—¿Y está usted segura, señora Husakova —volvió a intentarlo—, de que no recuerda el nombre de esa mujer?

—No lo recuerdo, jovencito, no recuerdo nada —respondió Matilda muy animada, sin interrumpir su trabajo con las agujas de tejer.

—¿Y pudiera ser que sus amigas lo recuerden? —El movimiento de las agujas se ralentizó en cierta medida—. Usted debe haberles mencionado ese nombre, ¿no es verdad? —prosiguió Andrei—. Es muy posible que la memoria de ellas sea mejor que la suya. —Matilda encogió un hombro y no respondió nada. Andrei se recostó en el respaldo de su sillón—. Mire a qué situación hemos llegado, señora Husakova. Ha olvidado el nombre de esa mujer, o bien no quiere decirlo. Y sus amigas lo recuerdan. Eso quiere decir que tendremos que retenerla cierto tiempo aquí para que no pueda avisar a sus amigas, y nos veremos obligados a retenerla hasta que usted misma o alguna de sus amigas recuerden el nombre de la persona que le contó semejante historia.

—Como quiera —dijo la señora Husakova, resignada.

—Pues así son las cosas —pronunció Andrei—. Pero mientras usted busca en su memoria, y nosotros nos dedicamos a hablar con sus amigas, la gente seguirá desapareciendo, los bandidos se alegrarán y se frotarán las manos de gusto, y todo eso va a estar motivado por sus extraños prejuicios contra las instituciones judiciales. —La anciana Matilda no respondió. Simplemente volvió a morderse los labios agrietados—. Entienda cuan absurdo resulta todo —continuaba explicando Andrei—. No se trata solamente de que tengamos que combatir día y noche contra bribones, canallas y delincuentes, sino de que cuando viene una persona honrada, no quiere ayudarnos de ninguna manera. ¿Qué es eso? Una locura. Y, perdóneme, pero esa salida infantil suya no tiene sentido. Si usted no se acuerda, sus amigas sí se acordarán, y de todos modos averiguaremos el nombre de esa mujer, llegaremos hasta Frantisek y él nos ayudará a acabar con esa guarida de fieras. Bueno, si antes no lo matan los bandidos por ser un testigo peligroso... Pero si lo matan, usted también será culpable de ello, señora Husakova. No irá ajuicio, por supuesto, no será legalmente culpable, pero sí será moralmente responsable.

Después de concentrar en su pequeña pieza oratoria toda la carga de sus convicciones. Andrei encendió un cigarrillo con cansancio y se puso a esperar, con los ojos clavados en la esfera del reloj. Se impuso una espera de tres minutos, y después, si aquella excéntrica anciana no hablaba, enviaría a la vieja arpía a una celda, aunque no tuviera derecho legal a hacerlo. Pero, a fin de cuentas, había que investigar aquel caso a marchas forzadas. ¿Cuánto tiempo podía perder con aquella maldita vieja? A veces, pasar la noche en una celda hace que la gente recapacite. Y si surgía algún inconveniente por excederse en sus atribuciones, en última instancia el Fiscal General estaba personalmente interesado en aquello y no lo traicionaría. En el peor de los casos, lo amonestarían.

«¿Y yo, qué, acaso trabajo para que me lo agradezcan? Que se mojen. Sólo quisiera que este maldito caso avanzara algo, aunque fuera un poquito...»

Fumaba, abanicando el aire para dispersar el humo como gesto de cortesía. La aguja del secundario avanzaba animosa por la esfera, mientras la señora Husakova seguía callada, haciendo entrechocar sus agujas.

—Ésas tenemos —dijo Andrei al concluir el cuarto minuto. Con un gesto decidido aplastó la colilla en el cenicero a punto de desbordarse—. Me veo en la obligación de retenerla. Por obstaculizar el proceso de instrucción. Usted lo ha querido, señora Husakova, pero en mi opinión es un gesto infantil. Firme el acta, ahora la llevan a la celda.

Cuando se llevaron a la anciana Matilda (al despedirse, ella le había deseado buenas noches al juez). Andrei se acordó de que no le habían traído el té caliente que había pedido. Asomó la cabeza al pasillo, le recordó bruscamente sus obligaciones al agente de guardia y le ordenó que trajera al testigo Petrov.

El testigo Petrov era un hombre robusto, cuadrado, negro como un cuervo, con aspecto de bandido mañoso de pura cepa: se acomodó en el taburete y, sin decir palabra, se dedicó a mirar de reojo a Andrei, que sorbía el té.

—¿Qué hay, Petrov? —le dijo Andrei con aire bonachón—. Quería entrar apenas llegó, hizo un poco de ruido, no me dejó trabajar, y ahora está tan callado...

—¿Y qué sentido tiene hablar con ustedes, gorrones? —dijo Petrov, con aire malévolo—. Hace un rato, quizá, pero ahora ya es tarde.

—¿Y qué es eso tan urgente que ha ocurrido? —se informó Andrei, sin prestar atención a aquello de «gorrones» y todo lo demás.

—¡Pues lo que ocurrió es que mientras usted parloteaba aquí, según su apestoso reglamento, yo vi el Edificio!

—¿Qué edificio? —preguntó Andrei, colocando la cucharita en el vaso con cuidado.

—¿Qué le pasa? —dijo Petrov, perdiendo momentáneamente los estribos—. ¿Qué, quiere burlarse de mí? Qué edificio... ¡El rojo! ¡Ese mismo! Estaba allí, en la mismísima calle Mayor, la gente estaba entrando en él mientras usted bebía el té y se dedicaba a torturar a una vieja idiota.

—¡Un momento, un momento! —dijo Andrei, sacando de una carpeta un plano de la ciudad—. ¿Dónde lo vio? ¿Cuándo?

—Pues ahora mismo, cuando me traían para acá. Le dije a ese imbécil: «¡Detente!», pero no me hizo caso. Le dije al agente de guardia: llame a la policía para que envíe una patrulla, pero no movió ni un dedo.

—¿Dónde vio el edificio? ¿En qué dirección?

—¿Sabe dónde está la sinagoga?

—Sí —dijo Andrei, buscando la sinagoga en el mapa.

—Pues entre la sinagoga y el cine ese, el que está a punto de venirse abajo.

En el mapa, entre la sinagoga y la sala cinematográfica “Nueva Ilusión”, aparecía una plaza con una fuente y un área de juegos infantiles. Andrei mordió el extremo del lápiz.

—¿Y cuándo lo vio?

—A las doce y veinte —respondió Petrov, sombrío—. Ahora es casi la una. ¿Cree que lo va a esperar? En otras ocasiones he vuelto quince, veinte minutos después, y ya no estaba, y ahora... —Hizo un ademán de desesperación.

—Una moto con sidecar y un agente —ordenó Andrei por teléfono—. Ahora mismo.

DOS

La moto volaba por la calle Mayor, saltando sobre el pavimento agujereado. Andrei, encorvado, escondía el rostro tras el parabrisas del sidecar, pero el viento lo atravesaba de todos modos. Tuvo que ponerse el capote.

De vez en cuando los locos, azules de frío, saltaban de las aceras y corrían al encuentro de la moto retorciéndose y dando brincos, y gritaban algo que no se lograba oír por el estruendo del motor. El policía frenaba, soltaba entre dientes un par de tacos, eludía aquellas manos ansiosas y extendidas hacia él, atravesaba la cadena de capuchones peludos y aceleraba de nuevo, de tal manera que Andrei se sentía empujado hacia atrás.


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