No había nadie en la calle aparte de los locos. Sólo se tropezaron una vez con un coche patrulla que se movía lentamente con un farol naranja sobre el techo, y en la plaza frente a la alcaldía vieron a un enorme babuino que corría con torpeza. El mono huía a toda velocidad, seguido por hombres sin afeitar, enfundados en pijamas a rayas, que se reían y lanzaban sonoros gemidos. Andrei volvió la cabeza y vio que habían logrado pillar al babuino. Lo tiraron al suelo, lo agarraron por las patas traseras y delanteras, y se pusieron a mecerlo rítmicamente, mientras cantaban una lúgubre tonada funeraria.

Seguían adelante, dejando atrás las escasas farolas, las manzanas a oscuras, como muertas, sin ninguna luz. Más adelante apareció la mole difusa y amarillenta de la sinagoga, y Andrei vio el Edificio.

Se erguía, firme y seguro, como si ocupara desde siempre, desde muchas décadas atrás, aquel espacio entre la pared de la sinagoga, llena de pintadas de esvásticas, y el cine desvencijado, que la semana anterior había sido multado por mostrar, de madrugada, películas pornográficas. Se erguía en el mismo lugar donde el día anterior crecían árboles raquíticos, y una fuente miserable regaba una enorme y horrible plazoleta de cemento, mientras los niños se balanceaban en los columpios, gritando y levantando las piernas.

Era en realidad rojo, de ladrillo, con cuatro plantas. Las ventanas del piso inferior estaban cubiertas por persianas, y en el segundo y tercer piso, se veía luz en algunas de ellas. La azotea estaba cubierta por planchas de metal galvanizado, y junto a la única chimenea se erguía una extraña antena con varios travesaños. Cuatro escalones de piedra conducían a la puerta principal, donde brillaba un picaporte de cobre, y mientras más miraba Andrei aquel edificio, con más claridad resonaba en sus oídos una melodía solemne y lúgubre, y recordó que muchos de los testigos, en sus declaraciones, habían dicho que en el Edificio tocaban música...

Andrei se colocó bien la visera de la gorra para que no le tapara los ojos, e intercambió una mirada con el policía de la moto. El obeso agente permanecía sobre el vehículo, ceñudo y con la cabeza metida dentro del cuello levantado del capote, y fumaba sin mucho interés, con el cigarrillo entre los dientes.

—¿Lo ves? —preguntó Andrei a media voz.

—¿Qué? —El gordo volvió trabajosamente la cabeza y se desabrochó el cuello.

—Digo que si ves el edificio —preguntó Andrei con irritación.

—No soy ciego —replicó el policía, sombrío.

—¿Lo habías visto antes aquí?

—No —dijo el policía—. Nunca lo he visto aquí. En otros sitios, sí. ¿Y qué tiene de raro? Aquí por la noche se ven cosas peores.

En los oídos de Andrei la música retumbaba con tal fuerza trágica que ni siquiera lograba oír bien al policía. Se celebraba un entierro grandioso, miles de personas lloraban mientras acompañaban a sus familiares y seres queridos, y la música atronadora no les permitía recobrar la calma, resignarse, desconectar...

Entonces, Andrei miró a lo largo de la calle Mayor, primero a la derecha, después a la izquierda, y sólo vio una densa niebla; por si acaso, se despidió de todo aquello y puso su mano enguantada sobre el picaporte de cobre cincelado.

Al otro lado de la puerta había un pequeño vestíbulo silencioso, iluminado apenas por una luz amarillenta, y en los colgadores se veían montones de capotes, abrigos e impermeables. El suelo estaba cubierto por una alfombra gastada de la que casi había desaparecido el dibujo, y frente a él había unas amplias escaleras de mármol con una gruesa alfombra central, que se agarraba a los peldaños mediante varillas metálicas muy pulidas. En las paredes había cuadros, y a la derecha, tras una mampara de roble, había algo más.

—Suba, por favor... —susurró alguien que llegó a su lado y le quitó de las manos la carpeta.

