—No sé de qué me habla —musitó Andrei.

«Lo único que nos faltaba aquí eran fanáticos religiosos», pensó.

—No se corte —dijo el anciano, alentándolo—. Aquí no tiene sentido ocultarlo, pues el juicio ya ha tenido lugar. Yo, por ejemplo, he pecado ante mi pueblo, fui traidor y delator, vi cómo torturaban y asesinaban a las personas que yo entregué a los servidores del demonio. Me ahorcaron en mil novecientos cuarenta y cuatro. —El anciano calló—. ¿Y usted, cuándo murió?

—Yo no he muerto —pronunció Andrei, sintiendo frío de inmediato.

—Sí —asintió el anciano, sonriendo—, hay muchos que piensan eso. Pero no es verdad. La historia conoce casos en que personas vivas ascendieron al cielo, pero nadie ha oído nunca que se los llevaran como castigo a la Gehenna. —Andrei lo escuchaba perplejo, con los ojos clavados en el anciano—. Simplemente, lo ha olvidado —prosiguió el anciano—. Había guerra, caían bombas en las calles, usted corría hacia un refugio y, de repente, un golpe y todo desapareció. Después vio a un ángel que le hablaba con dulzura, en tono metafórico, y se encontró usted aquí... —De nuevo asintió comprensivo, sacando el labio inferior—. Sí, sí, sin dudas, es precisamente así como surge la percepción del libre albedrío. Ahora lo entiendo: es la inercia. Simplemente la inercia, joven. Usted hablaba con tanta convicción que logró confundirme un poco. La organización del caos, el nuevo mundo... No, no, se trata simplemente de inercia. Con el tiempo eso debe desaparecer. No lo olvide, la Gehenna es eterna, no hay regreso, y usted todavía se encuentra en el primer círculo...

—¿Habla en serio? —la voz de Andrei se quebró un instante.

—Usted sabe perfectamente todo eso —dijo el anciano, con cariño—. ¡Usted lo sabe perfectamente! Sólo que es usted ateo, joven, y no quiere reconocer que durante toda su vida, por corta que haya sido, se ha equivocado. Sus maestros, obtusos e ignorantes, le enseñaron que lo único que hay por delante es la nada, el vacío, la corrupción; que no tendría que esperar expiación ni gratitud por sus actos. Y usted aceptó esas lastimosas ideas, porque le parecieron tan simples, tan obvias, y sobre todo porque era tan joven, porque tenía una excelente salud física y para usted la muerte era sólo una lejana abstracción. Al hacer el mal, siempre tuvo la esperanza de escapar del castigo, porque sólo lo podían castigar otras personas como usted. Y si hacía el bien, exigía una recompensa inmediata de otros semejantes a usted. Era ridículo. Ahora, por supuesto, lo entiende, puedo verlo en su rostro... —De repente, se echó a reír—. En la clandestinidad teníamos un ingeniero, materialista, con frecuencia discutíamos con él sobre la vida después de la muerte. ¡Dios, cuánto se burló de mí!

»—Querido amigo —me decía—, usted y yo terminaremos esta absurda discusión en el paraíso...

»Y, sabe usted, lo busco constantemente aquí y no puedo encontrarlo. Quizá al bromear decía la verdad, quizá fue al paraíso, como un mártir. Su muerte fue un auténtico martirio. Y yo estoy aquí.

—¿Debates nocturnos sobre la vida y la muerte? —graznó una voz conocida encima de su oreja, y el banco se sacudió.

Izya Katzman, desarrapado y despeinado como siempre, se dejó caer en el asiento al otro lado de Andrei, y mientras sostenía en la mano izquierda una enorme carpeta de color claro, comenzó a pellizcarse la verruga con la mano derecha. Como le ocurría habitualmente, se encontraba en un estado de fascinada excitación.

—Este anciano señor —dijo Andrei, intentando que sonara lo más casual posible—, supone que todos estamos en el Infierno.

