Kensi, que después de terminar su turno aún llevaba el uniforme, pero con la guerrera abierta, distribuía torpemente por la mesa, con una mano, platos de distintos tamaños. Llevaba vendada la mano izquierda. Sonrió y señaló a Davidov con la cabeza.

—Todo terminará así, Yura —dijo—. Vendrá una invasión de calamares y entonces huiremos todos a una a las ciénagas, con vosotros.

—No sé por qué tienen que esperar a esos... cómo se llaman... Mandad a esos calamares al infierno. Mañana regreso, el carro irá vacío, puedo llevar a tres familias con comodidad. Tú no tienes familia, ¿verdad? —se dirigió a Andrei.

—Dios me libre —dijo Andrei.

—Y esa chica, ¿es algo tuyo? ¿O no tiene nada que ver contigo?

—Es nueva. Llegó de madrugada.

—¿Y no es mejor así? Es una señorita agradable, muy atenta. Recógela y nos vamos, ¿sí? Allí tenemos aire limpio. Y leche. Seguro que hace por lo menos un año que no tomas leche fresca. Siempre pregunto por qué no tienen leche fresca en las tiendas. Yo sólo tengo tres vacas, y dispongo de leche suficiente para cumplir con las entregas al estado, bebo toda la que quiero, alimento a los cerdos con ella y tiro una parte. Puedes vivir allí, ¿entiendes? Te levantas por la mañana para ir al campo a trabajar, y ella te da una jarra de leche fresca, recién ordeñada, ¿qué tal? —Hizo un guiño, cerrando con fuerza primero un ojo y después el otro, se echó a reír, le dio una palmada a Andrei en el hombro y se puso a dar paseítos por la habitación, haciendo rechinar las tablas del piso, apagó el gramófono y volvió junto a Andrei—. Y el aire que se respira allí. Aquí casi no queda, huele a jaula de fieras, eso es lo que respiráis... Kensi, no te esfuerces más. Llama a la chica, que ponga la mesa.

—Está en la cocina, pelando patatas —dijo Andrei con una sonrisa; después se dio cuenta y se puso a ayudar a Kensi.

Davidov era muy simpático. Muy entrañable. Como si lo conociera desde hacía años. ¿Y acaso sería mala idea largarse a las ciénagas? Con leche o sin ella, seguro que allí la vida era más saludable. ¡Míralo, si parece una escultura!

—Alguien llama —le dijo Davidov—. ¿Abro yo o vas tú?

—Ahora voy —dijo Andrei y fue hacia la puerta principal.

Al otro lado estaba Van, sin su chaqueta enguatada, con una camisa azul de seda sintética que le llegaba a las rodillas y una toalla en torno a la cabeza.

—¡Han traído los bidones! —dijo, con una alegre sonrisa.

—Al diablo los bidones —replicó Andrei, en tono no menos alegre—. Que esperen. ¿Por qué has venido solo? ¿Dónde está Maylin?

—En casa. Está muy cansada. Duerme. El niño estaba malito.

—Entra, no te quedes ahí de pie... Vamos, te presentaré a un buen hombre.

—Ya nos conocemos —dijo Van mientras entraba en el comedor.

—¡Ah, Vanya! —gritó Davidov, con súbita alegría—. ¡También has venido! Vaya —dijo, volviéndose hacia Kensi—, yo sabía que Andrei era un buen muchacho. Fíjate, en su casa se reúne gente buena. Tú, por ejemplo, o ese judío... cómo se llama... ¡Bien, ahora tendremos un gran festín! Voy a ver qué están haciendo ahí. En realidad, no había nada que hacer, pero no sé qué trabajo se han inventado...

Van apartó rápidamente a Kensi de la mesa y se dedicó a distribuir los cubiertos de forma cuidada y precisa. Kensi se arreglaba la venda con la mano libre, agarrándola con los dientes. Andrei se puso a ayudarlo.

—Donald no acaba de llegar —dijo, preocupado.

—Se encerró en su casa y pidió que no lo molestaran —explicó Van.

—Está muy raro últimamente, muchachos. Bueno, qué se le va a hacer. Oye, Kensi. ¿qué te ha pasado en la mano?

—Me ha atacado un babuino —explicó el policía, torciendo levemente el gesto—. El muy canalla. Me mordió hasta el hueso.

—No me digas —se asombró Andrei—. Creía que eran pacíficos.

—Pacíficos... Si te atrapan y comienzan a ponerte un collar...

—¿De qué collar hablas?

—La orden quinientos siete. Censar a todos los babuinos y ponerles un collar numerado. Mañana se los vamos a entregar a la población. Pudimos pescar a unos veinte, y a los demás los espantamos hasta la circunscripción vecina, que averigüen allí qué hacer con ellos. ¿Qué haces ahí con la boca abierta? Trae más copas, no alcanzan.

CUATRO

Cuando desconectaron el sol, todo el grupo ya estaba bastante animado. En la súbita oscuridad. Andrei salió de detrás de la mesa y fue hacia el interruptor, tumbando con los pies unas ollas que estaban en el suelo.

—No se asuste, señorita —dijo Fritz a su espalda—. Aquí siempre pasa eso...

—¡Hágase la luz! —proclamó Andrei, pronunciando claramente las palabras.

Una lámpara polvorienta se encendió en el techo. La luz era pobre, como en un callejón de las afueras. Andrei se volvió y examinó el grupo con la mirada.

Todo estaba muy bien. En el extremo de la mesa, sobre un alto taburete de cocina, se sentaba, bamboleándose ligeramente. Yuri Konstantinovich Davidov, que media hora antes y para siempre se había convertido en el tío Yura para Andrei. Entre los labios muy apretados del tío Yura humeaba un enorme cigarrillo que acababa de liarse, mientras sostenía en la mano un vaso de cristal tallado, rebosante de aguardiente de primera destilación, y pasaba su dedo índice reseco por delante de la nariz de Izya Katzman, sentado junto a él, que ya se había quitado la corbata y la chaqueta. En la barbilla y en la pechera de su camisa se veían claramente las huellas de la salsa de carne.

A la derecha del tío Yura estaba Van, en silencio, y tenía frente a sí el plato más pequeño, con un mínimo de comida, y el tenedor más torcido. Para beber aguardiente, había escogido una copa con el borde roto. Tenía la cabeza metida totalmente entre los hombros, y el rostro apuntando hacia arriba, con los ojos cerrados y una sonrisa. Disfrutaba de la tranquilidad.

Kensi, ruborizado, mirando con rapidez a un lado y a otro, comía col agria y muy animado le contaba algo a Otto, que combatía heroicamente contra las ganas de dormir.

—¡Sí, claro! —replicaba Otto cada vez que lograba una victoria sobre el sueño—. ¡Por supuesto!

Selma Nagel, la ramera sueca, era toda una belleza. Estaba sentada en un sillón, con las piernas por encima del brazo acolchado, y esas piernas rutilantes quedaban precisamente a la altura del pecho del valiente suboficial Fritz, de manera que los ojos de éste echaban llamaradas, y debido a la excitación, tenía el rostro cubierto de manchas rojas. Se inclinó hacia Selma con el vaso lleno, intentando todo el tiempo hacer un brindis con ella por la eterna amistad, pero Selma lo espantaba con su copa, se reía, hacía oscilar las piernas y, de vez en cuando, retiraba la garra peluda de Fritz de sus rodillas.


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