»Y a Fritz, qué más le da —se quejaba Otto, que a cada minuto cambiaba de mano el pesado cesto—. Visita a los Hofstatter una o dos veces al mes, cuando no nos queda nada de comer, acaricia un poco a esa tonta y se larga. Pero yo vengo aquí todas las semanas, a veces en dos o tres ocasiones... Hofstatter es un idiota total pero es un buen comerciante, tiene excelentes relaciones con los granjeros, el género que vende es de primera y los precios no son muy altos... ¡Estoy harto de contar mentiras! Debo asegurarle que Fritz está absolutamente enamorado de Elsa. O que el final de la judería internacional se aproxima y es inevitable. Que los ejércitos del gran Reich siguen avanzando hacia su tienda de verduras... Yo mismo me confundo, y creo que he acabado por enloquecerlo del todo. Pero me siento culpable por seguir comiéndole el coco a un viejo chalado. Ahora me ha preguntado qué pueden significar esos babuinos. Y yo, sin pensar, le suelto que se trata de un desembarco, de un desembarco de los arios, de una estratagema. No me creerás, pero se puso muy contento y me abrazó.

—¿Y qué hay de Elsa? —preguntó Andrei con curiosidad—. ¿También está loca?

—Elsa... —El rostro de Otto se volvió de color púrpura y las orejas se le movieron. Tosió un par de veces—. También ahí tengo que trabajar como un caballo. A ella le da lo mismo, Fritz, Otto, Iván, Abraham... La chica tiene treinta años y Hofstatter sólo deja que Fritz y yo nos acerquemos a ella.

—Menudo par de canallas, tú y Fritz —dijo Andrei con sinceridad.

—¡De los peores! —asintió Otto con tristeza—. Y lo más horrible es que no tengo la menor idea de cómo vamos a salir de este lío. Soy débil, no tengo carácter.

Guardaron silencio hasta llegar a la casa. Otto resoplaba y se cambiaba el cesto de mano. No quiso subir.

—Lleva esto tú, y pon a hervir agua en la olla grande —indicó—. Dame dinero; pasaré por la tienda, quizá encuentre algunas conservas. —Vaciló y bajó los ojos—. Tú... no le digas nada a Fritz de todo esto. O me dará un buen repaso. Ya sabes cómo es, le gusta que todo esté en su sitio. ¿Y a quién no le gusta eso?

Se separaron, y Andrei subió la bolsa de malla y el cesto por la escalera de atrás. El cesto pesaba muchísimo, como si Hofstatter lo hubiera llenado de balas de cañón.

«Sí, hermanito —pensaba Andrei con rabia—. ¿De qué Experimento se puede hablar si ocurren cosas así? ¿Cómo experimentar con gente como Otto y Fritz? Qué cabritos, no tienen honor ni conciencia. Pues, claro —pensó con amargura—. Vienen de la Wehrmacht, de la Hitlerjugend [2]. ¡Hablaré con Fritz! Esto no puede quedar así, se trata de una persona que se corrompe moralmente ante nuestros ojos. ¡Pero podría convertirse en un ser humano auténtico! ¡Debe! A fin de cuentas, se puede decir que en aquella ocasión me salvó la vida. Me hubieran clavado una navaja entre las costillas y todo hubiera terminado. Pero se cagaron, todos manos arriba, y fue sólo por Fritz. ¡Eso es un ser humano! ¡Hay que luchar por él!»

Resbaló en uno de los residuos de la actividad biológica de los babuinos, soltó un taco y se dedicó a mirar dónde pisaba.

Tan pronto llegó a la cocina, se dio cuenta de que en el piso había ocurrido un cambio. En el comedor, el gramófono chirriaba y zumbaba. Se oía el ruido de platos. Los pies de los que bailaban se arrastraban por el suelo. Y por encima de todos aquellos sonidos, retumbaba la conocida voz de barítono de Yuri Konstantinovich.

