—¡Idiota, soy yo! —gemía Izya. Entró en la cabina y cerró la portezuela—. ¿Sabes de qué se trata? —le dijo, con una voz inesperadamente serena—. Son monos. ¡Qué canallas!

Al principio, Andrei no entendió. Después entendió, pero no lo creyó.

—Así que monos —dijo, se paró en el estribo y se puso a mirar. Exacto: eran monos. Muy grandes, muy peludos, con un aspecto muy feroz, pero no eran diablos ni fantasmas, sino simplemente monos. La vergüenza y el alivio hicieron ruborizarse a Andrei, y en ese momento algo muy pesado y duro le golpeó la oreja con tanta fuerza que su otra oreja golpeó contra el techo de la cabina.

—¡A los camiones! —gritó delante una voz autoritaria—. ¡Basta de pánico! ¡Son babuinos! ¡No tengáis miedo! ¡A los camiones, y dad marcha atrás!

La columna de camiones se convirtió en un infierno total. Disparaban los silenciadores, los faros se encendían y apagaban, los motores zumbaban a toda potencia y un humo grisáceo ascendía hacia un cielo sin estrellas. De repente, un rostro bañado en algo negro y brillante salió de la oscuridad, unas manos agarraron a Andrei por los hombros, lo sacudieron como a un cachorrillo, lo metieron de costado en la cabina... y en ese momento el camión de delante dio marcha atrás y se incrustó con un crujido en el radiador, mientras que el camión de atrás saltó hacia delante y golpeó la caja como si se tratara de una pandereta, de modo que los bidones chocaron con estruendo.

—¿Sabes conducir el camión, Andrei? —preguntaba Izya sacudiéndolo por los hombros—. ¿Sabes?

—¡Me han matado! —gemían desde el humo grisáceo—. ¡Salvadme!

—¡Basta ya de pánico! —seguía tronando a la vez una voz autoritaria—. ¡El último camión, da marcha atrás! ¡Ahora!

De arriba, a izquierda y derecha, seguían cayendo objetos duros que golpeaban las cabinas, los bidones, y hacían temblar los cristales; los cláxones gemían y sonaban constantemente, mientras el horroroso aullido crecía y crecía.

—Me largo —dijo Izya de repente, se cubrió la cabeza con las manos y salió del camión. Estuvo a punto de caer bajo un vehículo que corría en dirección a la ciudad. Entre los bidones que saltaban se vio un momento el rostro del controlador. Después, Izya desapareció y apareció Donald, sin sombrero, con la ropa rota y enfangada, tiró una pistola sobre el asiento, se sentó al volante, encendió el motor y, sacando la cabeza por la ventanilla, dio marcha atrás.

Al parecer se había establecido cierto orden: los gritos de pánico cesaron, los motores echaron a andar y la columna entera de camiones comenzó a retroceder poco a poco. Hasta la granizada de botellas y piedras se calmó en cierta medida. Los babuinos saltaban y se paseaban por la cima de la colina de basura, pero no bajaban, sólo gritaban abriendo sus fauces caninas, y se burlaban mostrando a los camiones el trasero, que brillaba a la luz de los faros.

El camión avanzaba cada vez más rápido, volvió a derrapar en la zanja llena de fango, salió a la carretera y giró. Donald cambió la marcha con un rechinar de la palanca, pisó el acelerador, cerró la portezuela de un tirón y se recostó en el asiento. Delante, en la oscuridad, saltaban las luces rojas de los vehículos que huían a toda velocidad.

«Hemos escapado —pensó Andrei con alivio, y se palpó la oreja con cuidado. Se había hinchado y latía—. ¡Qué cosa, babuinos! ¿De dónde han salido? Tan grandes... y en tal cantidad. Nunca hemos tenido aquí babuinos... sin contar, por supuesto, a Izya Katzman. ¿Y por qué precisamente babuinos? ¿Por qué no tigres?» Cambió de posición en el asiento porque estaba incómodo, y algo golpeó el camión. Andrei dio un salto y cayó sobre algo duro, desconocido. Metió la mano debajo y sacó la pistola. La miró durante un segundo, sin comprender. El arma era negra, pequeña, de cañón corto y culata rugosa.

—Tenga cuidado —dijo Donald de repente—. Démela.

Andrei le entregó la pistola y estuvo un rato mirando como su compañero, retorciéndose, metía el arma en el bolsillo trasero del mono de trabajo. De repente, un sudor frío lo empapó.

—¿Era usted el que disparaba? —preguntó, casi en un susurro. Donald no respondió. Hacía señales para adelantar a otro camión con el único faro que todavía funcionaba. En un cruce, varios babuinos de largas colas pasaron corriendo por delante del vehículo, tocando casi el radiador. Pero Andrei no les prestó atención.

—¿De dónde ha sacado el arma, Don? —Una vez más, Donald no respondió, se limitó a hacer un extraño gesto con la mano, como si quisiera colocarse el sombrero inexistente sobre los ojos—. Mire, Don —insistió Andrei con decisión—, vamos ahora a la alcaldía, usted entrega la pistola y explica cómo se hizo con ella.

—Deje de decir tonterías —replicó Donald—. Mejor, déme un cigarrillo.

—No es ninguna tontería —dijo Andrei sacando el paquete de forma maquinal—. No quiero saber nada. Usted se lo calló, bien, era asunto suyo. En general, confío en usted... Pero en la ciudad, sólo los bandidos tienen armas. No quiero acusarlo de nada, pero no lo entiendo... Y hay que entregar el arma y explicarlo todo. Y no hacer como si eso fuera algo sin importancia. Veo cómo ha cambiado usted en los últimos tiempos. Es mejor aclararlo todo.

Donald volvió la cabeza durante un segundo y miró a Andrei a la cara. No estaba claro qué había en su mirada, si burla o sufrimiento, pero en ese momento a Andrei le pareció que era una persona muy vieja, un anciano acosado. Sintió confusión y se turbó, pero enseguida recuperó el control.

—Entréguela y cuéntelo todo —repitió, con firmeza—. ¡Todo!

—¿Se ha dado cuenta de que los monos avanzan sobre la ciudad? —preguntó Donald.

—¿Y qué? —se turbó Andrei.

—Sí, en realidad, ¿y qué? —dijo Donald, y dejó escapar una risa desagradable.

DOS

Los monos ya estaban en la ciudad. Volaban por las cornisas, colgaban en racimos de las farolas urbanas, bailaban en los cruces formando horribles multitudes peludas, se pegaban a las ventanas, se tiraban adoquines arrancados del pavimento, perseguían a personas enloquecidas que habían saltado a la calle en paños menores...

Donald detuvo el camión en varias ocasiones para recoger a personas que huían. Habían tirado los bidones hacía rato. Durante unos minutos, delante del camión galopó un caballo desbocado que arrastraba un carro, en el que se agachaba y saltaba un enorme babuino, agitando unos enormes brazos peludos, Andrei vio al carro incrustarse estruendosamente en una farola; el caballo siguió adelante, arrastrando los correajes rotos, mientras que el babuino se colgó de un salto de la tubería de desagüe más cercana, trepó y desapareció en una azotea.

La plaza mayor era un hervidero de pánico. Los autos llegaban y salían, los policías corrían, gente perdida vagaba en paños menores de un lado a otro, junto a la entrada habían acorralado a un funcionario contra la pared, le gritaban y le exigían algo, pero él a su vez se defendía agitando el bastón y el portafolios.


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