—La religión no tiene nada que ver con esto —objetó Andrei.
—¿Cree eso incluso ahora? —se asombró el anciano.
—Por supuesto. Siempre lo he creído.
—Está bien, dejémoslo. El Experimento es el Experimento, aquí muchos se consuelan con eso. Casi todos. A propósito, ninguna religión ha previsto nada semejante. Pero hablo de otra cosa. ¿Para qué nos han dejado, incluso aquí, el libre albedrío? Se podría pensar que en el reino del mal absoluto, en el reino que tiene escrito a la entrada: «Dejad toda esperanza».
—Tiene usted una idea extraña sobre esto —dijo Andrei, impaciente, sin dejarle terminar—. No estamos en el reino del mal absoluto. Más bien se trata de un caos al que debemos poner orden. ¿Y cómo podremos ponerle orden si carecemos del libre albedrío?
—Una idea interesante —pronunció el anciano, pensativo—. No se me había ocurrido. Entonces, ¿supone usted que nos han dado otra oportunidad? Algo así como el batallón de castigo, lavar con sangre nuestros pecados en la primera línea del eterno combate entre el bien y el mal...
—¿Y a qué viene aquí el mal? —dijo Andrei, cada vez más irritado—. El mal es algo que se subordina a un objetivo determinado...
—¡Usted es un maniqueo! —le interrumpió el anciano.
—¡Soy un joven comunista! —objetó Andrei, más irritado aún, con una fe y una convicción inusitadas—. El mal es siempre un fenómeno de clase. No existe el mal en general. Aquí todo se enreda porque estamos en el Experimento. Nos han entregado el caos. Y entonces, o bien no podemos con la misión y volvemos a lo que teníamos allí, la división en clases y toda aquella basura, o controlamos el caos y lo transformamos en nuevas formas de relación humana, que en conjunto se denominan comunismo...
El anciano, aturdido, se mantuvo callado cierto tiempo.
—No me diga —pronunció finalmente, con enorme sorpresa—. Quién lo hubiera pensado, quién lo hubiera supuesto. ¡Propaganda comunista, aquí! Eso es más que un cisma, es... —calló—. A propósito, la idea del comunismo está emparentada con las ideas del cristianismo primitivo.
—¡Eso es mentira! —exclamó Andrei, airado—. Son inventos de los curas. El cristianismo primitivo era la ideología de la sumisión, la ideología de los esclavos. ¡Y nosotros somos rebeldes! ¡No dejaremos aquí piedra sobre piedra, y después retornaremos allí, a nuestra época, y lo reconstruiremos todo de la misma manera!
—Usted es Lucifer —balbuceó el anciano con terror devoto—. ¡Un espíritu orgulloso! ¿Acaso no se ha resignado?
—¿Lucifer? Muy bien. ¿Y usted quién es?
—Yo no soy nadie —precisó el anciano—. Allá no era nadie, y aquí tampoco soy nadie. —Guardó silencio—. Me ha llenado de esperanza —exclamó, de repente—. ¡Sí, sí, sí! No se imagina qué extraño, qué extraño... ¡qué alegría ha sido oírlo! En verdad, si conservamos el libre albedrío, ¿por qué eso tiene que significar obligatoriamente la sumisión, el sufrimiento paciente? Considero este encuentro el episodio más significativo de toda mi estancia aquí...
Andrei lo examinó atentamente, con desagrado. «El puñetero anciano se está burlando... No, no parece... ¿Será el custodio de la sinagoga? ¡La sinagoga!»
—Le pido mil perdones —preguntó, sigiloso—. ¿Lleva tiempo aquí sentado? Quiero decir, en este banco.
—No, no mucho. Al principio, estaba sentado en un taburete, en aquella entrada, ¿la ve?, ahí hay un taburete... Y cuando el edificio se marchó, vine para el banco.
—Aja —dijo Andrei—. Eso quiere decir que usted vio el edificio.
—¡Por supuesto! —respondió el anciano con dignidad—. Sería difícil no verlo. Yo estaba sentado aquí, oía la música y lloraba.
—Lloraba... —repitió Andrei, intentando a duras penas entender de qué hablaba—. Dígame, ¿es usted judío?
—¡Claro que no! —El anciano se estremeció—. ¿Qué pregunta es ésa? Soy católico, un hijo fiel y por desgracia indigno de la Iglesia católica romana. Por supuesto, no tengo nada en contra del judaismo, pero... ¿Y por qué me hace esa pregunta?
—Pues... —Andrei eludió responder—. Eso significa que no tiene nada que ver con la sinagoga, ¿verdad?
—Nada —dijo el anciano—. A no ser por el hecho de que me siento con frecuencia en esta plaza, y a veces viene el custodio... —Soltó una risita vergonzosa—. Él y yo discutimos sobre religión...
—¿Y el Edificio Rojo? —preguntó Andrei, cerrando los ojos a causa del dolor de cabeza.
—¿El Edificio? Bueno, cuando llega no podemos sentarnos aquí, como es natural. Entonces nos vemos obligados a esperar a que se marche.
—Entonces ¿no es la primera vez que lo ve?
—Por supuesto que no. Viene casi todas las noches... Es verdad que hoy ha permanecido más de lo habitual.
—Aguarde —dijo Andrei—. ¿Y usted sabe qué edificio es ése?
—Es difícil no reconocerlo —dijo el anciano en voz baja—. Antes, en aquella vida, vi varias veces su imagen y leí su descripción. Está totalmente descrito en las revelaciones de San Antonio. Es verdad que no se trata de un texto canónico, pero ahora... Para nosotros, los católicos... En una palabra, lo he leído. «Y también se me apareció una casa, viva y en movimiento, que hacía gestos obscenos, y dentro, por las ventanas, vi gente que caminaba por sus habitaciones, dormía y tomaba alimentos...» No le aseguro que la cita sea exacta, pero se aproxima mucho al texto. Y, por supuesto, Hieronymus Bosch... Yo lo llamaría San Hieronymus Bosch, le debo mucho, él fue quien me preparó para esto... —Hizo un amplio gesto con la mano, abarcando todo lo que lo rodeaba—. Sus cuadros maravillosos... Sin duda, el Señor le permitió bajar aquí, igual que a Dante. A propósito, existe un manuscrito que se le atribuye a Dante, y ahí se describe ese edificio. Cómo dice... —El anciano cerró los ojos y se llevó la mano, con los dedos muy abiertos, a la frente—. Eeeh... «Y mi acompañante, tras extender una mano, seca y huesuda...» Hum... No... «La maraña de cuerpos desnudos ensangrentados en los recintos en penumbra...» Hum...
—Aguarde —dijo Andrei, relamiéndose los labios secos—. ¿Qué me anda diciendo? ¿Qué pintan en esto san Antonio y Dante? ¿Qué pretende insinuar?
—No pretendo insinuar nada —dijo el anciano sonriendo—. Usted me preguntó por el edificio, y yo... Por supuesto, debo darle gracias a Dios porque él, en su eterna sabiduría e infinita bondad, me ilustró desde mi existencia anterior y me permitió prepararme. Yo me entero aquí de muchas, muchísimas cosas, y se me encoge el corazón cuando pienso en otros que han venido aquí y no entienden, no son capaces de entender dónde se encuentran. La dolorosa incomprensión de lo existente, a lo que se suman los torturantes recuerdos de sus pecados. Es posible que también sea la gran sabiduría del Creador: el reconocimiento eterno de tus pecados sin percibir el castigo por ellos... Usted, por ejemplo, joven, ¿por qué fue lanzado a este abismo?