—El anciano señor tiene toda la razón —fue la réplica inmediata de Izya, que soltó una risita—. En todo caso, si esto no es el Infierno, no se distingue de él en sus manifestaciones. Pero reconózcalo, señor Stupalski, en mi recorrido vital no ha encontrado ningún acto por el que mereciera ser enviado aquí. Ni siquiera fui concupiscente, mire hasta qué grado he sido tonto.

—Señor Katzman —declaró el anciano—, puedo considerar que ni siquiera usted sabe nada sobre ese acto suyo fatal.

—Es posible, es posible —aceptó Izya con presteza—. A juzgar por tu aspecto —dirigiéndose a Andrei—, has estado en el Edificio Rojo. ¿Qué tal te fue allí?

En ese momento, Andrei volvió en sí del todo. Como si el envoltorio semitransparente y pegajoso de la pesadilla hubiera estallado y se hubiera derretido, el dolor de cabeza disminuyó y comenzó a percibir con claridad lo que le rodeaba, mientras que la calle Mayor dejó de estar cubierta por la neblina, y el policía de la moto no dormía, sino que daba paseítos por la acera, marcados por el puntúo rojo del cigarrillo, y miraba hacia el banco.

«Dios mío —pensó Andrei, casi con horror—, ¿qué estoy haciendo aquí? Soy juez de instrucción, se me acaba el tiempo y estoy aquí, perdiendo el tiempo con este loco, y también está Katzman... ¿Katzman? ¿Cómo ha llegado hasta aquí?»

—¿Cómo sabías dónde estaba? —preguntó, con voz entrecortada.

—No era difícil adivinarlo —dijo Izya, con una risita—. Deberías mirarte al espejo...

—¡Te lo pregunto en serio! —Andrei alzó la voz.

—Buenas noches, señores —dijo el anciano, levantándose de repente, mientras se ponía el sombrero—. Que tengan buenos sueños.

Andrei no le prestó la menor atención. Miraba a Izya. Pero éste continuaba pellizcándose la verruga y dando leves saltitos en el sitio, y miró alejarse al anciano con una sonrisa de oreja a oreja, haciendo ruiditos con la boca y resoplando entrecortadamente.

—¿Y entonces? —preguntó Andrei.

—¡Qué personaje! —masculló Izya con admiración—. ¡Ay, qué personaje! ¡Eres un idiota, Voronin, como siempre no sabes nada de nada! ¿Sabes quién es ese individuo? Es el famoso señor Stupalski. ¡Judas Stupalski! Entregó a la Gestapo de Lodz a doscientas cuarenta y ocho personas, lo descubrieron en dos ocasiones, pero logró salir del paso y que otros pagaran por él. Después de la liberación lo pescaron por fin, lo llevaron a los tribunales y lo condenaron, pero también logró salir del paso. Los señores Preceptores consideraron que era útil quitarle el lazo de la horca del cuello y enviarlo aquí. En aras de la variedad. Vive en un manicomio, se hace el loco y sigue trabajando activamente en su tan querida especialidad... ¿Crees que fue casual que se tropezara contigo aquí, en el banco? ¿Sabes para quién trabaja ahora?

—¡Cállate! —le ordenó Andrei, que hacía un esfuerzo de voluntad para acallar el interés y la habitual curiosidad que se apoderaban de él cuando Izya contaba algo—. No me interesa nada de eso. ¿Por qué has venido aquí? ¿Cómo sabes que yo estuve dentro del Edificio?

—Yo también estuve allí —dijo Izya sin alterarse.

—Aja —repuso Andrei—. ¿Y qué ocurría allí?

—Tú sabrás mejor qué ocurría allí. ¿Cómo puedo saber lo que ocurría allí desde tu punto de vista?

—¿Y desde el tuyo?

—Pues eso no te incumbe en absoluto —dijo Izya, acomodándose la gruesa carpeta sobre las piernas.


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