Estaba sentada en un sillón, con una bella pierna encima de la otra, también bella, y miraba a su alrededor sin emoción mientras sostenía el cigarrillo como los soldados, protegiendo el fuego dentro de la mano. Andrei se sentó con cierto desparpajo, pero con elegancia, en el borde de la mesa, y también encendió un cigarrillo.
—Me llamo Andrei —dijo él.
Ella le dirigió una mirada indiferente. Sus ojos no eran lo que le habían parecido la noche anterior. Eran unos ojos grandes, pero no de color negro sino azul pálido, casi transparentes.
—Andrei —repitió la chica—. ¿Polaco?
—No, ruso. Y usted se llama Selma Nagel y es de Suecia.
—De Suecia —asintió ella—. ¿Así que era usted a quien zurraban en la comisaría?
—¿En qué comisaría? —Andrei la miraba, perplejo—. Nadie me ha zurrado.
—Oye, Andrei, dime. ¿por qué no me funciona aquí este aparato? —De repente, se colocó sobre la rodilla una pequeña cajita laqueada, algo más grande que una caja de cerillas—. En todas las bandas sólo oigo pitidos y crujidos, nada de música.
Andrei tornó la cajita con cuidado y descubrió asombrado que se trataba de un receptor de radio.
—¡Qué maravilla! —musitó—. ¿Con sintonía automática?
—¡Y qué sé yo! —Le quitó el receptor, se oyó un ruido ronco, el chasquido de una descarga y un zumbido monótono—. No funciona. ¿Qué, nunca has visto uno así?
Andrei negó con la cabeza.
—En general, no debe funcionar —explicó—. Aquí sólo hay una estación de radio, y transmite directamente a la red urbana.
—¡Dios mío! ¿Y qué puede hacer uno en este sitio? Tampoco hay caja tonta...
—¿Caja tonta?
—La tele... ¡La te-ve!
—Ah, no creo que lo tengan planificado para un futuro próximo.
—¡Qué aburrimiento!
—Puedes conseguir un fonógrafo —propuso Andrei, avergonzado: en realidad, qué mundo era aquél, sin radio, sin televisión, sin cine...
—¿Fonógrafo? ¿Y qué es eso?
—¿No sabes qué es un fonógrafo? —se asombró Andrei—. Pues un gramófono. Pones un disco...
—Ah, un tocadiscos... —dijo Selma, sin el menor entusiasmo—. ¿Y hay grabadoras?
—Vaya pregunta. ¿Qué crees que soy, un vendedor de equipos eléctricos?
—Eres como un salvaje —declaró Selma Nagel—. En una palabra, un ruso. Bien, escuchas el gramófono, seguramente bebes vodka y ¿qué más sabes hacer? ¿Corres en moto? ¿O resulta que tampoco tienes una moto?
—No he venido a este sitio para correr en moto —dijo Andrei, enojado—. Vine a trabajar. Y tú, por ejemplo, ¿qué te dispones a hacer aquí?
—Vaya, ha venido a trabajar... —dijo Selma—. Cuéntame por qué te zurraban en la comisaría.
—¡Que no me zurraban en la comisaría! ¿De dónde has sacado eso? En general, aquí no golpean a nadie en las comisarías. No estamos en Suecia.
Selma soltó un silbido.
—Vaya, vaya —dijo, burlona—. Eso quiere decir que sólo ha sido un sueño. —Aplastó el cigarrillo en el cenicero, encendió otro, se levantó y dio unos graciosos pasos de baile por la habitación—. ¿Y quién vivía aquí antes que tú? —preguntó, parándose delante del enorme retrato ovalado de una dama con traje lila que tenía un caniche sobre las rodillas—. Por ejemplo, el que vivía en mi piso era un maníaco sexual, sin la menor duda. Hay pornografía por todos los rincones, las paredes están llenas de preservativos usados, y en el armario encontré una colección de ligas para medias de mujer. No sé si se trata de un fetichista o de un lamedor.
—Eso es mentira —dijo Andrei, que se había quedado pasmado—. Todo eso es mentira, Selma Nagel.
—¿Y qué razón tendría para mentir? —se asombró Selma—. ¿Quién vivía ahí? ¿Lo sabes?
—¡El alcalde! ¡El alcalde actual era el que vivía ahí! ¿Entiendes?
—Ah —dijo Selma, con indiferencia—. Entendido.
—¿Qué has entendido? —dijo Andrei—. ¿Qué es lo que tú has entendido? —gritó, cada vez más airado—. ¿Qué puedes entender aquí? —Y calló de repente. De eso no se podía hablar. Era algo que se sufría por dentro.
—Con toda seguridad tiene casi cincuenta años —anunció Selma con aire de conocedora—. Está a un paso de la vejez, pierde los estribos. Está en la menopausia. —Sonrió y clavó de nuevo la mirada en el retrato con el caniche.
Se hizo el silencio. Andrei sufría por el alcalde, apretando los dientes. El alcalde era corpulento, imponente, totalmente canoso y de rostro muy atractivo. En las reuniones de los representantes de la ciudad hablaba muy bien: sobre la contención, la fuerza de espíritu, la capacidad interior de sacrificio, la moral... Y cuando te lo tropezabas en el descansillo de la escalera, siempre tendía una mano grande, cálida y seca, que uno apretaba con placer, y preguntaba, siempre cortés y atento, si el sonido de su máquina de escribir no le causaba molestias a él, Andrei, por las noches.
—¡No me crees! —dijo Selma de repente. Ya no contemplaba el retrato, sino observaba a Andrei con una mezcla de enojo y curiosidad—. Pues no necesito que me creas. Lo que pasa es que me da asco limpiar todo eso. ¿Aquí no se podría contratar a alguien para que lo haga?
—Contratar a alguien —repitió Andrei, con expresión estúpida—. ¡Vete al diablo! —exclamó, iracundo—. Límpialo tú misma. Aquí no hay lugar para las que no quieren mancharse las manos.
Se miraron el uno al otro durante un rato, con mutua antipatía. Después, Selma apartó la vista a un lado.
—¡No sé por qué demonios vine aquí! ¿Qué hago yo en este lugar?
—Nada de particular —dijo Andrei, sobreponiéndose a su antipatía. Había que ayudar a las personas. Había visto a demasiados novatos de todo tipo—. Harás lo que hacemos todos. Irás a la bolsa, llenarás una tarjeta, la echarás en el buzón de recepción... Allí tenemos una máquina distribuidora. ¿Qué eras en el otro mundo?
—Hetaira —dijo Selma.
—¿Qué?
—¿Cómo explicarte...? Uno, dos, y abres las piernas...
Andrei volvió a quedarse pasmado.
«Miente —pensó—. Todo el tiempo miente, la maldita. Se burla de mí como si fuera idiota.»
—¿Y ganabas mucho dinero? —preguntó, sarcástico.
—Tonto —dijo ella, con voz casi cariñosa—. No se trataba de ganar dinero. Era sólo para divertirme. Para no aburrirme...
—¿Cómo eras capaz...? —dijo Andrei con amargura—. ¿En qué estaban pensando tus padres? Eres joven, tendrías que haberte dedicado a estudiar...