Al principio, el caso llegó a despertar el interés de Andrei. Señaló en el mapa de la ciudad los lugares donde habían visto el Edificio, intentando hallar alguna regularidad en la ubicación de las cruces, revisó los sitios indicados en múltiples ocasiones, y cada vez, en el lugar donde habían visto el Edificio, encontró un jardín abandonado, un solar yermo entre dos edificaciones, o un edificio de vivienda común y corriente que no guardaba relación alguna con misterios ni enigmas.

Preocupaba el hecho de que el Edificio nunca había sido visto a la luz del día: también era preocupante que más de la mitad de los testigos, al ver el Edificio, se encontraban en estado de embriaguez más o menos pronunciado: en cada declaración aparecían contradicciones menores, pero al parecer indispensables: y lo más preocupante de todo era lo absurdo de todo aquello y su total falta de sentido.

Con respecto a esto, Izya Katzman llegó a la conclusión de que una ciudad de un millón de habitantes, carente de una ideología sistemática, debía crear sin falta unos mitos propios. Eso parecía convincente, pero la gente desaparecía de veras. Por supuesto, no era difícil perderse en la ciudad. Bastaba con tirar a una persona por el precipicio y en ese caso nadie volvería a saber de ella. Sin embargo, ¿por qué razón tendría alguien que tirar por el precipicio a peluqueros, modistas y tenderos? Gente sin dinero, sin reputación, prácticamente sin enemigos. En cierta ocasión, Kensi expresó la suposición lógica de que el Edificio Rojo, si existía de veras, sería con toda seguridad un elemento del Experimento, por lo que no tenía sentido buscarle una explicación: el Experimento era el Experimento. A fin de cuentas, Andrei se agarró a ese punto de vista. Había muchísimo trabajo que hacer, el expediente del Edificio tenía ya más de mil cuartillas, y Andrei lo escondió en el fondo de la caja fuerte. Lo sacaba sólo de vez en cuando, para graparle una nueva declaración de algún testigo.

La reciente conversación con el jefe abría, sin embargo, perspectivas totalmente nuevas. Si era verdad que en la ciudad había personas que se habían planteado (o alguien les había encomendado) la misión de crear un estado de pánico y terror entre la población, entonces se esclarecían muchas facetas del caso del Edificio. Las faltas de coincidencia entre los presuntos testigos se explicaban con facilidad por la distorsión de los rumores durante su propagación. Las desapariciones de las personas se convertían en asesinatos comunes y corrientes, con el fin de reforzar la atmósfera de terror. Entonces habría que buscar dentro del caos de charlatanería, rumores alarmistas y mentiras, a las fuentes permanentes de esas habladurías, los centros de difusión de aquella neblina venenosa...

Andrei tomó una cuartilla en blanco y comenzó a esbozar, palabra por palabra, punto por punto, un borrador de plan de acción. Al rato, tenía un proyecto bastante sencillo.

Tarea principal: detectar las fuentes de los rumores, arrestar a esas fuentes y descubrir el centro que las dirige. Medios fundamentales: repetir interrogatorios de todos los testigos que hubieran declarado antes estando sobrios: detección, mediante cadena de informantes, de las personas que aseguraban haber estado dentro del Edificio, y su interrogatorio: esclarecimiento de posibles vínculos entre esas personas y los testigos. Tomar en consideración: a) informes de los agentes; b) faltas de coincidencia en las declaraciones...

Andrei mordió el lápiz, miró la lámpara con ojos entornados y recordó otra cosa: ponerse en contacto con Petrov. El tal Petrov le había agotado la paciencia a Andrei en cierto momento. Su mujer había desaparecido, y por alguna razón él había decidido que el Edificio Rojo se la había tragado. Desde aquel momento había abandonado su trabajo y se había dedicado a la búsqueda del Edificio Rojo: había enviado innumerables notas a la fiscalía, que eran remitidas indefectiblemente al departamento de instrucción e iban a parar a manos de Andrei; trotaba de noche por toda la ciudad; había sido detenido en varias ocasiones por sospechas de comportamiento indecoroso; se resistía a la autoridad, por lo que había sido condenado a diez días de arresto, salía y de nuevo se dedicaba a su pesquisa.

Andrei le mandó una citación, así como a otros dos testigos, se las entregó al agente de guardia con la orden de entregarlas de inmediato, y fue en busca de Chachua. Se trataba de un caucasiano enorme y muy gordo, casi sin frente pero con una nariz gigantesca. Estaba en su despacho, durmiendo en un diván, rodeado de gruesas carpetas de casos. Andrei lo despertó empujándolo levemente.

—¡Eh! —dijo Chachua, despertándose—. ¿Qué pasa?

—No pasa nada —dijo Andrei, molesto; ya no soportaba aquel relajamiento de la disciplina—. Dame el caso de las Estrellas Fugaces.

Chachua se sentó, su rostro se iluminó de alegría.

—¿Lo vas a asumir? —preguntó, moviendo su nariz fenomenal como una fiera.

—No te alegres tanto —dijo Andrei—. Sólo quiero echarle un vistazo.

—Dime, ¿para qué quieres echarle un vistazo? —comenzó a decir Chachua con ardor—. ¡Hazte cargo totalmente de ese caso! Eres joven, guapo y enérgico, el jefe siempre te pone de ejemplo ante los demás. Seguro que lo esclarecerás enseguida. ¡Trepas a la Pared Amarilla y lo aclaras de inmediato! ¿Qué te cuesta?

Andrei clavó la mirada en aquella nariz: enorme, torcida, con una red de venas púrpura en el puente, con vellos negros y duros que asomaban en mechones por los agujeros. Tenía una vida independiente de Chachua, y era obvio que no quería saber nada de los líos del juez de instrucción. Aquella nariz quería que todos a su alrededor bebieran el suave vino de Kajetia en copas grandes, comieran jugosas brochetas y verduras crujientes, que bailaran a la caucasiana, agarrándose con los dedos los bordes de las mangas y dando gritos de ánimo y aliento. Quería perderse entre cabellos rubios perfumados y planear sobre senos abundantes y desnudos... Quería muchas cosas aquella grandiosa nariz, hedonista y llena de vida, y sus numerosos deseos se reflejaban abiertamente en sus movimientos independientes, en sus cambios de color y en los diversos sonidos que emitían...

—Y cuando cierres este caso —decía Chachua, poniendo los ojos en blanco—, ¡oh, Dios mío! ¡Qué famoso vas a ser! ¡Cuántos honores! ¿Crees que si Chachua pudiera trepar a la Pared Amarilla te propondría que te ocuparas de este caso? ¡Por nada del mundo! ¡Este caso es como una mina de oro! Pero sólo te lo propongo a ti. Muchos han venido y me lo han pedido. No, pensé. Ninguno de vosotros podríais con él. Sólo Voronin sería capaz, pensé.

—Está bien, está bien —dijo Andrei, con desencanto—. Apaga esa máquina de hablar. Dame la carpeta. No tengo tiempo de cantar a dúo contigo.

Sin dejar de hablar, de quejarse y jactarse, Chachua se levantó con haraganería, se encaminó a la caja fuerte arrastrando los pies por el suelo lleno de basura y se puso a buscar los papeles del caso. Andrei contemplaba sus hombros anchísimos y gruesos, y pensaba que Chachua era, con toda seguridad, uno de los mejores jueces de instrucción en el departamento; sencillamente era un investigador brillante, tenía el mayor índice de casos cerrados, pero no había logrado aclarar nada en el caso de las Estrellas Fugaces: nadie había logrado aclarar nada, ni Chachua, ni su predecesor, ni el predecesor del predecesor...


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