y se los puso con precipitación. La goma estaba pasada y tenía que aguantarse los pantalones por un lado.

En contra de lo que esperaba, al otro lado de la puerta principal nadie soltaba tacos con alegría, no relinchaban los caballos y no se oía agitarse ningún líquido. Sonriendo con anticipación, Andrei quitó el pestillo, abrió la puerta, dio un grito y retrocedió un paso mientras se agarraba la maldita goma con las dos manos. Ante él se encontraba la mismísima Selma Nagel, la nueva del número dieciocho.

—¿No tendrá usted un cigarrillo por casualidad? —preguntó la chica, sin que mediara un saludo.

—Sí... por favor... entre... —balbuceó Andrei, retrocediendo unos pasos.

La chica entró y pasó por delante de él, envolviéndolo en el vaho de un perfume desconocido. Llegó hasta el comedor, mientras él cerraba la puerta de un golpe.

—¡Un momento, espere, ahora voy! —gritó con desesperación corriendo al dormitorio.

«Ay, ay, ay —se dijo—. Ay, ay, ay, cómo es posible que yo...»

En realidad no sentía la menor vergüenza, incluso se sentía alegre de estar tan limpio, recién bañado, con sus hombros anchos, su piel lisa, sus bíceps y tríceps bien desarrollados: le daba lástima tener que vestirse. Sin embargo, no le quedaba más remedio que hacerlo, abrió la maleta, rebuscó y encontró los pantalones de un chándal y una chaqueta deportiva, lavada y descolorida, con las letras LU entrelazadas en el pecho y la espalda. Así se presentó ante la hermosa Selma Nagel, sacando el pecho, con los hombros echados para atrás, caminando con ligereza y llevando un paquete de cigarrillos en la mano extendida.

La hermosa Selma Nagel cogió un cigarrillo con indiferencia, sacó un mechero y lo encendió. Ni siquiera miró a Andrei, y su aspecto parecía decir que nada en el mundo le interesaba. En realidad, no parecía tan hermosa a la luz del día. Su rostro no era completamente simétrico sino más bien basto: la nariz era corta y respingona, los pómulos demasiado anchos, y la boca grande estaba excesivamente pintada. Pero sus piernas, totalmente desnudas, estaban más allá de cualquier alabanza. Por desgracia, el resto no se dejaba ver, alguien le había enseñado a llevar ese tipo de ropa que más bien parece un saco. Un jersey. Y con semejante cuello. Como el de un buzo.


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