– ¿Para asustar a un niñito?

– No nada más para asustar a un niñito, idiota. Hay que parar a ese escuincle, y los golpes que le dé su padre no servirán de nada.

"Si queremos parar a nuestros semejantes, siempre hay que estar fuera del círculo que los oprime. En esa forma se puede dirigir la presión."

La idea era absurda, pero de algún modo me atraía.

Don Juan descansaba la barbilla en la palma de la mano izquierda. Tenía el brazo izquierdo contra el pecho, apoyado en un cajón de madera que servía como una mesa baja. Sus ojos estaban cerrados, pero se movían. Sentí que me miraba a través de los párpados. La idea me espantó.

– Dígame qué más debería hacer mi amigo con su niño -dije.

– Dile que vaya a los arrabales y escoja con mucho cuidado al tipo más feo que pueda -prosiguió él-. Dile que consiga uno joven. Uno al que todavía le quede algo de fuerza.

Don Juan delineó entonces una extraña estrategia. Yo debía instruir a mi amigo para que hiciera que el hombre lo siguiese o lo esperara en un sitio a donde fuera a ir con su hijo. El hombre, en respuesta a una seña convenida, dada después de cualquier comportamiento objetable por parte del pequeño, debía saltar de algún escondite, agarrar al niño y darle una soberana tunda.

– Después de que el hombre lo asuste, tu amigo debe ayudar al niño a recobrar la confianza, en cualquier forma que pueda. Si sigue este procedimiento tres o cuatro veces, te aseguro que el niño cambiará su sentir con respecto a todo. Cambiará su idea del mundo.

– ¿Y si el susto le hace daño?

– El susto nunca daña a nadie. Lo que daña el espíritu es tener siempre encima alguien que te pegue y te diga qué hacer y qué no hacer.

"Cuando el niño esté más contenido, debes decir a tu amigo que haga una última cosa por él. Debe hallar el modo de dar con un niño muerto, quizá en un hospital o en el consultorio de un doctor. Debe llevar allí a su hijo y enseñarle el niño muerto. Debe hacerlo tocar el cadáver una vez, con la mano izquierda, en cualquier lugar menos en la barriga. Cuando el niño haga eso, quedará renovado. El mundo nunca será ya el mismo para él."

Me di cuenta entonces de que, a través de los años de nuestra relación, don Juan había estado usando conmigo, aunque en una escala diferente, la misma táctica que sugería para el hijo de mi amigo. Le pregunté al respecto. Dijo que todo el tiempo había estado tratando de enseñarme a "parar el mundo".

– Todavía no lo paras -dijo, sonriendo-. Parece que nada da resultado, porque eres muy terco. Pero si fueras menos terco, probablemente ya habrías parado el mundo con cualquiera de las técnicas que te he enseñado.

– ¿Qué técnicas, don Juan?

– Todo lo que te he dicho era una técnica para parar el mundo.

Pocos meses después de aquella conversación, don Juan logró lo que se había propuesto: enseñarme a "parar el mundo".

Ese monumental hecho de mi vida me obligó a reexaminar en detalle mi trabajo de diez años. Se me hizo evidente que mi suposición original con respecto al papel de las plantas psicotrópicas era erróneo. Tales plantas no eran la faceta esencial en la descripción del mundo usada por el brujo, sino únicamente una ayuda para aglutinar, por así decirlo, partes de la descripción que yo había sido incapaz de percibir de otra manera. Mi insistencia en adherirme a mi versión normal de la realidad me hacía casi sordo y ciego a los objetivos de don Juan. Por tanto, fue sólo mi carencia de sensibilidad lo que propició el uso de los alucinógenos.

Al revisar la totalidad de mis notas de campo, advertí que don Juan me había dado la parte principal de la nueva descripción al principio mismo de nuestras relaciones, en lo que llamaba "técnicas de parar el mundo". En mis obras anteriores, descarté esas partes de mis notas porque no se referían al uso de plantas psicotrópicas. Ahora las he reinstaurado en el panorama total de las enseñanzas de don Juan, y abarcan los primeros diecisiete capítulos de esta obra. Los últimos tres capítulos son las notas de campo relativas a los eventos que culminaron cuando logré "parar el mundo".

