Era medianoche cuando al fin me di cuenta de que don Juan podía quedarse inmóvil tal vez para siempre en ese desierto, en esas rocas, y que lo haría en caso necesario. Su mundo de actos, decisiones y sentimientos precisos era en verdad superior.

Toqué calladamente su brazo, y el llanto me inundó.

VII. SER INACCESIBLE

Jueves, junio 29, 1961

NUEVAMENTE don Juan, como había hecho a diario durante casi una semana, me tuvo cautivado con su conocimiento de detalles específicos sobre el comportamiento de la caza. Explicó, y luego corroboró, varias tácticas de cacería basadas en lo que llamaba "los caprichos de las perdices". A tal grado me abstraje en sus explicaciones que todo un día transcurrió sin que yo notara el paso del tiempo. Incluso se me olvidó almorzar. Don Juan hizo notar, bromeando, que perder una comida era en mí algo insólito.

Al finalizar el día habíamos capturado cinco perdices en una trampa muy ingeniosa que él me enseñó a armar e instalar.

– Con dos nos alcanza -dijo, y soltó tres.

Luego me enseñó a asar perdices. Yo habría querido cortar unos arbustos y hacer una fosa para barbacoa como mi abuelo solía hacerla, forrada de ramas verdes y sellada con tierra, pero don Juan dijo que no había necesidad de dañar los arbustos, pues ya habíamos dañado a las perdices.

Cuando terminamos de comer, caminamos sin prisa alguna hacia un área rocosa. Tomamos asiento en una ladera de piedra arenisca y dije, en tono de chiste, que si él hubiera dejado el asunto en mis manos, yo habría cocinado a las cinco perdices, y que mi barbacoa hubiera sabido mucho mejor que su asado.

– Sin duda -dijo-. Pero si haces todo eso, tal vez nunca saldríamos enteros de este sitio.

– ¿Qué quiere usted decir? -pregunté-. ¿Qué nos lo impediría?

– Los matorrales, las perdices, todo lo de aquí se juntaría.

– Nunca sé cuándo habla usted en serio -dije.

Hizo un gesto de impaciencia fingida y chasqueó los labios.

– Tienes una idea rara de lo que significa hablar en serio -dijo-. Yo río mucho porque me gusta reír, pero todo lo que digo es totalmente en serio, aunque no lo entiendas. ¿Por qué debería ser el mundo sólo como tú crees que es? ¿Quién te dio la autoridad para decir eso?

– No hay prueba de que el mundo sea de otro modo -dije.

Oscurecía. Me pregunté si no sería hora de regresar a casa de don Juan, pero él no parecía tener prisa y yo me divertía.

El viento era frío. De súbito, don Juan se puso en pie y me dijo que debíamos trepar a la cima del cerro y pararnos en un espacio libre de arbustos.

– No tengas miedo -dijo-. Soy tu amigo y veré que nada malo te ocurra.

– ¿A qué se refiere usted? -pregunté con alarma.

Don Juan tenía una insidiosa facilidad para hacerme pasar del contento puro al susto sin fin.

– El mundo es muy extraño a esta hora del día -dijo-. A eso me refiero. Veas lo que veas, no tengas miedo.

– ¿Qué cosa voy a ver?

– No sé todavía -dijo escudriñando la distancia hacia el sur.

No parecía preocupado. Yo también fijé la mirada en la misma dirección.

De pronto se irguió y, con la mano izquierda, señaló una zona oscura en el matorral del desierto.

– Allí está -dijo, como si hubiera estado esperando algo que de repente había aparecido.

– ¿Qué es? -pregunté.

– Allí está -repitió-. ¡Mira! ¡Mira!

Yo no veía nada, sólo los arbustos.

– Ahora está aquí -dijo con gran urgencia en la voz-. Está aquí.

Una repentina racha de viento me golpeó en ese instante e hizo arder mis ojos. Miré hacia la zona en cuestión. No había absolutamente nada fuera de lo común.

– No veo nada -dije.

– Acabas de sentirlo -repuso. Ahora mismo. Se te metió en los ojos y te impidió ver.

– ¿De qué habla usted?

– A propósito te traje a la punta de un cerro -dijo-. Aquí nos notamos mucho y algo se nos viene encima.