—Tú, hermanito, deja fuera todo lo que tenga que ver con la economía y la sociología. Nos las arreglaremos sin eso. Pero la libertad, hermanito, eso es harina de otro costal. Por la libertad se puede hasta matar...

En la olla grande, puesta al fuego, hervía ya el agua: sobre la mesa de la cocina descansaba un cuchillo recién afilado, y del horno salía un delicioso olor a carne asada. En un rincón de la cocina, recostados uno contra otro, había dos robustos sacos de arpillera, y sobre ellos yacía una chaqueta enguatada, grasienta y quemada, un látigo conocido y unos arreos. Allí mismo estaba la ametralladora, lista para ser usada, con un cargador plano y pavonado que sobresalía de la recámara. Bajo la mesa se veía el destello de una garrafa que tenía pegadas pajitas y pelusa de maíz.

Andrei dejó caer el cesto y la bolsa de malla.

—¡Eh, haraganes! —gritó—. El agua está hirviendo.

La voz de Davidov dejó de retumbar y en la puerta apareció Selma, con la cara roja y los ojos brillantes. Detrás de ella se veía a Fritz. Al parecer, estaban bailando y al ario aún no se le había ocurrido retirar sus manazas rojizas del talle de Selma.

—¡Hofstatter te manda saludos! —dijo Andrei—. Elsa está preocupada porque no vas a verla... ¡El niño tiene casi un mes ya!

—Qué broma más estúpida —dijo Fritz, con gesto de asco, pero retiró sus manos de Selma—. ¿Dónde está Otto?

—Es verdad, el agua está hirviendo —dijo Selma, asombrada—. ¿Qué hay que hacer ahora?

—Agarra el cuchillo —dijo Andrei—, y ponte a pelar patatas. A ti, Fritz, creo que te encanta la ensalada de patatas. Así que ocúpate de eso, yo voy a hacer de anfitrión.

Andrei dio un paso hacia el comedor, pero Izya Katzman lo retuvo en la puerta. Su cara brillaba, y parecía encantado.

—Oye —susurró, riéndose y salpicando saliva—, ¿de dónde has sacado a este tío tan estupendo? Resulta que allá, en las granjas, lo que tienen es un verdadero oeste salvaje. ¡Una locura americana!

—La locura rusa no es peor que la americana —dijo Andrei con desagrado.

—Sí, cómo no —gritó Izya—. «¡Cuando los cosacos judíos se rebelaron, hubo una insurrección en Birobidzhan, y a quien quiera atrapar a nuestro Berdichev, un forúnculo en el culo le saldrá...!»

—Basta de tonterías —dijo Andrei, serio—. No me gustan esas cosas... Fritz, te dejo a Selma y a Katzman para que te ayuden, preparadlo todo, y rápido, tengo hambre pero estoy cansado... Y no gritéis aquí. Otto debe llamar a la puerta, ha ido a buscar conservas.

Después de ponerlo todo en su sitio. Andrei fue al comedor y allí, antes que nada, le dio un fuerte apretón de manos a Yuri Konstantinovich. Éste, tan rubicundo y oloroso como por la mañana, estaba en el centro de la habitación, con las piernas muy separadas, enfundadas en botas de fieltro, y las manos metidas debajo del cinturón de soldado. Sus ojos mostraban alegría y algo de locura. Andrei había visto aquella mirada en personas desinhibidas, a quienes gustaba trabajar bastante, beber más y no temían a nada en el mundo.

—¡Aquí estoy! —dijo Davidov—. He venido, como te prometí. ¿Has visto la garrafa? Para ti. Las patatas, para ti, dos sacos. Me daban algo por ellos. Pero pensé que no me hacía ninguna falta. Es mejor que se las lleve a una buena persona, pensé. Viven aquí, en sus casas de piedra, se pudren sin ver la luz del sol... Óyeme, Andrei, le estoy diciendo aquí a Kensi que deje todo esto. ¿Hay algo aquí que no hayáis visto? Recoged a vuestros niños, vuestras mujeres, vuestras novias, y venid con nosotros.


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