—Sí, no lo niego. Lo he comentado varias veces, pero quisiera saber cómo se han enterado ustedes. Creo que no conozco a ningún juez de instrucción...

—Debo decirle —le comunicó Andrei, en tono de confianza—, que en este momento se lleva a cabo la investigación relacionada con el denominado Edificio Rojo, y estamos muy interesados en establecer contacto con alguna persona que haya estado dentro del edificio.

Matilda Husakova no lo escuchaba. Pensativa, se puso el tejido sobre las rodillas y miró a la pared.

—¿Quién habrá podido informar de eso? —balbuceaba—. ¡No me lo esperaba! —Negaba con la cabeza—. Incluso aquí hay que tener cuidado con lo que uno dice, a quién se lo dice. Con los alemanes no podíamos abrir la boca. Vengo aquí, y es lo mismo.

—Perdóneme, señora Husakova —la interrumpió Andrei—. En mi opinión, está enfocando las cosas incorrectamente. Por lo que sé, usted no ha cometido delito alguno. La consideramos una testigo, una colaboradora nuestra, que...

—¡Ay, jovencito! ¿Colaboradora, yo? La policía es igual en todas partes.

—¡Nada de eso! —Para ser más convincente, Andrei se llevó las manos al pecho—. ¡Buscamos una banda de criminales! Secuestran a las personas y, a juzgar por todo, las asesinan. Una persona que haya estado en poder de esos delincuentes puede prestar una gran ayuda en la investigación del caso.

—Jovencito, ¿me está diciendo que cree en ese Edificio Rojo?

—¿Y usted no? —preguntó Andrei, con cierta perplejidad.

La anciana no tuvo tiempo de responder. La puerta del despacho se entreabrió: del pasillo llegó el ruido de voces airadas, y por la rendija hizo su entrada una figura de cabello negro, bajita y corpulenta.

—¡Sí, es urgente! —gritaba hacia el pasillo—. ¡Lo necesito con toda urgencia!

Andrei frunció el ceño, pero de nuevo alguien tiró del recién llegado hacia el pasillo y la puerta se cerró.

—Perdone, nos han interrumpido —dijo Andrei—. Creo que estaba diciendo que no cree en el Edificio Rojo.

—¿Qué persona adulta puede creer en eso? —preguntó Matilda, encogiendo sólo un hombro sin dejar de mover las agujas de hacer punto—. Dicen que el edificio corre de un sitio para otro, que dentro todas las puertas tienen dientes, que uno sube las escaleras y termina en el sótano... Por supuesto, en este sitio puede pasar cualquier cosa. El Experimento es el Experimento, pero eso sería ya demasiado... No, no creo en eso. Claro, en todas las ciudades hay casas que devoran a la gente, seguro, y la nuestra no iba a ser menos que otras, pero no me parece que anden corriendo de un sitio para otro... y me parece que ahí las escaleras son de lo más corriente.

—Permítame, señora Husakova —repuso Andrei—. Entonces, ¿para qué le cuenta esa historia a todo el mundo?

—¿Y por qué no iba a contarla, si a la gente le gusta oírla? Las personas se aburren, sobre todo los viejos como yo.

—¿Así que usted se lo ha inventado todo?

La anciana Matilda abrió la boca para responder, pero en ese momento, el teléfono comenzó a sonar con desesperación junto a su oreja. Andrei soltó un taco y tomó el auricular.

—An-dri-i-u-sha... —se oyó la voz de Selma, completamente ebria—. Los he echado a todos... los he echado. ¿Por qué no vienes?

—Perdona —dijo Andrei, mordiéndose el labio inferior y mirando de reojo a la anciana—. Ahora estoy muy ocupado, y tú...

—¡No quiero! —declaró Selma—. Yo te amo, te estoy esperando. Estoy borracha, desnuda, tengo frío...

—Selma —dijo Andrei, bajando la voz—. Déjate de tonterías, estoy muy ocupado.

—De todos modos no vas a encontrar a otra chica así en esta letrina. Estoy hecha una rosquilla... totalmente desnuda... desnudita...

—Dentro de media hora estaré ahí —balbuceó Andrei, presuroso.

—Ton-tonti-to. Dentro de media hora estaré dormida... ¿A quién se le ocurre llegar dentro de media hora?

—Está bien, Selma, hasta luego —dijo Andrei, maldiciendo el día en que le dio el teléfono de su despacho a aquella chica ligera de cascos.

—¡Pues vete al infierno! —gritó Selma de repente y colgó con violencia.

Seguro que habría hecho pedazos el teléfono. Andrei, ardiendo de rabia, colgó el suyo con mucho cuidado y quedó callado durante varios segundos, sin atreverse a levantar la vista. Mil ideas le rondaban por la cabeza. Tosió un par de veces.

—Muy bien. Sí. O sea, que contaba esas cosas sólo porque estaba aburrida. —Por fin recordó su última pregunta—. Por lo tanto, ¿sería correcto entender que usted misma inventó toda esa historia con el tal Frantisek?

La anciana volvió a abrir la boca para responder, pero una vez más no logró hacerlo. La puerta se abrió de par en par, y apareció allí el agente de guardia.

—¡Le pido mil perdones, señor juez de instrucción! —dijo, en tono marcial—. El testigo Petrov, a quien acaban de traer, exige que lo interroguen lo más pronto posible, pues desea comunicar...

A Andrei se le enturbiaron los ojos y golpeó con ambas manos la mesa.

—¿Qué demonios le pasa, agente de guardia? —gritó, con tanta furia que sus propios oídos retumbaron—. ¿No conoce el reglamento? ¿Qué quiere que haga con ese Petrov suyo? ¿Qué se cree, que está en la letrina de un bar? ¡Desaparezca de mi vista!

El agente desapareció como si nunca hubiera existido. Andrei, al darse cuenta de que la ira le hacía temblar los labios, se sirvió un vaso de agua y la bebió. El feroz rugido le había dañado la garganta. Miró a la anciana de reojo. Matilda seguía tejiendo, como si no ocurriera nada.

—Le pido que me perdone —gruñó Andrei.

—No importa, jovencito —lo tranquilizó Matilda—. No estoy molesta con usted. Me ha preguntado si he sido yo la que lo ha inventado todo. No, cariño, no he sido yo sola. ¡Cómo se me iba a ocurrir semejante cosa! Imagínese, la escalera sube y uno termina abajo... No se me hubiera ocurrido ni en sueños. Lo he contado como me lo contaron a mí.

—¿Y quién se lo contó?

—De eso ya no me acuerdo —respondió la anciana con un gesto de negación, sin dejar de tejer—. Una mujer me lo contó en la cola. El tal Frantisek era yerno de una conocida suya. Seguro que también mentía. En la cola se oyen cosas que nunca salen en ningún periódico.

—¿Y cuándo ocurrió todo eso? —pregunto Andrei, que volvía en sí poco a poco, lamentando haberse pasado de rosca.

—Creo que hace un par de meses, quizá tres.

«He tirado por la borda el interrogatorio —pensó Andrei con amargura—. Lo he echado todo a perder a causa de esta arpía y del imbécil del agente de guardia. No pienso dejar esto así, voy a hacer polvo a ese seso hueco. Lo voy a hacer bailar en un ladrillo. Ya lo veré corriendo en pos de los locos a las cinco de la madrugada... Bien, ¿y qué hago con la vieja? Mantiene la boca cerrada, no quiere mencionar nombres.»


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