– ¿Qué cosa? ¿El viento?

– No sólo el viento -dijo con severidad-. A ti te parece viento porque el viento es todo lo que conoces.

Esforcé los ojos mirando los arbustos. Don Juan estuvo un momento en silencio junto a mí y luego se adentró en el chaparral cercano y empezó a arrancar ramas grandes de los matorrales en torno; reunió ocho y formó un bulto. Me ordenó hacer lo mismo y pedir disculpas en voz alta a las plantas, por mutilarlas.

Cuando tuvimos dos bultos me hizo correr con ellos a la cima del cerro y acostarme bocabajo entre dos grandes rocas. Con tremenda rapidez acomodó las ramas de mi bulto para que me cubrieran todo el cuerpo; luego se cubrió en la misma forma y susurró, por entre las hojas, que observara yo cómo el supuesto viento dejaba de soplar una vez que nos volvíamos inconspicuos.

En cierto instante, para mi asombro total, el viento dejó realmente de soplar como don Juan había predicho. Ocurrió de modo tan gradual que yo no hubiera notado el cambio de no estar deliberadamente esperándolo. Durante un rato el viento silbó atravesando las hojas sobre mi cara y luego, poco a poco, todo quedó quieto en torno nuestro.

Susurré a don Juan que el viento había cesado y él respondió, también en un susurro, que no debía yo hacer ningún ruido o movimiento notorio, pues lo que llamaba el viento no era viento en absoluto, sino algo que tenía voluntad propia y era capaz de reconocernos.

Reí de nerviosismo.

En voz apagada, don Juan me llamó la atención con respecto a la quietud que nos rodeaba, y susurró que iba a ponerse en pie y yo debía seguirlo, apartando suavemente las ramas con la mano izquierda.

Nos incorporamos al mismo tiempo. Don Juan miró un momento la distancia hacia el sur y luego se volvió abruptamente para encarar el oeste.

– Traicionero. Muy traicionero -murmuró, señalando un área hacia el suroeste.

¡Mira! ¡Mira! -me instó.

Miré con toda la intensidad de que era capaz. Quería ver aquello a lo que él se refería, fuera lo que fuera, pero no advertí nada que no hubiera visto antes; había únicamente arbustos que parecían agitados por un viento suave: ondulaban.

– Aquí está -dijo don Juan.

En ese momento sentí una bocanada de aire en la cara. Al parecer, el viento había en verdad empezado a soplar después de que nos levantamos. Yo no podía creerlo; tenía que haber una explicación lógica.

Don Juan soltó una risita suave y me dijo que no forzara mi cerebro buscando las razones.

– Vamos a juntar otra vez los arbustos -dijo-. No me gusta hacerles esto a las plantitas, pero hay que pararte.

Recogió las ramas que habíamos usado para cubrirnos y apiló piedras y tierra sobre ellas. Luego, repitiendo los movimientos que hicimos antes, cada uno de nosotros juntó otras ocho ramas. Mientras tanto, el viento soplaba sin cesar. Yo lo sentía encrespar el cabello en torno a mis oídos. Don Juan susurró que, una vez que me cubriese, yo no debía hacer el más leve sonido o movimiento. Con mucha rapidez puso las ramas sobre mi cuerpo, y luego se tendió y se cubrió a su vez.

Permanecimos en esa posición unos veinte minutos, y durante ese tiempo ocurrió un fenómeno extraordinario: el viento volvió a cambiar, de una racha dura y continua, a una vibración apacible.

Contuve el aliento, esperando la señal de don Juan. En un momento dado, apartó suavemente las ramas. Hice lo mismo y nos incorporamos. La cima del cerro estaba muy quieta. Sólo había una leve y suave vibración de hojas en el chaparral en torno.

Los ojos de don Juan se hallaban fijos en una zona de los matorrales al sur de nosotros.

– ¡Allí está otra vez! -exclamó en voz recia.

Salté involuntariamente, casi perdiendo el equilibrio, y él me ordenó mirar, en tono fuerte e imperioso.

– ¿Qué se supone que vea? -pregunté, desesperado.

Dijo que aquello, el viento o lo que fuese, era como una nube o un remolino que, bastante por encima del matorral, avanzaba dando vueltas hacia el cerro donde estábamos.


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