—Qué lío —dijo Donald, saltando del camión.
Entraron corriendo en el edificio y al momento se perdieron en la densa multitud de personas vestidas de civil, personas que llevaban el uniforme de la policía y personas en paños menores. Retumbaba el ruido de muchas voces y el humo del tabaco hacía arder los ojos.
—¡Dése cuenta! No puedo ir así, en calzoncillos...
—Abrid de inmediato el arsenal y repartid las armas... ¡Demonios, por lo menos a los policías!
—¿Dónde está el jefe de policía? Ahora mismo estaba por aquí...
—Allí se ha quedado mi esposa, ¿puede entender eso? ¡Y mi anciana suegra!
—Oiga, no pasa nada. Son monos, nada más que monos.
—¡Imagínese! Me levanto, ¿y qué veo en el alféizar de la ventana?
—¿Y por dónde anda el jefe de policía? Seguro que duerme, ese culo gordo.
—Teníamos una farola en el callejón. La derribaron...
—¡Kovalevski! ¡Corriendo, al despacho número doce!
—Pero estarán de acuerdo en que, llevando sólo los calzoncillos...
—¿Quién sabe conducir? ¡Choferes! ¡Todos a la plaza! ¡Junto al tablón de anuncios!
—Pero ¿dónde demonios se ha metido el jefe de policía? ¿Habrá huido, el muy miserable?
—Haz lo siguiente. Llévate a los muchachos a los talleres de fundición. Allí, que recojan esas... las varillas, las que se usan para vallar los parques... ¡Que las recojan todas, todas! Y regresan aquí de inmediato...
—Le di con tal fuerza a esa jeta peluda que hasta me he lastimado el brazo...
—Y las escopetas de aire, ¿sirven?
—¡Tres coches a la manzana setenta y dos! Cinco coches a la setenta y tres...
—Tenga la bondad de ordenar que les entreguen equipamiento de segunda reserva. Pero con recibo, para que lo devuelvan después.
—Oiga, ¿y tienen cola? ¿O es mi imaginación?
A Andrei lo empujaban, lo apretaban, lo acorralaban contra las paredes del pasillo, le habían pisado los dos pies, y él también empujaba, trataba de avanzar, de quitar a otros de su camino... Al principio buscaba a Donald para servirle de testigo de descargo en la confesión y entrega del arma, pero después comprendió finalmente que la invasión de los babuinos era al parecer un hecho muy serio y por algo se había armado semejante confusión. Enseguida lamentó no saber conducir un camión, no conocer dónde se encontraban los talleres de fundición con las misteriosas varillas, y no tener ni idea de cómo entregar equipamiento de segunda reserva a nadie; como resultado, era totalmente innecesario allí. Intentó, al menos, contar lo que había visto con sus propios ojos, quizá aquellos datos serían de utilidad, pero unos no le prestaban la menor atención, y otros, apenas comenzaba a hablar, lo interrumpían y narraban sus propias vivencias.
Constató con amargura que no encontraba caras conocidas en aquel torbellino de guerreras y calzoncillos, sólo vio un instante el negro rostro de Silva, que llevaba la cabeza envuelta en un trapo ensangrentado, pero desapareció enseguida. Mientras tanto, se emprendían algunas acciones, alguien organizaba a algunas personas, las enviaba a alguna parte, las voces subían de tono, cada vez más firmes, los calzoncillos comenzaron a desaparecer y poco a poco las guerreras se hicieron notar más. Hubo un momento en que a Andrei le pareció oír el paso rítmico de las botas y una canción de filas, pero resultó que solamente habían dejado caer la caja fuerte portátil, que fue dando tumbos escaleras abajo hasta atascarse en la puerta del departamento de alimentación...
En ese momento, Andrei descubrió un rostro conocido, el de un funcionario con quien había trabajado en la contaduría de la Cámara de Pesos y Medidas. Llegó hasta él echando a un lado a las personas con las que se cruzaba, lo arrinconó contra la pared y, de un tirón, le contó que él. Andrei Voronin («¿se acuerda?, trabajamos juntos»), actualmente estibador del servicio de recogida de basura, no podía encontrar a nadie, por favor, dígame a dónde puedo ir para ser útil, seguramente se necesita gente... El funcionario lo escuchó durante cierto tiempo, pestañeando febrilmente mientras hacía intentos convulsivos por liberarse, pero finalmente lo apartó de un empujón.
—¿Adonde puedo indicarle que vaya? —gritó—. ¿Qué, no ve que llevo unos papeles para que los firmen?
Y huyó corriendo por el pasillo.
Andrei hizo varios intentos más de tomar parte en la actividad organizada, pero todos lo rechazaban o se desentendían de él, todos estaban muy apurados, no encontró ni a una persona que estuviera tranquila en su puesto y, digamos, confeccionando una lista de voluntarios. Entonces, Andrei se enfureció y se dedicó a abrir de par en par las puertas de los despachos, con la esperanza de encontrar a algún funcionario responsable que no corriera, no gritara y no hiciera aspavientos. La idea más lógica sugería que, en alguna parte, debía existir allí un puesto de mando, desde el cual se dirigía toda aquella actividad.
El primer despacho estaba vacío. En el segundo había un hombre en calzoncillos que gritaba por un teléfono, y otro que maldecía mientras trataba de ponerse una bata de trabajo que le venía estrecha. Por debajo de la bata asomaban unos pantalones de policía y unos zapatos de uniforme, limpios y brillantes, pero sin cordones. Al meter la cabeza en el tercer despacho, algo rosado con botones golpeó el rostro de Andrei, que retrocedió al momento después de haber visto, un instante, cuerpos hermosos y obviamente femeninos. Pero en el cuarto despacho había un Preceptor.
Estaba sentado en el alféizar, con las rodillas entre los brazos, y miraba a la oscuridad más allá del cristal, iluminada a veces por la luz de los faros de algún coche. Cuando Andrei entró, el Preceptor volvió hacia él su rostro rubicundo y bondadoso, alzó levemente las cejas como hacía siempre y sonrió. Y al ver la sonrisa, Andrei se tranquilizó enseguida. Su rabia y su furia desaparecieron y quedó claro que, al fin y al cabo, todo se arreglaría sin falta, todo volvería a quedar en su lugar y, en general, terminaría bien.
—Bueno —dijo, abriendo los brazos y sonriendo en respuesta—. Resulta que nadie me necesita. No sé conducir, no sé dónde está el gimnasio... Qué contusión, no entiendo nada.
—Claro —asintió el Preceptor con simpatía—. Una horrible confusión. —Bajó los pies del alféizar, metió las manos debajo del trasero y comenzó a agitar los pies como un niño—. Hasta da vergüenza. Qué indecencia. Gente adulta, seria, la mayoría de ellos con experiencia... ¡Eso quiere decir que no hay suficiente organización! ¿No es verdad. Andrei? Entonces, hay algunos puntos esenciales que se han quedado sin resolver. Falta de preparación. Falta de disciplina... Y, por supuesto, burocracia.
—¡Sí! ¡Por supuesto! —afirmó Andrei—. ¿Sabe qué he decidido? No volveré a buscar a nadie ni voy a aclarar nada más, agarraré un palo y me iré. Me uniré a algún destacamento. Y si no me aceptan, actuaré yo mismo. Allí han quedado mujeres... y niños... —El Preceptor asentía al escuchar cada una de sus palabras; ya no sonreía, en ese momento su rostro expresaba seriedad y simpatía—. Sólo hay una cosa... —siguió Andrei, arrugando el rostro—. ¿Qué pasa con Donald?