Resumiendo, puedo decir que, cuando inicié el aprendizaje, había otra realidad, es decir, había una descripción del mundo, correspondiente a la brujería, que yo no conocía.

Don Juan, como brujo y maestro, me enseñó esa descripción. El aprendizaje que atravesé a lo largo de diez años consistía, por tanto, en instaurar esa realidad desconocida por medio del desarrollo de su descripción, añadiendo partes cada vez más complejas conforme yo progresaba.

La conclusión del aprendizaje significó que yo había aprendido, en forma convincente y auténtica, una nueva descripción del mundo, y así había obtenido la capacidad de deducir una nueva percepción de las cosas que encajaba con su nueva descripción. En otras palabras, había obtenido membrecía.

Don Juan declaraba que para llegar a "ver" primero era necesario "parar el mundo". La frase "parar el mundo" era en realidad una buena expresión de ciertos estados de conciencia en los cuales la realidad de la vida cotidiana se altera porque el fluir de la interpretación, que por lo común corre ininterrumpido, ha sido detenido por un conjunto de circunstancias ajenas a dicho fluir. En mi caso, el conjunto de circunstancias ajeno a mi fluir normal de interpretaciones fue la descripción que la brujería hace del mundo. El requisito previo que don Juan ponía para "parar el mundo" era que uno debía estar convencido; en otras palabras, había que aprender la nueva descripción en un sentido total, con el propósito de enfrentarla con la vieja y en tal forma romper la certeza dogmática, compartida por todos nosotros, de que la validez de nuestras percepciones, o nuestra realidad del mundo, se encuentra más allá de toda duda.

Después de "parar el mundo", el siguiente paso fue "ver". Con eso, don Juan se refería a lo que me gustaría categorizar como "responder a los estímulos perceptuales de un mundo fuera de la descripción que hemos aprendido a llamar realidad".

Mi argumento es que todos estos pasos sólo pueden comprenderse en términos de la descripción a la cual pertenecen; y como es una descripción que don Juan luchó por darme desde el principio, debo dejar que sus enseñanzas sean la única fuente de acceso a ella. Así pues, he dejado que las palabras de don Juan hablen por sí mismas.

PRIMERA PARTE: "PARAR EL MUNDO"

I. LAS REAFIRMACIONES DEL MUNDO QUE NOS RODEA

– ENTIENDO que usted conoce mucho de plantas, señor -dije al anciano indígena frente a mí.

Un amigo mío acababa de ponernos en contacto para luego salir de la habitación, y nos habíamos presentado el uno al otro. El viejo me había dicho que se llamaba Juan Matus.

– ¿Te dijo eso tu amigo? -preguntó casualmente.

– Sí, en efecto.

– Corto plantas, o mejor dicho ellas me dejan que las corte -dijo con suavidad.

Estábamos en la sala de espera de una terminal de autobuses en Arizona. Le pregunté con mucha formalidad:

– ¿Me permitiría el caballero hacerle algunas preguntas?

Me miró inquisitivamente.

– Soy un caballero sin caballo -dijo con una gran sonrisa, y luego añadió-: Ya te dije que mi nombre es Juan Matus.

Me gustó su sonrisa. Pensé que, obviamente, era un hombre capaz de apreciar la franqueza, y decidí lanzarle con audacia una petición.

Le dije que me interesaba reunir y estudiar plantas medicinales. Dije que mi interés especial eran los usos del cacto alucinógeno llamado peyote, que yo había estudiado con detalle en la Universidad en Los Ángeles.

Mi presentación me pareció muy seria. La hice con gran sobriedad y me sonó perfectamente verosímil.

El anciano meneó despacio la cabeza y yo, animado por su silencio, añadí que sin duda ambos sacaríamos provecho de juntarnos a hablar del peyote.


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