—De ninguna manera —dijo Andrei—. Eso no es un caso, es un absurdo, puro misticismo...
—¿Cómo algo puede ser místico si hay declaraciones de testigos? Hay víctimas. ¡Desaparece gente, Voronin!
—No entiendo cómo se puede instruir un caso que se basa en leyendas y rumores —dijo Andrei con expresión sombría.
El jefe tosió, tenso, con un sonido sibilante.
—Hay que mover las neuronas, Voronin. Rumores, leyendas, es verdad. Un aura de misticismo, es verdad. ¿Y para qué? ¿Quién se beneficia? ¿De dónde parten los rumores? ¿Quién los genera? ¿Quién los difunde? ¿Con qué objetivo? Y, lo fundamental, ¿adonde va a parar la gente? ¿Me ha entendido, Voronin?
—Lo entiendo, jefe —dijo Andrei, haciendo acopio de valor—. Pero no estoy a la altura de ese caso. Prefiero ocuparme sólo de delitos comunes. La ciudad está llena de delincuentes...
—¡Y yo prefiero cultivar tomates! —dijo el jefe—. Adoro los tomates, pero aquí no se consiguen a ningún precio. Usted está trabajando, Voronin, y a nadie le importa cuáles son sus preferencias: le han asignado el caso del Edificio: tenga la bondad de investigarlo. Ya veo que no sabe hacerlo. En otras circunstancias, no le hubiera asignado ese caso. Pero en las actuales, se lo asigno. ¿Por qué? Porque usted es uno de los nuestros, Voronin. Porque usted no está aquí de paso, sino en el combate. Porque no vino aquí por egoísmo, sino en aras del Experimento. No hay mucha gente así, Voronin. Y por eso, ahora voy a contarle algo que un funcionario de su nivel no tiene por qué saber.
El jefe se recostó en el asiento y permaneció callado unos momentos, con una mueca en la cara mientras su pecho seguía silbando.
—Combatimos con gángsters, delincuentes y bribones, eso lo sabe todo el mundo, es algo necesario. Pero ellos no constituyen el peligro número uno, Voronin. En primer lugar, aquí existe un fenómeno de la naturaleza llamado Anticiudad. ¿Lo ha oído mentar? No, no lo ha oído. Y eso es correcto. No debía haberlo oído. ¡Y que nadie vaya a oírlo de sus labios! Es un secreto oficial con mayúsculas. Anticiudad. Hay informes de que hacia el norte existen algunos asentamientos, uno, dos, varios, no se sabe. Pero ellos lo saben todo de nosotros. Es probable que se trate de una invasión. Muy peligroso. El fin de nuestra ciudad. El fin del Experimento. Hay espionaje, intentos de sabotaje, maniobras diversivas, difusión de rumores para desmoralizar y crear el pánico. ¿Entiende la situación, Voronin? Veo que sí. Otra cosa. Aquí mismo, en la ciudad, junto a nosotros, entre nosotros, viven personas que no han venido en aras del Experimento, sino por otros motivos más o menos basados en la codicia. Nihilistas, gente que está en un exilio interior, elementos descreídos, anarquistas... Entre ellos hay pocos elementos activos, pero hasta los pasivos son peligrosos. La subversión moral, la negación de los ideales, los intentos de azuzar a un estrato de la población contra otro, el escepticismo destructivo. Un ejemplo: alguien a quien usted conoce, un tal Katzman...
Andrei se estremeció. El jefe lo miró con dureza a través de sus párpados hinchados y quedó callado un instante.
—losif Katzman —prosiguió—. Un individuo curioso. Tenemos informes de que viaja al norte con frecuencia, pasa allí cierto tiempo y después regresa. Además, no cumple con su trabajo, pero eso no es asunto nuestro. Qué más hay. Las conversaciones. Usted debe estar al tanto de eso.
Andrei asintió involuntariamente, pero se dio cuenta y puso cara de poker.
