El único lugar vacío, al otro lado de la mesa frente a Selma, era la silla de Andrei, y también el asiento reservado para Donald permanecía tristemente desierto.

«Lástima que Donald no haya venido —pensó Andrei—. ¡No importa! ¡Resistiremos, soportaremos también esto! Hemos tenido que enfrentarnos a cosas peores...»

Las ideas se le enredaban hasta cierto punto, pero su estado de ánimo general era impetuoso, con una pizca de tragedia. Volvió a su sitio y agarró un vaso.

—¡Un brindis! —gritó.

—¡Oh, sí! —replicó Otto, el único que le prestó atención, sacudiendo la cabeza como un caballo atormentado por los tábanos—. ¡Oh, sí!

—Vine aquí porque tenía fe —decía en voz alta el tío Yura, sin dejar que Izya, con su risa constante, retirara su dedo reseco de debajo de la nariz—. Y tuve fe porque no había nada más en lo que se pudiera creer. El hombre ruso debe creer en algo, ¿verdad, hermanito? Si uno no cree en nada, lo único que le queda es el vodka. Hasta para amar a una mujer hay que creer. Hay que creer en uno mismo; sin fe, hermano, no se puede ni siquiera echar un buen polvo...

—Es verdad, es verdad —respondió Izya—. Si a un judío le quitas la fe en Dios, y a un ruso la fe en el padrecito zar, vaya usted a saber en qué se convierten...

—No, aguarda. Los judíos son otra cosa.

—Lo fundamental, Otto, es que no se esfuerce —decía Kensi en esos momentos, mientras masticaba con gusto la col—. De todos modos, no hay ninguna formación, y no puede haberla. Piénselo usted mismo, qué falta hace la formación profesional en una ciudad en la que todo el mundo cambia de oficio a cada rato.

—¡Claro que sí! —respondía Otto, despertándose durante un segundo—. Eso mismo le dije al señor ministro.

—¿Y qué le contestó? —Kensi agarró un vaso de aguardiente y bebió varios sorbos pequeños, como si fuera té.

—El señor ministro dijo que era una idea muy interesante. Me sugirió que le preparara un informe. —Otto sorbió por la nariz y los ojos se le llenaron de lágrimas—. Pero en lugar de eso me fui a visitar a Elsa.

—Y cuando tuve los tanques a dos metros de distancia —seguía contando Fritz, mientras derramaba aguardiente sobre las piernas de Selma— lo recordé todo. No lo creerá. Fraulein:me pasó por delante toda mi vida. ¡Pero soy un soldado! Con el nombre del Führer...

—¡Su Führermurió hace tiempo! —le decía Selma, llorando de risa—. Incineraron a su Führer...

—¡ Fraulein!-pronunció Fritz, sacando la mandíbula con gesto amenazador—. ¡El Führervive en el corazón de cada alemán auténtico! ¡El Führervivirá por los siglos de los siglos! Usted es aufraulein, yme entenderá: cuando el tanque ruso... a tres metros de distancia... yo, con el nombre del Führer...

—¡Me tienes harto con ese Führertuyo! —le gritó Andrei—. ¡Muchachos! ¡No seáis canallas, oíd el brindis!

—¿Un brindis? —se dio cuenta de repente el tío Yura—. ¡Dale! ¡Suéltalo, Andrei!

—¡Porladamquestaquí! —disparó Otto, apartando de sí a Kensi.

—¡Cierra el pico! —le chilló Andrei—. Izya, deja de enseñar los dientes. ¡Estoy hablando en serio! ¡Kensi, vete al diablo! Muchachos, considero que debemos beber... ya lo hemos hecho, pero fue como al tuntún, y esto hay que hacerlo con seriedad, con fundamento; bebamos por nuestro Experimento, por nuestra noble causa y, en especial...

—¡Por el camarada Stalin, inspirador de todas nuestras victorias! —soltó Izya en un alarido.

—No... —Andrei perdió el hilo—. Escuchad... —balbuceó—. ¿Por qué me interrumpes? Claro que también por Stalin... Vaya, se me ha ido del todo... ¡Quería que bebiéramos por la amistad, imbécil!

—¡No importa, Andrei! —repuso el tío Yura—. Es un buen brindis, hay que beber por el Experimento y también por la amistad. Caballeros, tomad los vasos, bebamos por la amistad y por que todo vaya bien.

—¡Pues yo bebo por Stalin! —dijo Selma, terca—. Y por Mao Zedong. ¿Me oyes, Mao Zedong? Bebo por ti —le gritó a Van.

El conserje se estremeció, y con una sonrisa lastimera agarró un vaso y bebió.

—¿Zedong? —preguntó Fritz, amenazante—. ¿Y quién es ése?

Andrei dejó vacío el vaso de un trago y, algo aturdido, se puso a pinchar la comida con el tenedor. Todas las voces le llegaban como de la habitación vecina. Stalin... Sí, claro. Alguna relación debía existir...

«¿Y por qué no se me ocurrió antes? Es un fenómeno de dimensiones cósmicas. Debe de haber alguna relación, alguna interconexión. Digamos, por ejemplo: elegir entre el éxito del Experimento y la salud del camarada Stalin... Qué debo hacer yo personalmente, como ciudadano, como combatiente... Es verdad que Katzman dice que Stalin ha muerto, pero eso no es lo esencial. Supongamos que está vivo. Y supongamos que se me plantea esa disyuntiva: el Experimento o la causa de Stalin... Tonterías, no puede plantearse de esa manera. Proseguir la causa de Stalin bajo su dirección, o llevarlo a cabo en condiciones del todo diferentes, peculiares y no previstas por ninguna teoría, así habría que plantear la cuestión...»

—¿Y de dónde has sacado que los Preceptores son continuadores de la causa de Stalin? —de repente le llegó la voz de Izya, y Andrei se dio cuenta de que llevaba un rato hablando en voz alta.

—¿Y qué otra causa pueden defender? —se asombró—. Sólo existe una causa sobre la tierra a la que valga la pena entregarse: ¡la construcción del comunismo! Ésa es la causa de Stalin.

—De acuerdo con los Fundamentos [3], estás suspendido —respondió Izya—. La causa de Stalin es la construcción del comunismo en un país, la lucha consecuente contra el imperialismo y la expansión del campo socialista a todos los confines del mundo. No veo de qué manera puedes llevar a cabo todo eso aquí.

—¡Qué aburrimiento! —gimió Selma—. ¡Quiero música! ¡Quiero bailar!

—¡Eres un dogmático! —gritó Andrei, que ya no era capaz de ver ni de oír nada—. ¡Sólo sabes rezar y recitar el Talmud! Y, en general, eres metafísico. No ves otra cosa que no sea la forma. ¿Tiene alguna importancia la forma que adopte el Experimento? Su contenido sólo puede ser uno, y el resultado final será el establecimiento de la dictadura del proletariado, en coalición con los granjeros trabajadores...

—¡Y con la intelectualidad trabajadora! —intervino Izya.

—Con esos intelectuales... Buena mierda, los intelectuales.

—Sí, es verdad —dijo Izya—. Eso es de otra época.

—¡En general, la intelectualidad es impotente! —proclamó Andrei con ferocidad—. Es un estrato de lacayos. Sirven al que está en el poder.

—¡Panda de miserables! —estalló Fritz—. ¡Miserables, charlatanes, siempre creando el desorden y la desorganización!


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