Chachua sacó un montón de carpetas hinchadas y manoseadas, y leyeron juntos las últimas páginas. Andrei anotó cuidadosamente en una hoja suelta los nombres y direcciones de los dos que habían sido reconocidos, así como los escasos rasgos distintivos de algunas de las víctimas no identificadas que pudieron ser detectados.
—¡Qué caso! —exclamaba Chachua, chasqueando la lengua—. ¡Once cadáveres! Y tú no quieres encargarte. No, Voronin, no tienes idea de dónde está tu futuro. Vosotros, los rusos, siempre fuisteis idiotas, en el otro mundo y en éste... ¿Y para qué lo quieres? —preguntó, con repentino interés.
Andrei le explicó sus intenciones de la forma más coherente que fue capaz. Chachua captó enseguida la esencia, pero no manifestó particular entusiasmo.
—Inténtalo, inténtalo —dijo, con desánimo—. Lo dudo. ¿Qué es tu Edificio y qué es mi Pared? El Edificio es un invento, pero ahí tienes la Pared a un kilómetro de aquí. No, Voronin, no podremos esclarecer este caso. —Pero cuando Andrei estaba ya junto a la puerta. Chachua le espetó—: Bueno, pero si hay algo, dímelo enseguida.
—Por supuesto —dijo Andrei.
—Escucha —dijo Chachua, frunciendo la gruesa frente y moviendo la nariz en señal de concentración; Andrei se detuvo un momento y lo miró, expectante—. Hace tiempo que quería preguntarte una cosa... —Su rostro se puso serio—. Oye, en el año diecisiete, vosotros tuvisteis unos motines en Petrogrado. ¿Cómo terminó todo aquello, eh?
Andrei hizo un ademán despectivo y salió tirando la puerta, seguido por las carcajadas retumbantes del caucasiano, que se divertía hasta más no poder. Chachua había vuelto a pescarlo con aquella broma tonta. Daban deseos de no volverle a hablar nunca más.
En el pasillo, frente a su despacho, le aguardaba una sorpresa. Un hombre envuelto en un grueso abrigo, con un miedo de muerte, los pelos de punta y los ojos enrojecidos, estaba sentado en un banco. El agente de guardia se levantó de un salto de detrás de la mesita con el teléfono.
—El testigo Eino Saari ha sido traído a su presencia de acuerdo a su citación, señor juez de instrucción —gritó, con aire marcial.
—¿De qué citación me habla? —Andrei, perplejo, levantó los ojos y lo miró.
—Si usted mismo... —dijo, ofendido, el agente de guardia, también perplejo—. Hace media hora... Me entregó las citaciones, me ordenó que los trajera de inmediato...
—Dios mío —dijo Andrei—. ¡Las citaciones! Le ordené entregar las citaciones de inmediato, demonios. Son para mañana, a las diez. —Miró a Eino Saari, que sonreía débilmente, y las tiritas blancas de sus calzoncillos que asomaban por la cintura de sus pantalones; a continuación, volvió a clavar la mirada en el agente de guardia—. ¿Y ahora traerán a los demás? —le preguntó.
—Exactamente —respondió el agente en tono sombrío—. Hice lo que me ordenaron.
—Haré un informe sobre su comportamiento —dijo Andrei, conteniéndose a duras penas—. Tendrá que patrullar en la calle, levantar a los locos de los bancos al amanecer, y va a llorar lágrimas de sangre. Bueno, qué se le va a hacer —pronunció, mirando a Saari—. Ya que está aquí, pase.
Le señaló el taburete a Eino Saari, se sentó detrás de la mesa y echó un vistazo al reloj. Pasaban de las doce de la noche. La esperanza de dormir unas cuantas horas antes del duro día que le esperaba se habían evaporado.
—Bien, veamos —masculló suspirando, abrió el expediente del Edificio, hojeó un gigantesco montón de declaraciones, informes, órdenes y peritajes, buscó las cuartillas que contenían el testimonio anterior de Saari (cuarenta y tres años, saxofonista del segundo teatro de la ciudad, divorciado) y las leyó rápidamente—. Bien —repitió—. Necesito precisar algo con respecto al testimonio que dio a la policía hace un mes.
—Sí, por favor —dijo Saari, con una inclinación obsequiosa, y mantuvo el abrigo cerrado apretándolo contra el pecho con una mano, en un gesto que tenía algo de femenino.
—Usted declaró que a las veintitrés horas, cuarenta y ocho minutos del ocho de setiembre del presente año vio a su conocida, Ela Stremberg, entrar en el denominado Edificio Rojo, que en aquel momento se encontraba en la calle de los Papagayos, en el espacio entre la tienda de alimentos número ciento quince y la farmacia de Strom. ¿Se ratifica en su declaración?
—Sí, sí, me ratifico. Todo fue exactamente así. Pero, en lo relativo a la fecha... Ya no recuerdo la fecha exacta, ha pasado más de un mes...
—Eso no tiene importancia —dijo Andrei—. En aquel momento usted se acordaba, y coincide con otros testimonios. Ahora, tengo que pedirle algo: vuelva a describirme ese Edificio Rojo con todo detalle...
Saari inclinó la cabeza a un lado y reflexionó durante unos momentos.
—Era así —dijo—: Tres pisos. De ladrillos viejos, color rojo oscuro, como un cuartel. ¿Se da cuenta? Las ventanas eran estrechas y altas. En la planta baja, todas estaban cubiertas con lechada, y como recuerdo ahora, no estaban iluminadas... —Volvió a meditar unos instantes—. ¿Sabe?, según recuerdo allí no había ni una ventana iluminada. Ah, y... la entrada. Escalones de piedra, dos o tres... Una puerta muy pesada, con un picaporte antiguo, de cobre, cincelado. Ela agarró el picaporte y tiró de la puerta hacia sí con mucho esfuerzo. No vi el número de la casa, ni siquiera recuerdo si tenía número... En una palabra, su aspecto era el de un viejo edificio administrativo, como de finales del siglo pasado.
—Aja —dijo Andrei—. Y, dígame, ¿ha pasado con frecuencia por esa calle de los Papagayos?
—Fue la primera vez. Y la última. Vivo bastante lejos de allí, casi nunca voy por esos sitios, pero en esta ocasión me había ofrecido para acompañar a Ela. Tuvimos una fiestecita, y yo... intentaba conquistarla, así que me decidí a acompañarla. Por el camino tuvimos una conversación muy agradable, y después me dijo, de repente: «Es hora de despedirnos», me besó en la mejilla y antes de que pudiera darme cuenta, ella entró en el edificio. Reconozco que, en aquel momento, pensé que vivía allí...
—Está claro —dijo Andrei—. ¿Bebieron en la fiesta?
—No, señor juez de instrucción —dijo Saari, abatido, dándose una palmada con ambas manos en las rodillas—. Ni una gota. Yo no puedo beber, los médicos no me lo permiten.
Andrei asintió compasivo con la cabeza.
—¿Y no se acuerda usted casualmente si ese edificio tenía chimeneas?
—Sí, me acuerdo, por supuesto. Debo decirle que el aspecto de ese edificio es un reto a la imaginación, de manera que ahora mismo es como si lo tuviera delante de los ojos. Tenía un techo de tejas y tres chimeneas bastante altas. Recuerdo que por una de ellas salía humo. En ese momento pensé que aquí todavía quedan muchas casas con ese tipo de calefacción.
Había llegado el momento. Andrei colocó con cuidado el lápiz sobre las actas, se inclinó levemente hacia delante y con los ojos entrecerrados clavó una mirada fija y atenta en el rostro de Eino Saari, saxofonista.