—El jefe me ha dado la orden de que me ocupe del caso de los Ciempiés Negros —dijo, en voz baja—, si no tienes nada en contra, por supuesto. —Bajó más la voz y arrugó los labios en un gesto significativo—. Parece que el Fiscal General le dio un buen repaso al jefe. Está citando a todo el mundo en su despacho para soltarle una arenga. Pronto te llegará el turno...

Dio otra calada y miró a Coxis. El detenido, que había estirado el pescuezo para saber de qué susurraban los instructores, se encogió al momento y dejó escapar un gemido lastimero.

—Parece que has terminado con éste, ¿verdad? —preguntó Fritz. Andrei negó con la cabeza. Le daba vergüenza. En los últimos diez días, era la segunda vez que Fritz acudía a retirarle un caso—. ¿De veras? —se asombró Fritz. Durante varios segundos examinó a Coxis, como valorándolo, y después dijo, a media voz—: ¿Me permites? —Y, sin aguardar respuesta, se apeó de un salto de la mesa—. ¿Todavía te duele? —preguntó, compasivo.

Coxis gimió, asintiendo.

—¿Quieres tomar agua?

Coxis gimió nuevamente y tendió una mano temblorosa.

—Y seguro que también quieres fumar, ¿verdad?

Coxis entreabrió un ojo, desconfiado.

—¡Pobrecillo, todavía le duele! —dijo Fritz en voz alta, sin volverse hacia Andrei—. Si da lástima ver cómo sufre este pobre hombre. Le duele aquí... y también aquí... y aquí...

Mientras repetía estas palabras con diferente entonación, hacía unos movimientos rápidos e incomprensibles con la otra mano, la que quedaba libre del cigarrillo, y los lastimeros gemidos de Coxis se convirtieron de súbito en graznidos y exclamaciones de sorpresa, y su rostro palideció.

—¡De pie, canalla! —gritó Fritz de repente, con toda la fuerza de sus pulmones, y retrocedió un paso.

Coxis se levantó de un salto, y en ese momento Fritz le propinó un violento gancho al estómago. El detenido se dobló, y Fritz le pegó un golpe feroz en la mandíbula, con la mano abierta, de abajo hacia arriba. Coxis se balanceó hacia atrás, hizo caer el taburete y se desplomó de espaldas.

—¡Levántate! —rugió Fritz de nuevo.

Coxis trataba de levantarse del suelo entre jadeos y sollozos. Fritz llegó a su lado de un salto, lo agarró por el cuello de la camisa y de un tirón lo obligó a ponerse de pie. En ese momento, el rostro de Coxis estaba blanco con tonos verdosos, los ojos enloquecidos se le salían de las órbitas y sudaba copiosamente.

Andrei, con un gesto de asco, bajó la vista y se puso a buscar un cigarrillo en el paquete con dedos temblorosos. Tenía que hacer algo, pero no sabía qué. Por una parte, los actos de Fritz eran inhumanos y viles, pero por otra parte aquel bandido cínico, aquel salteador que se burlaba descaradamente de la justicia, aquel forúnculo en el cuerpo de la sociedad no era menos inhumano y vil...

—Me parece que no estás satisfecho con el trato que recibes —decía en ese momento Fritz, con voz obsequiosa—. Creo que hasta tienes intención de quejarte. Pues mi nombre es Friedrich Geiger, el juez superior de instrucción Friedrich Geiger...

Andrei se obligó a sí mismo a levantar los ojos. Coxis estaba de pie, erguido, con el cuerpo algo echado hacia atrás, y Fritz se encontraba a su lado, con las manos en la cintura y levemente inclinado hacia el detenido.

—Puedes quejarte, conoces a mis jefes actuales. ¿Y sabes quién era mi jefe anteriormente? Cierto Reichsfuhrerde las SS, de nombre Heinrich Himmler. ¿Has oído alguna vez ese apellido? ¿Sabes dónde trabajaba yo anteriormente? ¡En una institución llamada Gestapo! ¿Y sabes por qué era yo famoso en esa institución?

Sonó el teléfono. Andrei levantó el auricular.

—Juez de instrucción Voronin al habla —dijo, entre dientes.

—Soy Martinelli —respondió una voz grave con un leve jadeo—. Venga a mi despacho, Voronin. De inmediato.

Andrei colgó el teléfono. Se daba cuenta de que le darían un buen repaso en el despacho del jefe, pero se alegraba de salir de su despacho en ese momento, de irse lo más lejos posible de los ojos dementes de Coxis, de la feroz quijada de Fritz, de la densa atmósfera de la mazmorra. Por qué había tenido que mencionar la Gestapo... a Himmler...

—El jefe me convoca a su despacho —dijo, con una voz extraña y chirriante, abrió maquinalmente el cajón y se guardó la pistola en la cartuchera, según el reglamento.

—Suerte —replicó Fritz, sin volverse—. Yo me quedo aquí.

Andrei caminó hacia la puerta acelerando el paso y salió al pasillo como una bala. Bajo los arcos sombríos había un silencio fresco y perfumado. Sobre un largo banco de madera, custodiados por un alguacil de mirada severa, estaban sentados, inmóviles, varios individuos desastrados de sexo masculino. Andrei pasó por delante de una serie de puertas cerradas que daban a las salas de interrogatorio, dejó atrás el descansillo de la escalera donde varios jueces de instrucción jovencitos, de la última leva, fumaban emboquillados y se contaban mutuamente sus casos, subió al tercer piso y llamó a la puerta del despacho del jefe.

Martinelli tenía una expresión sombría. Sus gruesos cachetes colgaban, sus escasos dientes asomaban amenazantes, respiraba por la boca con dificultad y miraba a Andrei de reojo.

—Siéntese —gruñó.

Andrei se sentó, se puso las manos sobre las rodillas y clavó la vista en la ventana, protegida por una reja. Al otro lado del cristal había una oscuridad impenetrable. Eran alrededor de las once de la noche, pensó. Cuánto tiempo había perdido con ese canalla...

—¿Cuántos casos lleva? —preguntó el jefe.

—Ocho.

—¿Cuántos tiene la intención de cerrar al término del trimestre?

—Uno.

—Muy mal. —Andrei permaneció en silencio—. Trabaja mal, Voronin. ¡Muy mal! —dijo el jefe, jadeando. Sufría debido a la falta de aire.

—Lo sé —dijo Andrei, sumiso—. No acabo de cogerle el tranquillo.

—¡Ya es hora! —el jefe levantó la voz, hasta llegar casi a un ronco silbido—. Con el tiempo que lleva trabajando aquí y únicamente ha cerrado tres tristes casos. No está cumpliendo con su deber ante el Experimento, Voronin. Y eso que tiene de quién aprender, a quién preguntar. Fíjese, por ejemplo, en cómo trabaja ese amigo suyo, le hablo de... eh... quiero decir, Friedrich... eh... Tiene sus defectos, claro está, pero usted no tiene por qué copiar sus defectos. Puede aprender de sus virtudes, Voronin. Ambos llegaron juntos aquí, y él ya ha cerrado once casos.

—Yo no puedo trabajar así —dijo Andrei, con aire lúgubre.

—Aprenda. Hay que aprender. Todos aprendemos. Ese... Friedrich tampoco vino aquí después de terminar los cursos de jurisprudencia, y trabaja, bastante bien, por cierto. Ya es juez superior de instrucción. Existe la opinión de que ha llegado el momento de nombrarlo vicejefe del sector de delitos comunes... Sí. Pero no estamos satisfechos con usted, Voronin. Por ejemplo, ¿cómo avanza el caso del Edificio?


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