Don Juan dijo que podía imaginárselos llamando "una perdiz chiquita" a un gorrión, y añadió una versión cómica de la manera como lo masticarían. Los extraordinarios movimientos de su quijada me hicieron sentir que en efecto estaba masticando un pájaro entero, con huesos y todo.

– De verdad creo que tienes buena mano para cazar -dijo, mirándome con fijeza-. Y nos estábamos yendo por donde no era. A lo mejor estarás dispuesto a cambiar tu forma de vida para volverte cazador.

Me recordó que, con sólo un poco de esfuerzo por mi parte, yo había descubierto que en el mundo había sitios buenos y malos para mí; añadió que también había hallado los colores específicos asociados con ellos.

– Eso significa que tienes facilidad para la caza -declaró-. No cualquiera hallaría sus sitios y sus colores al mismo tiempo.

Ser cazador sonaba bonito y romántico, pero me resultaba un absurdo porque a mí no me interesaba especialmente cazar.

– No tiene que interesarte ni que gustarte -repuso él a mi queja-. Tienes una inclinación natural. Creo que a los mejores cazadores nunca les gusta cazar; lo hacen bien, eso es todo.

Tuve el sentimiento de que don Juan, con su don de palabra, podía salir de cualquier atolladero; sin embargo, él afirmó que no le gustaba hablar.

– Es como lo que te dije de los cazadores. No es necesario que me guste hablar. Nada más tengo facilidad para ello y lo hago bien, eso es todo.

Su agilidad mental me hizo verdadera gracia.

– Los cazadores tienen que ser individuos excepcionalmente agudos -prosiguió-. Un cazador deja muy pocas cosas al azar. He estado tratando mil maneras de convencerte de que debes aprender a vivir en forma distinta. Hasta ahora no he podido. No había nada de lo que pudieras agarrarte. Ahora es diferente. He hecho volver tu viejo espíritu de cazador; a lo mejor cambias a través de él.

Protesté: no quería hacerme cazador. Le recordé que al principio sólo había querido que me hablara de plantas medicinales, pero él me había hecho apartarme a tal grado de mi propósito original, que ya no me era posible recordar claramente si en verdad había querido aprender de plantas.

– Eso está bueno -dijo él-. Realmente muy bueno. Si no tienes una imagen tan clara de lo que quieres, tal vez te hagas más humilde.

"Vamos a ponerlo de otro modo. Para tus fines, no importa en realidad que aprendas de plantas o de cacería. Tú mismo me lo has dicho. Te interesa todo lo que cualquiera pueda decirte. ¿No es cierto?"

Yo le había dicho eso tratando de definir el terreno de la antropología, y con el fin de reclutarlo como informante.

– Soy un cazador -dijo como si leyera mis pensamientos-. Dejo muy pocas cosas al azar. Quizá deba explicarte que aprendí a ser cazador. No siempre he vivido como vivo ahora. En cierto punto de mi vida tuve que cambiar. Ahora te estoy señalando el camino. Te estoy guiando. Sé lo que digo; alguien me enseñó todo esto. No lo inventé, ni lo aprendí por mí mismo.

– ¿Quiere decir, don Juan, que tuvo un maestro?

– Digamos que alguien me enseñó a cazar como yo quiero enseñarte ahora -dijo rápidamente, y cambió el tema.

– Creo que en otro tiempo la caza era una de las mayores acciones que un hombre podía ejecutar -dijo-. Todos los cazadores eran hombres poderosos. De hecho, un cazador tenía que ser poderoso por principio de cuentas, para soportar los rigores de esa vida.

De pronto se me despertó la curiosidad. ¿Se refería acaso a una época anterior a la Conquista? Empecé a interrogarlo.

– ¿Cuándo fue la época de que usted habla?

– En otro tiempo.

– ¿Cuándo? ¿Qué significa "en otro tiempo"?

– Significa en otro tiempo, o a lo mejor significa ahora, hoy. No tiene importancia. En un tiempo todo el mundo sabía que un cazador era el mejor de los hombres. Ahora no todos lo saben, pero sí un número suficiente de personas. Yo lo sé, algún día tú lo sabrás. ¿Ves lo que quiero decir?

– ¿Tienen los indios yaquis las mismas ideas acerca de los cazadores? Eso es lo que quiero saber.

