—Quizá encuentre salsa de tomate... —dijo metiendo en la bolsa un tarro vacío que aclaró previamente, además de algunos periódicos viejos, por si acaso—. Vas y no tienen con qué envolver...

Todos los actos de Andrei se redujeron a pasar el dinero de un bolsillo a otro, a dar cortos paseítos impacientes, y a proferir exclamaciones tales como: «Vaya, ya está bien... Sí, vamos... ¿Vamos ya?».

—¿Tú también vienes? —dijo Otto encantado, listo para salir.

—Sí, ¿por qué?

—Yo solo me basto.

—¿Por qué solo? Entre los dos terminaremos antes. Tú te vas al mostrador, yo voy haciendo la cola para pagar...

—Tienes razón —dijo Otto—. Claro. Por supuesto.

Salieron por la puerta de servicio y bajaron por la escalera trasera. Por el camino espantaron a un babuino, que salió disparado por la ventana con tal celeridad que temieron por su vida, pero nada, estaba allí colgando de la escalera de incendios y enseñando los colmillos.

—Podríamos darle las mondas —dijo Andrei, pensativo—. En casa tengo mondas para una manada entera.

—¿Voy a buscarlas? —propuso Otto con presteza.

—Más tarde —dijo, después de mirarlo, y siguió adelante. La escalera comenzaba a oler mal. En general, nunca había olido bien, pero había aparecido un nuevo hedor, y al bajar otro piso, descubrió la causa.

—Van tendrá que trabajar un poco más —dijo Andrei—. En este momento, lo peor es trabajar de conserje. ¿De qué trabajas ahora?

—De viceministro —respondió Otto, sin entusiasmo—. Llevo tres días en el cargo.

—¿De qué ministerio? —se interesó Andrei.

—Del de formación profesional.

—¿Es duro?

—No entiendo nada —dijo Otto, con tristeza—. Muchísimos papeles, informes, resoluciones, plantillas, presupuestos... Y allí nadie se entera. Todos andan corriendo de un lado para otro, todos preguntan... Espera, ¿adonde vas?

—A la tienda.

—No. Vamos a la de Hofstatter. Es más barata, y como es alemán...

Fueron a la de Hofstatter, que en la esquina de la calle Mayor y la calle de la Antigua Persia tenía un establecimiento, mezcla de tienda de verduras y de ultramarinos. Andrei había estado allí un par de veces y se había marchado con las manos vacías. Había poco donde escoger y al parecer el propio Hofstatter elegía a sus clientes.

La tienda estaba vacía, y en los estantes se veían filas interminables de latas idénticas, que contenían rábano picante rosado. Andrei fue el primero en entrar.

—Voy a cerrar —dijo Hofstatter levantando su rostro abotagado y pálido de la caja.

Pero en ese mismo momento entró Otto, enganchando la cesta en el picaporte, y el rostro hinchado y pálido del tendero se iluminó con una sonrisa. El cierre de la tienda quedó pospuesto, claro. Otto y Hofstatter se perdieron en las entrañas del establecimiento, y al instante se oyó el sonido de cajas que se desplazaban, patatas que eran echadas en la cesta, tarros de vidrio que se iban llenando y voces que hablaban en murmullos.

Andrei echó una mirada a su alrededor. Sí, el comercio privado del señor Hofstatter ofrecía un espectáculo deplorable. La balanza, como era de esperar, no había pasado el control preceptivo, y la higiene era menos que satisfactoria.

«Por cierto, eso no es asunto mío —pensó Andrei—. Cuando todo funcione correctamente, los tíos como Hofstatter desaparecerán. Se puede decir que en el momento actual están ya a punto de desaparecer. En todo caso, no pueden dar servicio a todos. Qué buen camuflaje, ha puesto latas de rábano picante por todos lados. Habría que mandarle a Kensi. Nacionalista de mierda, vaya mercado negro que ha armado aquí. Sólo para alemanes.»

—¡El dinero! —dijo Otto, en un susurro, saliendo de la trastienda.

Presuroso, Andrei le entregó un bulto de billetes arrugados. Otto, con no menos prisa, sacó varios billetes del montón, le devolvió el resto a Andrei y se perdió de nuevo en la trastienda. Un minuto después apareció tras el mostrador con la bolsa de malla y la cesta en las manos, ambas llenas a rebosar. A sus espaldas apareció el rostro de Hofstatter, semejante a una luna llena. Otto sudaba y no dejaba de sonreír.