—Lo más importante para nosotros: lo han visto cerca del Edificio. En dos ocasiones. Una vez lo vieron salir de allí. Supongo que he tomado un ejemplo valioso y lo he relacionado adecuadamente con el caso del Edificio. Hay que investigar ese caso, Voronin. Ahora no puedo asignarle ese caso a nadie más. Hay gente tan fiel como usted, y mucho más hábiles, pero están ocupados. Es todo. No tengo nada más que decirle. Y vaya con la cabeza bien alta. Investigue el caso del Edificio a marchas forzadas, Voronin. Trataré de quitarle el resto de los casos. Venga a mi despacho mañana, a las dieciséis cero cero, y presénteme su plan de investigación. Está libre.
Andrei se levantó.
—¡Ah! Un consejo. Le recomiendo que preste atención al caso de las Estrellas Fugaces. Estúdielo con cuidado. Quizá haya alguna relación. Quien se ocupa ahora de ese caso es Chachua, vaya a verlo, revise el expediente. Consulte con él.
Andrei se inclinó con torpeza y se dirigió a la salida.
—¡Una cosa más! —dijo el jefe, y Andrei se detuvo junto a la puerta—. Tenga en cuenta que el Fiscal General está especialmente interesado en el caso del Edificio. ¡Especialmente! Así que, además de usted, alguien de la fiscalía se va a ocupar del caso. Trate de no cometer omisiones que tengan que ver con sus inclinaciones personales, y no se exceda. Está libre, Voronin.
Andrei cerró la puerta a sus espaldas y se recostó en la pared. Sentía dentro de sí un vacío poco claro, cierta indefinición. Esperaba una riña, una sacudida de los jefes, el despido quizá o el traslado a la policía. Pero en lugar de eso, era como si lo hubieran elogiado, lo hubieran seleccionado entre sus colegas para confiarle un caso que se consideraba de primordial importancia. Sólo un año atrás, cuando todavía era basurero, las llamadas de atención en el trabajo lo hubieran hecho sentirse muy mal, y las misiones importantes lo hubieran elevado a la cima de la alegría y al entusiasmo más febril. Pero entonces sentía por dentro un crepúsculo indefinido, y trataba de entenderse a sí mismo con el mayor cuidado, y de paso, descubrir las complicaciones y molestias inevitables que sin duda surgirían en estas nuevas circunstancias.
«Izya Katzman. Charlatán. Siempre parloteando. Lengua malvada, venenosa. Cínico. Y al mismo tiempo, y eso es imposible negarlo, no tiene nada suyo, es bondadoso, desinteresado hasta el absurdo, y en la vida cotidiana está indefenso... Pero el caso del Edificio. Y la Anticiudad. Demonios... Bien, lo investigaremos.»
Regresó a su despacho y sintió cierta perplejidad al encontrarse allí a Fritz, sentado tras su mesa, fumando un cigarrillo y revisando con atención sus casos, que había sacado de la caja fuerte.
—¿Qué, te han dado un buen repaso? —preguntó, levantando la mirada hacia Andrei.
Éste, sin responder, cogió un cigarrillo, lo encendió y le dio varias caladas. Después miró a su alrededor buscando dónde sentarse, y vio el taburete vacío.
—¿Y dónde está ese tipo?
—En el calabozo —respondió Fritz, despectivo—. Lo mandé a pasar la noche en el calabozo y ordené que no le dieran de comer, de beber ni de fumar. Lo confesó todito, hasta el menor detalle, y además dio los nombres de otros dos, de los que no sabíamos nada. Pero es bueno darle una lección a ese llorón. El acta... —Cambió de lugar varias carpetas—. Yo mismo la grapé al expediente, ya la encontrarás. Lo puedes enviar mañana a la fiscalía. Me contó algo curioso, quizá pueda utilizarlo en alguna ocasión...
Andrei fumaba y contemplaba aquella cara larga y bien cuidada, los ojos claros e inquietos. Admiraba involuntariamente los movimientos seguros de aquellas manos grandes, masculinas de verdad. Fritz había crecido en los últimos tiempos. En él no quedaba ya casi nada de aquel suboficial estirado. El descaro brutal había dejado paso a una seguridad en sí mismo bien definida, ya no lo enojaban las bromas, no se quedaba pasmado y no se comportaba como un asno. En una época comenzó a visitar a Selma, pero provocaron un escándalo; Andrei le dijo un par de cosas. Y Fritz se apartó tranquilamente.