—¿Ha pasado algo? —preguntó Andrei.
—Sí —dijo Kensi con voz entrecortada, arreglándose la funda del arma—. Donald Cooper se ha pegado un tiro. Hace más o menos una hora.
SEGUNDA PARTE
Juez de instrucción
UNO
De repente, a Andrei comenzó a dolerle horriblemente la cabeza. Asqueado, aplastó la colilla en el cenicero y abrió el cajón central de la mesa para comprobar si tenía algún analgésico. Nada. Sobre varios papeles viejos reposaba una enorme pistola del ejército, por los rincones asomaba material de oficina metido en cajitas de cartón ajadas, restos de lápices, hebras de tabaco y varios cigarrillos partidos. Aquello sólo servía para que la jaqueca empeorara. Andrei volvió a cerrar el cajón, apoyó la cabeza en las manos cubriéndose los ojos, y a través del espacio entre los dedos se dedicó a mirar a Peter Block.
Peter Block, conocido también como Coxis, estaba sentado en un taburete a cierta distancia, con las manos rojizas cruzadas sobre las rodillas con aire de resignación, pestañeando con indiferencia y relamiéndose de cuando en cuando. Era obvio que no le dolía la cabeza, pero seguramente quería beber algo. Y también fumar, con toda probabilidad. A Andrei le costó trabajo apartar las manos de la cara. Se sirvió un poco de agua tibia del botellín y se bebió medio vaso sobreponiéndose a un leve espasmo. Peter Block volvió a relamerse. Sus ojos grises seguían vacíos, sin expresión. Lo único que se movía era su enorme nuez, que primero descendía mucho y después subía casi hasta el mentón dentro del pescuezo flaco y algo sucio que asomaba por el cuello abierto de la camisa.
—¿Y entonces? —preguntó Andrei.
—No sé —respondió Coxis con voz ronca—. No recuerdo nada por el estilo.
«Canalla —pensó Andrei—, bestia.»
—¿Cómo que no recuerda? —dijo—. Robó en la tienda del callejón de la Lana: recuerda cuándo se metió allí y con quién. Muy bien. Hizo un trabajito en el Café Dreyfus, y también recuerda cuándo y con quién. Pero lo de la tienda de verduras de Hofstatter se le ha olvidado quién sabe por qué. Y ése fue su último trabajo, Block.
—No lo sé, señor juez de instrucción —objetó Coxis con un tono obsequioso que daba náuseas—. Perdone, pero alguien me está calumniando. Nosotros decidimos dejarlo después de lo del Café Dreyfus escogimos el camino de la rehabilitación plena y el trabajo honesto, y eso quiere decir que no he cometido ningún acto semejante.
—Hofstatter lo ha reconocido.
—Le pido mil perdones, señor juez de instrucción. —Entonces había una definida nota de ironía en la voz de Coxis—. Pero el señor Hofstatter está chiflado, eso lo sabe todo el mundo. Tiene un gran lío en la cabeza. Estuve en su tienda, eso no lo niego, fui a comprar patatas, cebollas quizá... Ya me había dado cuenta de que no le funcionaba bien el coco, y perdóneme, pero si hubiera tenido la menor idea de cómo iba a acabar todo esto no hubiera vuelto por ahí, mire las desgracias que se busca uno...
—La hija de Hofstatter también lo ha identificado. Usted personalmente la amenazó con un cuchillo.
—No ocurrió nada semejante. Lo que pasó fue muy diferente. Ella fue la que me pegó un cuchillo a la garganta, ¡así fue! Una vez me acorraló en la trastienda, y a duras penas pude huir. Es una maníaca sexual, todos los hombres que viven cerca de ella se pasan la vida escondidos. —Coxis volvió a relamerse—. Ella me dijo que fuera a la trastienda, que escogiera yo mismo las lechugas...
—Eso ya lo he oído. Mejor cuénteme de nuevo dónde estuvo la madrugada del veinticuatro al veinticinco. Con todo detalle, empezando por el momento en que desconectaron el sol.
—Fue así —comenzó a narrar Coxis, levantando los ojos al techo—. Cuando el sol se apagó, yo estaba en la cervecería que se encuentra en la esquina de Tricota y la Segunda, jugando a las cartas. Después, Jake Leaver me invitó a otra cervecería, nos fuimos, por el camino decidimos pasar por casa de Jake: queríamos llevar a su parienta, pero nos quedamos allí y nos pusimos a beber. Jake se emborrachó y su parienta se acostó a dormir y me echó. Me iba a casa a dormir, pero había bebido demasiado y por el camino me enzarcé con tres tipos que también estaban borrachos, no conozco a ninguno de ellos, nunca en mi vida los había visto. Me zurraron de tal manera que no recuerdo nada más: por la mañana me desperté junto al precipicio, logré llegar a mi casa a duras penas. Me acosté a dormir y en ese momento vinieron a por mí.
Andrei hojeó el expediente y encontró el certificado médico. El papel estaba manchado de grasa.
—Lo único que certifican aquí es que usted estaba borracho. La revisión médica no indica que usted presentara huellas de golpes. No se detectaron en su cuerpo señales de una paliza.
—Eso quiere decir que los muchachos trabajaron con cuidado —dijo Coxis, en tono de aprobación—. Eso quiere decir que llevaban calcetines llenos de arena... Todavía me duelen las costillas... y se niegan a llevarme al hospital. Si estiro la pata aquí, tendrán que responder por ello.
—Durante tres días no le ha dolido nada, y tan pronto le muestro el certificado le empiezan los dolores.
—¿Cómo que no me dolía nada? Me dolía tanto que no tenía fuerzas, y como se me ha acabado la paciencia he empezado a quejarme.
—No siga mintiendo, Block —pronunció Andrei con cansancio—. Lo oigo y me dan ganas de vomitar.
Aquel tipo inmundo le daba náuseas. Un bandido, un gángster, lo habían atrapado con las pruebas y no quería confesar de ninguna manera... «Lo que pasa es que no tengo experiencia. Los otros hacen confesar a estos tipos en un visto y no visto...» Y, mientras tanto. Coxis suspiró amargamente, hizo una mueca lastimera, puso los ojos en blanco, gimió un par de veces y se deslizó en la silla, al parecer con la intención de escenificar un desmayo convincente para que le dieran un vaso de agua y lo enviaran a dormir a la celda. A través del espacio entre los dedos Andrei contemplaba con odio aquellas manipulaciones repulsivas.
«Atrévete a intentarlo —pensó—. Si se te ocurre vomitar en el piso de mi despacho, te haré limpiarlo todo con el secante, hijo de perra...»
Se abrió la puerta y el juez superior de instrucción Fritz Geiger hizo su entrada con paso seguro. Después de examinar con una mirada indiferente al encorvado Coxis, se acercó a la mesa y se sentó de lado sobre los papeles. Sin pedirlo, sacó varios cigarrillos del paquete de tabaco de Andrei, se metió uno entre los labios y guardó el resto en una fina pitillera de plata. Andrei encendió una cerilla, Fritz pegó la primera calada y le dio las gracias con un movimiento de cabeza. Soltó un chorro de humo hacia el techo.