—Vengan por aquí, jóvenes —repetía Hofstatter, bonachón—, vengan, me encanta ver alemanes auténticos... Me saludan en especial al señor Geiger... Para la semana que viene, me han prometido traer un poco de carne de cerdo. Díganle al señor Geiger que le reservaré tres kilos...

—Sin falta, señor Hofstatter —respondió Otto—. Y no olvide, por favor, hacerle llegar nuestros respetos a Elsa, en nombre de todos, y en especial del señor Geiger...

Hablaban a dúo, y aquel zumbido prosiguió hasta la misma puerta, donde Andrei le quitó de las manos a Otto la bolsa de malla, llena de zanahorias hermosas y limpias, remolachas firmes y cebollas blancas: entre ellas asomaba el cuello de una botella cerrada con un tapón, y encima, saliendo a través de la malla, había apio, acelgas, cilantro y perejil.

Cuando doblaron la esquina, Otto dejó la cesta sobre la acera, sacó un gran pañuelo a cuadros y, jadeando, se puso a enjugarse la cara.

—Espera... Descansemos un momento —dijo, en voz baja.

Andrei encendió un cigarrillo y convidó a Otto.

—¿Dónde han comprado esas zanahorias? —preguntó al cruzarse con ellos una mujer vestida con un abrigo masculino de cuero.

—Se terminaron —respondió Otto con apresuramiento—. Éstas eran las últimas. Ya cerraron... Ese diablo calvo acabó con mi paciencia... —le contó a Andrei—. Ya no sé ni qué le he dicho. Cuando Fritz se entere, me va a arrancar la cabeza... Ni siquiera me acuerdo de qué le he prometido.

Andrei no entendía nada, y Otto se lo explicó en pocas palabras.

—El señor Hofstatter, verdulero de Erfurt, tuvo una vida llena de esperanzas, pero carente de suerte. Cuando en 1932 un judío abrió una gran tienda moderna de verduras frente a la suya, obligándolo a cerrar, Hofstatter descubrió que era un alemán auténtico e ingresó en un destacamento de asalto. Allí estuvo a punto de hacer carrera, y en 1934 pudo darle personalmente un puñetazo en la jeta al judío antes mencionado, y estaba ya a punto de apropiarse de su negocio cuando en ese momento desenmascararon a Rohm, y Hofstatter fue depurado. En esa época ya estaba casado, y la bella Elsa de rubia melena ya había nacido. Durante varios años fue sobreviviendo como pudo, después lo llamaron a filas y comenzó apenas a participar en la conquista de Europa cuando fue alcanzado por una bomba de su propia aviación cerca de Dunkerque y recibió un enorme fragmento de metralla en los pulmones, de manera que, en lugar de ir a París, lo mandaron a un hospital militar en Dresde, donde estuvo ingresado hasta 1944, y estaba a punto de recibir el alta cuando tuvo lugar el famoso bombardeo de la aviación aliada que destruyó totalmente la ciudad en una noche. A causa del horror vivido entonces perdió todo el cabello, y según él mismo contaba, quedó algo trastornado. Por esa razón, al regresar a su Erfurt natal, estuvo escondido en el sótano de su casa en los momentos cruciales, en los que aún hubiera podido huir hacia el oeste. Cuando finalmente se decidió a salir a la luz, ya todo había terminado. Es verdad que le concedieron el permiso para poner una tienda de verduras, pero ni hablar de ampliarla. En 1946 falleció su mujer y él, ya totalmente trastornado, cedió a las propuestas de un Preceptor y, sin entender exactamente qué era aquello por lo que había optado, se mudó a la Ciudad con su hija. Allí se había recuperado un poco, aunque al parece hasta el presente sospechaba que estaba recluido en un gran campo especial de concentración del Asia Central, a donde habían enviado a todos los ciudadanos de Alemania Oriental. Pero nunca se había restablecido del todo. Adoraba a los alemanes auténticos (estaba seguro de poseer un olfato especial para detectarlos), tenía un miedo mortal a los chinos, los árabes y los negros, cuya presencia aquí no entendía y no podía explicar, pero al que más respetaba y consideraba era al señor Geiger. Ocurrió que, durante una de sus primeras visitas al establecimiento del señor Hofstatter, mientras Otto llenaba las bolsas de malla, el avispado Fritz comenzó a cortejar con rapidez, a lo militar, a la rubia Elsa, muy cabreada por haber perdido toda esperanza de un matrimonio decente. Y desde ese momento, en el alma del loco y calvo Hofstatter había brotado la rutilante esperanza de que aquel ario magnífico, apoyo del Führery terror de los judíos, sacaría finalmente a la desgraciada familia de los Hofstatter de aquellas aguas turbulentas y la conduciría a un sereno remanso.


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