– No necesariamente.

– ¿Y los indios pimas?

– No todos. Pero algunos.

Nombré varios grupos indígenas vecinos. Quería comprometerlo a la declaración de que la caza era una creencia y práctica compartida por algún pueblo determinado. Pero como evitó responderme directamente, cambié el tema.

– ¿Por qué hace usted todo esto por mí, don Juan? -pregunté.

Se quitó el sombrero y se rasgó las sienes en fingido desconcierto.

– Tengo un gesto contigo -dijo suavemente-. Otras personas han tenido contigo un gesto similar; algún día tú mismo tendrás el mismo gesto con otros: Digamos que esta vez me toca a mí. Un día descubrí que, si quería ser un cazador digno de respetarme a mí mismo, tenía que cambiar mi forma de vivir. Me gustaba lamentarme y llorar mucho. Tenía buenas razones para sentirme víctima. Soy indio y a los indios los tratan como a perros. Nada podía yo hacer para remediarlo, de modo que sólo me quedaba mi dolor. Pero entonces mi buena suerte me salvó y alguien me enseñó a cazar. Y me di cuenta de que la forma como vivía no valía la pena de vivirse… así que la cambié.

– Pero yo estoy contento con mi vida, don Juan. ¿Por qué tendría que cambiarla?

Empezó a cantar una canción ranchera, muy suavemente, y luego tarareó la tonada. Su cabeza oscilaba hacia arriba y hacia abajo, siguiendo el ritmo.

– ¿Crees que tú y yo somos iguales? -preguntó con voz nítida.

La pregunta me agarró desprevenido. Experimenté en los oídos un zumbido peculiar, como si don Juan hubiera gritado, cosa que no hizo; sin embargo, su voz tenía un sonido metálico que reverberó en mis oídos.

Me rasqué, con el meñique izquierdo, el interior de la oreja del mismo lado. Desde hacía algún tiempo tenía comezón en las orejas, y había desarrollado una forma rítmica y nerviosa de frotarlas por dentro con el meñique de cualquier mano. El movimiento era, más exactamente, una sacudida de todo el brazo.

Don Juan observó mis movimientos con fascinación aparente.

– Bueno… ¿somos iguales? -preguntó.

– Por supuesto que somos iguales -dije.

Naturalmente, condescendía. Le tenía mucho afecto al anciano, aunque a veces no supiera qué hacer con él; sin embargo conservaba aún en el trasfondo de mi mente -sin que jamás fuera a darle voz- la creencia de que, siendo un estudiante universitario, un hombre del refinado mundo occidental, yo era superior a un indio.

– No -dijo él calmadamente-, no lo somos.

– Por supuesto que lo somos -protesté.

– No -dijo él con voz suave. No somos iguales. Yo soy un cazador y un guerrero, y tú eres un cabrón.

Quedé boquiabierto. No podía creer que don Juan hubiera dicho eso. Dejé caer mi cuaderno y lo miré atónito y luego, por supuesto, me enfurecí.

Él me miró con ojos serenos y apacibles. Esquivé su mirada. Y entonces empezó a hablar. Pronunciaba claramente las palabras. Fluían sin interrupción ni misericordia. Dijo que yo alcahueteaba para otros. Que no planeaba mis propias batallas, sino las batallas de unos desconocidos. Que no me interesaba aprender de plantas ni de cacería ni de nada. Y que su mundo de actos, sentimientos, y decisiones precisas era infinitamente más efectivo que la torpe idiotez que yo llamaba "mi vida".

Cuando terminó, quedé mudo. Había hablado sin agresividad ni presunción, pero con tal fuerza, y a la vez tal sosiego, que yo ni siquiera estaba ya enojado.

Permanecimos en silencio. Me sentía apenado y no se me ocurría nada apropiado que decir. Esperé que él tomara la palabra. Transcurrieron las horas. Don Juan se inmovilizó gradualmente hasta que su cuerpo adquirió una rigidez extraña, casi atemorizante; su silueta se hizo difícil de discernir conforme la luz menguaba y finalmente, cuando todo estuvo negro a nuestro alrededor, pareció haberse disuelto en la negrura de las piedras. Su estado de inmovilidad era tan total que él parecía ya no existir.


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