Andrei no pudo ver con detalle nada de aquello, se lo impedía la visera de la gorra, que constantemente le caía sobre los ojos, de manera que sólo podía distinguir lo que tenía bajo los pies. En las escaleras, a medio camino, pensó que hubiera debido entregar la maldita gorra en el guardarropa al tipo aquel lleno de galones dorados, con patillas que le llegaban hasta el ombligo, pero ya era tarde: todo allí estaba diseñado de manera que las cosas se hicieran en su momento o no se hicieran nunca, y no era posible rehacer ninguno de sus actos, ninguna jugada. Y con un suspiro de alivio subió el último peldaño y se quitó la gorra.

Cuando apareció en la puerta, todos se pusieron de pie, pero él no miró a nadie. Sólo veía a su adversario, un hombre anciano de baja estatura que llevaba un traje semimilitar y botas brillantes de charol, un hombre absolutamente desconocido pero que a la vez le recordaba mucho a alguien.

Todos estaban inmóviles, de pie a lo largo de las blancas paredes de mármol con adornos de oro y púrpura, cubiertas por estandartes de variados colores... no, de variados colores no, todo era rojo y dorado, y del techo, infinitamente lejano, colgaban unos enormes tapices púrpura y oro, como si una increíble aurora boreal se hubiera materializado en una franja. Todos permanecían de pie a lo largo de las paredes, donde había altos nichos semicirculares: en la penumbra de esos nichos se escondían bustos orgullosos y modestos a la vez, bustos de mármol, de yeso, de bronce, de oro, de malaquita, de acero inoxidable... desde aquellos nichos se esparcía un frío sepulcral, todos se congelaban, todos se encogían y se frotaban las manos con sigilo, pero continuaban en posición de firmes, mirando hacia delante, y sólo el hombre anciano de traje semimilitar, el adversario, se paseaba silenciosamente por el espacio vacío del centro de la sala, con su gran cabeza canosa levemente inclinada, las manos cruzadas a la espalda, la mano izquierda en la muñeca derecha. Y cuando Andrei entró, cuando todos se pusieron de pie y llevaban algunos momentos inmóviles, cuando en aquel recinto enorme con adornos de púrpura y oro se hizo un silencio total tras un suspiro de alivio apenas audible, el hombre siguió dando paseítos. De pronto se detuvo y miró a Andrei con mucha atención, sin sonreír, y Andrei pudo ver el gran cráneo cubierto de cabellos ralos y canosos, la frente estrecha, el bigote, también ralo y cuidado, y el rostro indiferente, amarillento, con la piel llena de cicatrices.

No hacía falta presentarse y tampoco había necesidad de pronunciar discursos de bienvenida. Se sentaron tras una mesa con incrustaciones. Andrei con las piezas negras, y su anciano adversario con las blancas, no tan blancas, más bien amarillentas, y el hombre con la cara llena de cicatrices alargó una mano pequeña, carente de vello, tomo un peón con dos dedos e hizo la primera jugada. Al instante. Andrei le opuso su peón, el callado y fiel Van, que siempre había anhelado sólo una cosa, que lo dejaran en paz, y allí tendría cierta paz, más bien dudosa y relativa, allí, en el centro mismo de los acontecimientos inevitables que sin duda iban a tener lugar, y Van las pasaría canutas, pero era allí precisamente donde se lo podría proteger, cubrir, defender durante mucho tiempo, y si era eso lo que quería, durante un tiempo infinito.

Los dos peones estaban frente a frente, uno contra el otro, podían tocarse mutuamente, podían intercambiar palabras carentes de sentido, o podían simplemente estar orgullosos de sí mismos, orgullosos por el hecho de que siendo nada más que peones marcaban el eje principal en torno al cual se desarrollaría toda la partida. Pero no podían hacerse nada el uno al otro, eran mutuamente neutrales, se encontraban en diferentes dimensiones de batalla: el pequeño Van, amarillo e informe, con la cabeza siempre metida entre los hombros; y un hombrecito grueso, patizambo como soldado de caballería, con capa y gorro alto de piel, con unos bigotes asombrosamente poblados, pómulos muy marcados y ojos duros que bizqueaban levemente.


Перейти на страницу:
Изменить размер шрифта: